La vuelta al mundo

La batalla de Alepo

Rogelio Alaniz

Todo marinero sabe que cuando las ratas abandonan el barco es porque el naufragio es inminente. Se sabe que los roedores tienen un olfato muy sensible y registran la inseguridad cuando los humanos todavía creen que están viviendo en el mejor de los mundos. De la calidad moral de las ratas podemos hacer la evaluación que más nos guste, lo que no podemos ignorar es la inmimencia del naufragio.

No sé cuánto de humanidad hay en Assad y cuánto de ratas hay en sus más cercanos colaboradores, pero aunque más no sea en homenaje a la añeja sabiduría marina, seria deseable para su salud política que los déspotas de Siria presten atención a las reiteradas deserciones de sus filas, porque siempre se sabe cuándo las deserciones se inician, pero se ignora cuándo concluyen.

En estos días, el que marchó al exilio fue el primer ministro Riyab Hiyab, un cuadro político histórico del partido Baas, un funcionario para todo servicio de los Assad, que de la noche a la mañana decidió pasarse con armas y bagajes a las filas del enemigo, previo declarar a la prensa de Jordania que “asumo hoy mi defección de la matanza y el régimen terrorista”. Bonitas palabras en boca de un ex primer ministro que seguramente no descubrió ayer las bondades del régimen.

Hiyab no es el primero que “traiciona” a su jefe. En los últimos meses han abandonado las filas de la dictadura Abad Hussameddin, viceministro de petróleo y el coronel Hassad al-Mehers Hamadeh, el hombre que una mañana se subió a un Mig en el aeropuerto de Damasco y horas después aterrizó en el aeropuerto de la capital de Jordania para anunciar que se sumaba a las filas de la Armada Siria Libre, fundada hace apenas un año por otros célebres desertores como el general Riad al Assad y el coronel Abdel Jabbar Oqaidi.

Sobre la moral o la lealtad de estos desertores, se pueden decir muchas cosas, pero lo que no se puede ignorar es su carácter de síntoma. La experiencia histórica enseña al respecto que en todo ejército las deserciones son la antesala de la derrota. El ejército de Assad no tiene por que ser la excepción.

Hace un par de semanas escribí en esta misma columna que la dictadura tenía las horas contadas, que su cuenta regresiva ya se había iniciado, pero que el minutero estaba salpicado de sangre.

La ciudad de Alepo, una de las más antiguas del mundo, un bellisimo museo histórico, religioso y artístico declarado en 1986 patrimonio de la humanidad por la UNESCO, es ahora el territorio de una guerra sin cuartel entre combatientes ensañados y el escenario de una masacre que, como toda masacre, saciará su sed de muerte con la población civil.

En estos momentos, los aviones de la dictadura bombardean las zonas donde se supone que están refugiados los combatientes, como paso previo a la invasión. Las bombas caen sin pausa en los barrios cristianos, en las mezquitas musulmanas, destruyen templos, galerías, casas históricas. Un patrimonio de la humanidad es despedazado desde el aire por orden de un déspota.

Alepo tiene alrededor de cuatro millones de habitantes -es la segunda ciudad, luego de Damasco- y está ubicada en el noreste de Siria, en un espacio privilegiado equidistante del río Eúfrates y el mar Mediterráneo. Junto con Damasco fue el principal centro económico de Siria. Hoy es el centro político y militar de la resistencia. Quien gane la posesión de la ciudad ganará la guerra.

Según el propio Assad, hay acampados en las inmediaciones de Alepo alrededor de veinte mil hombres decididos a pasar a degüello a los rebeldes. Las declaraciones de los generales de Assad exhuman euforia y resentimiento, dos pasiones que en este caso sólo son contradictorias en las apariencias. En efecto, los militares están convencidos de que en Alepo se librará la madre de las batallas y que la vieja ciudad a la que Konstantino Cavafis y Lawrence Durrell le dedicaran algunos de sus mejores poemas, será la tumba de quienes osaron alzarse en armas contra el gobierno precedido por una familia que desde hace cuarenta años manda en nombre del socialismo islámico y el Corán.

Los dirigentes del Consejo Nacional Sirio y sus jefes militares, no piensan lo mismo. Suponen que las crecientes deserciones son una prueba de que el gobierno está perdiendo autoridad y poderío. Por otro lado, desde hace casi una semana los aviones arrojan bombas sobre la ciudad, pero no hay indicios de que los explosivos hayan quebrado la capacidad de resistencia de los rebeldes. Por el contrario, todo hace pensar que si continúan resistiendo luego de la lluvia de fuego, es porque están fuertes y con voluntad de victoria.

Algo parecido piensan los principales dirigentes de las Naciones Unidas y el gobierno de Obama, quien -más allá de su retórica ideológica- sabe muy bien que Estados Unidos no puede mantenerse ajeno a una guerra donde se juegan múltiples intereses regionales y económicos.

Para los agentes de la CIA, el proceso en Siria se desplegará en tres tiempos: el primer capitulo será la huída de Assad; el segundo capítulo, la organización de un gobierno de transición, y el tercer capitulo, será un misterio, porque nadie -ermpezando por la CIA- sabe con exactitud quienes gobernarán en Siria y en qué condiciones.

Estados Unidos, por lo pronto, no envió armas ni soldados, pero sus agentes de inteligencia están operando intensamente y es probable que en algún momento decida otro tipo de intervención. La administración de Obama sabe que algo tiene que hacer, que algo se impone hacer, pero dar ese paso nunca es sencillo, sobre todo después de la experiencia de Irak y Afganistán. Como dijera Kipling, asumir la condición de imperio produce importantes beneficios, pero las responsabilidades son también altas y ningún imperio que se precie puede dejar de asumirlas, salvo que decida dar un paso al costado y dejarle ese lugar, por ejemplo, a China o a Rusia.

Volvamos a Alepo. Por lo pronto, lo que persiste en ese escenario dantesco de heroísmo y capitulaciones, de lealtades y traiciones, de miserias y grandezas, es la incertidumbre por el futuro inmediato y la certeza de que cualquier solución a la que se arribe, se logrará sobre una montaña de muertos.

En el orden regional, la alianza de Assad con los ayatolas de Irán se mantiene por ahora. El acuerdo entre Siria e Irán, en su momento no dejó de sorprender a los observadores porque para un primer golpe de vista se trata de sistemas políticos que poco y nada tienen que ver entre sí. Irán es una teocracia, Siria un régimen secular; Irán es persa, Siria es árabe; Irán es chiíta, los Assad son alauitas. Sin embargo, una vez más la historia nos enseña que no son las pasiones religiosas, por importantes que sean, las que definen las alianzas, sino los intereses y particularmente los intereses relacionados con el poder.

En efecto, Siria e Irán no acuerdan porque piensen lo mismo, sino porque se necesitan y porque en más de un caso, como dijera Borges, no los une el amor sino el espanto, el espanto a la expansión sunnita o a la persistente hostilidad de la Liga Árabe, la amenaza siempre inquietante de Irak o la exasperante y expectante actitud de Israel.

En términos prácticos, el acuerdo con Siria le permite a Irán aproximarse al Mediterráneo e intervenir en la frontera de Israel, el enemigo estratégico a derrotar, con o sin bomba atómica. Los jefes iraníes en los últimos meses se alarmaron por el aislamiento en que estaban siendo condenados por sus enemigos. Esto los motivó a reforzar los acuerdos con Siria y a abrir un campo de negociaciones con los Hermanos Musulmanes de Egipto, en otros tiempos no tan lejanos, sus recalcitrantes enemigos.

Ninguno de estos pasos es de fácil resolución, pero lo importante para ellos es que los han dado, algo impensable un año atrás. Incluso, según informaciones confiables, los iraníes están conversando con algunos de los jefes de la resistencia Siria. ¿Traicionan a Assad? Por el momento no, pero si Assad renunciara o terminara colgado de la rama de un árbol, o en algún pasillo del palacio un sirviente lo apuñalara por la espalda, la diplomacia iraní quisiera disponer de algunos interlocutores en el nuevo gobierno.

En este sentido, Ahmadinejad ha decidido no atarse a una exclusiva estrategia y a un exclusivo centro de poder. Los apoyos militares a Hezbolá, Hamas y la Jihad Islámica, se mantendrán e incluso se reforzarán, pero para librar la batalla final contra Israel, el demonio sionista, es necesario articular acuerdos con otros aliados. Y dentro de este panorama, Siria es una pieza fundamental en el desquiciado tablero de Medio Oriente.

La batalla de Alepo

La boca del cañón de un tanque destruido, ominoso símbolo de la guerra entre hermanos.foto: efe