Crónica política

La lógica del poder y los desafíos de la alternancia

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Cristina y Evita, presente y pasado del populismo en la Argentina. foto:EFE

 

Rogelio Alaniz

Hasta los opositores más sinceros admiten que no hay alternativa política a este gobierno. Lo dicen con resignación, con desánimo, con impotencia, pero lo dicen. Tal vez sin proponérselo contribuyen a lo que alguna vez se llamó ‘la autoprofecía cumplida‘. Tanto pronosticar acerca de algo, finalmente termina realizándose a pesar, incluso, de los pronosticadores. Dicho con otras palabras; que haya o no haya alternativa política al oficialismo, depende de muchos factores, pero quienes a cada rato repiten que efectivamente no la hay, lo que hacen es contribuir a que así sea.

El argumento es sorprendente, porque lo previsible es que sea el oficialismo el que difunda esa consigna, convencido de que la única posibilidad de salvar a la patria es que quienes gobiernan continúen haciéndolo todo el tiempo que sea necesario. Para la teoría política está claro que una de las estrategias de quienes ejercen el poder, es probar que ellos son los únicos que están en condiciones de gobernar. Al respecto, no conozco un solo oficialismo en la historia que alguna vez haya admitido que la oposición estaba en condiciones de hacer las cosas mejor que ellos. Precisamente, la gran victoria política de un gobierno es convencerse a sí mismo, convencer a la oposición y, por supuesto, a la opinión pública, que lo mejor que le puede pasar a su país es que ellos lo sigan gobernando.

El discurso, en estos casos, admite algunas variaciones: el oficialismo reconoce que con gusto dejaría el gobierno, pero lamentablemente no puede hacerlo porque no hay nadie en condiciones de reemplazarlo. La otra variante es de tipo ideológico y se formula más o menos así: la continuidad de este gobierno es la única posibilidad que tiene la Argentina de ser libre, justa y soberana. En este caso se reconoce que puede haber algún otro en condiciones de gobernar, pero ‘ese otro‘ representa a la oligarquía, el imperialismo, los genocidas; en definitiva, a los enemigos de la patria. Este suele ser el argumento preferido de Chávez, Correa, Ortega y, claro está, de la señora. Lo que estos caballeros y esta dama aportan a lo que es una añeja estrategia del poder, es que la suerte de una nación depende no tanto de un partido o de un equipo de gobierno, sino de una persona, una persona a quien los dioses en sus inescrutables designios o la historia en su espiralado devenir, ha ungido para que salve a la nación y gobierne hasta el fin de los tiempos.

O sea que por un camino u otro, la lógica de todo oficialismo es perdurar, quedarse en el poder todo lo que sea posible. Siempre habrá buenas razones para convencerse de ello y sobre todo, siempre habrá excelentes razones para convencer a los pobres opositores de que así son las cosas.

¿Es tan así? ¿no hay dirigentes, equipos de gobierno, partidos políticos con voluntad de poder? ¿sólo los Kirchner, y nadie más que ellos, está en condiciones de gobernar? Modestamente creo que no es así y que además no debería ser así. ¡Arreglados estaríamos si en un país que se presume civilizado y moderno la única persona capacitada para gobernar fuera la señora! Eso y admitir que somos un país de analfabetos o una tribu de salvajes, sería más o menos lo mismo. Dicho en términos más académicos, habría que pensar en una nación derrotada, una nación con sus hombres abatidos por el fracaso, el desánimo y la humillación, para concluir en que sólo una persona, en un país de cuarenta millones de habitantes, está en condiciones de gobernarlo.

La alternancia es la exigencia más difícil de asimilar por parte de quienes ejercen el poder. Los clásicos del liberalismo, cuya batalla contra el absolutismo había sido muy dura, fueron los que establecieron esta exigencia para poner límites a la tentación objetiva y subjetiva de los gobernantes de quedarse en el poder para siempre. La alternancia, a su vez, es la manifestación más evidente de una nación civilizada y democrática, al punto que muy bien podría decirse que a la hora de evaluar la salud política e institucional de una nación, el primer requisito a prestarle atención es observar cómo funciona el sistema de alternancia.

En la Argentina convengamos que la respuesta a esta exigencia no deja lugar para el optimismo. Veamos si no. Si tomamos como punto de partida histórico de nuestro sistema político democrático la sanción de la ley Sáenz Peña en 1912, arribamos a la conclusión de que en los últimos cien años sólo en tres ocasiones se cumplió el principio de alternancia. La primera vez fue en 1916, cuando el conservador Victorino de la Plaza le entregó los atributos de la presidencia al radical Hipólito Yrigoyen. La segunda vez, recién ocurrió en 1989, es decir setenta y tres años después, cuando el radical Raúl Alfonsín transfirió el gobierno al peronista Carlos Menem. La tercera vez, fue en el 2000, cuando Menem le entregó el poder a Fernando de la Rúa. Después, la constante fue la continuidad de un gobierno de un mismo signo o esa singular alternancia criolla que se dio entre gobiernos militares y gobiernos civiles.

Convengamos entonces, que en la Argentina al ejercicio de la alternancia no lo hemos practicado como aconsejaría la tradición republicana, una tradición que -dicho sea de paso-, como los hechos demuestran, ha estado más ausente que presente y siempre fue impugnada con fulminantes argumentos de derecha y de izquierda, argumentos que curiosamente coincidían en el objetivo de ponderar las virtudes de un buen dictador, un caudillo carismático o un líder mesiánico, diferentes designaciones para defender el becerro de oro del poder.

En América latina fueron las izquierdas nacionales y los populismos criollos los que defendieron con entusiasmo y convicción el régimen de caudillos o dictadores. Alguna vez llegaron a sostener que este continente no debía imitar modelos europeos, por lo que era necesario admitir que lo genuino, lo nuestro, lo tropical y mágico, eran los caudillos por la gracia de Dios.

Poco importaba, al respecto, advertir que en el siglo veinte los fundadores de los regímenes caudillistas fueron los dictadores bananeros al estilo de Somoza, Trujillo, Duvalier o Stroessner. El populismo resolvió ese dilema planteando que había que distinguir entre dictadores buenos y dictadores malos, del mismo modo que en materia de derechos humanos había que distinguir entre torturadores buenos y torturadores malos, o asesinos buenos y asesinos malos. Ni por las tapas se les ocurría incluir en sus reflexiones la naturaleza del poder, la tendencia a concentrarse en hacerse omnipotente y perpetuo, a constituirse en oligarquía. Ni por las tapas se les ocurría defender las virtudes de la libertad y los derechos de los ciudadanos amenazados por el poder. El razonamiento, en ese sentido, fue sencillo y eficaz. La ardua tarea de construir un régimen con garantías y controles era una invención del enemigo.

De todos modos, se suponía que después de padecer las dictaduras militares de las décadas del setenta y el ochenta, los populistas criollos habrían aprendido a valorar lo beneficios del Estado de derecho. Los allanamientos sin orden judicial, las cárceles para los disidentes, las desapariciones, los secuestros y torturas, deberían haber enseñado algo. Y efectivamente, apenas se recuperó la democracia, parecía que la lección se había aprendido. Los muchachos estaban asustados y recitaban los artículos de la Constitución de memoria. El entusiasmo les duró poco, porque la evaluación perdió de vista que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. En efecto, no bien se crearon condiciones propicias, los populistas de ayer y de ahora volvieron a las andadas. El retorno de los viejos fantasmas incluye, en el siglo XXI, su inevitable devaluación. Los caudillos ya no despiertan las pasiones de antes, tampoco están en condiciones de brindar los beneficios de otros tiempos. Son una caricatura, una mascarada de sus predecesores. La señora se quiere parecer a Evita y sólo se parece en sus errores y sus vicios. Carece de su carisma, no sólo porque le falta ángel, sino porque en las sociedades de masas del siglo XXI la única pasión que hoy pareciera movilizar a los pobres, es el fútbol, y esa pasión no se transfiere con ‘Futbol para todos‘.

Conclusión: en el mejor de los casos, éste es un gobierno como cualquier otro que alienta la ilusión de presentarse como algo excepcional, cuando en realidad no hace más que reproducir la eterna y monótona letanía de quienes llegan al poder y quieren quedarse para cambiar el destino de su cuenta bancaria personal en nombre de la felicidad del pueblo. Conclusión dos. Alternativas hay. Si en 2003 un político casi desconocido logró serlo, hay motivos para pensar que diez años después el bastón de mariscal, como decía Napoleón, puede estar en la mochila del más modesto de sus soldados.