Evita: del mito a la historia (II)

Verdades y mentiras de su relación con Perón

Rogelio Alaniz

En 1943 Eva Duarte no era una mujer desconocida, uno de esos personajes anónimos tragados por la gran ciudad. Por el contrario, para esa fecha su rostro había ilustrado las tapas de las principales revistas de la farándula porteña. Revistas como Antena, Radiolandia, Sintonía, por mencionar las más importantes, no brindaban su página más cotizada a una desconocida.

La mayoría de la gente ignora -por ejemplo- que el mítico departamento de la calle Posadas, el nido de amor del general y la diva, era de ella, no de él, lo cual demuestra que para esos años Evita no sólo era reconocida en el universo de las estrellas, sino que además disponía de ingresos económicos suficientemente generosos como para comprar un departamento en plena Recoleta.

Conquistar un lugar en el mundo de la farándula, en la competitiva noche porteña de entonces, exigía talento, capacidad de relaciones públicas, contactos con quienes ejercen el poder. Y Evita había aprobado esas asignaturas con muy buenas notas. El dato merece mencionarse para señalar que al momento de producirse el golpe de Estado del 4 de junio de 1943, Evita estaba muy lejos de ser un “gorrioncito” cobijado debajo de la poderosa protección del general, como señala la leyenda que ella misma se encargó de difundir a través de libros, folletos y discursos.

El encuentro de Eva y Juan Domingo tampoco fue producto de la casualidad. En ese Buenos Aires de 1943, circulaban por espacios parecidos personajes de la noche, mujeres de la farándula, agentes de inteligencia, aventureros y gigolós, militares ambiciosos y políticos oportunistas deseosos de ofrecer sus servicios al mejor postor. En ese universo era previsible que una mujer como Eva y un hombre como Perón se encontraran. Como ocurre en estos casos, la casualidad siempre juega su partida, pero esa casualidad opera en ámbitos más o menos previsible.

Poco importa indagar en este caso si los unió el amor, la ambición o las dos cosas. No hay manera de saberlo y desde el punto de vista político no importa demasiado saberlo. Quienes los conocieron dan versiones diferentes y, en más de un caso, condicionadas por las necesidades de la política. De todos modos, un hombre creíble como Arturo Jauretche dice algo que parece ser lo más cercano a la realidad: los unió la misma pasión por el poder.

Al respecto, hay que decir que en la vida real Evita fue siempre una par de Perón. Y así fue desde que se conocieron. Evita nunca fue la mujer que sirve el café o los bocaditos y se retira pudorosa a la cocina, mientras los hombres hablan de política. Por el contrario, fue siempre una interlocutora importante, alguien que tenía sus propias opiniones y su rol estaba muy lejos de la mujercita dócil y sumisa. José María Rosa, que ya los frecuentaba en ese tiempo, avala ese detalle.

Muchos años después, Perón dijo en una entrevista que Evita fue algo así como un invento suyo. Hay razones para pensar que lo dijo fastidiado por la tendencia de algunos de sus seguidores juveniles de ubicarla a su izquierda. Es probable que un hombre de una cultura amplia como Perón, le haya transferido conocimientos a una mujer cuya cultura básica era muy elemental. Pero un personaje como Evita no se define por sus conocimientos librescos, sino por su carisma, su pasión y su voluntad de poder. Y en ese punto las influencias de Perón se relativizan.

Sin proponérselo, en su afán de acentuar su rol, Perón dice de Evita algo parecido a lo que en su momento dijera Américo Ghioldi, el dirigente socialista cuyo antiperonismo siempre estuvo fuera de discusión. Como se ocupó muy bien de divulgarlo, don Américo aseguraba que Evita era un robot de Perón, algo así como un muñeco dirigido por la voluntad del jefe. También en esos detalles Ghioldi volvía a equivocarse.

Por su parte, Perón tampoco estaba en condiciones de sobreestimar sus influencias o su capacidad para actuar como una suerte de Pigmalión, porque los supuestos resultados ejemplares que obtuvo con Evita no los logró con su primera mujer, Aurelia Tizón, que nunca dejó de ser una esposa adocenada.

Y mucho menos con la tercera, Isabel Martínez, cuyas limitaciones intelectuales, políticas y humanas fueron más que evidentes, al punto que nunca se sabrá a ciencia cierta si las mismas, más que un efecto no querido, no fueron una condición para estar a su lado. Sin embargo, por esas vueltas de la vida, Isabel logró lo que Evita nunca pudo ser: vicepresidente y presidente de la Nación. Y lo logró gracias al “genio” de Perón. Como se sabe, los resultados fueron catastróficos, pero lo sucedido prueba que las supuestas virtudes pedagógicas de Perón estaban muy lejos de ser infalibles.

Digamos, a modo de síntesis, que Perón influyó sobre Evita, como ella influyó sobre él, algo que suele ocurrir en las parejas más o menos bien constituidas. Desde el punto de vista estrictamente político, importa saber que la relación entre ellos siempre se dio en un plano igualitario y por lo tanto, no hubo “gorrioncito” y “águila”, ni otras cursilerías por el estilo. Lo demás pertenece a los inescrutablers misterios de la cama, un plano de intimidad sobre la cual no hay datos reales para arriesgar una opinión.

Si la leyenda de una Evita desprotegida e indefensa no es real, mucho menos lo es la opuesta versión de una Evita revolucionaria y un Perón conservador o una Evita de izquierda y un Perón de derecha. Al respecto, lo que se puede decir es que las categorías conceptuales de derecha e izquierda carecen de entidad para evaluar la relación entre ellos. Lo que había, como dijera Jauretche, era una formidable pasión por el poder.

Las diferencias existentes -que las hubo- se manifestaron alrededor de ese tema. Los dos creyeron en el poder que construyeron, los dos avalaron los liderazgos carismáticos, los dos -de una manera pragmática- merodearon alrededor de la cultura fascista, pero objetivamente Perón poseía una visión de la política más comprometida con los factores de poder. Militar de carrera, profesor de la Escuela Superior de Guerra, creía en los equilibrios corporativos de la comunidad organizada. Evita, por su lado, despreciaba a las instituciones; su visión del poder podría calificarse como prepolítica, y en lo personal sus pasiones se inclinaban fuertemente hacia el fanatismo.

Las relaciones carismáticas que Evita establecía con los pobres están fuera de discusión, aunque importa advertir que no se construyeron de la mañana a la noche, sino que tuvo que trabajar arduamente para lograr establecer esa “magia” con sus seguidores. Hoy se sabe que para octubre de 1945 la participación de ella en esa jornada fue reducida, no porque se negara a un protagonismo mayor, sino porque las modalidades de esas jornadas la dejaron afuera.

La leyenda después hablará de una Evita movilizada en la calle como una heroína roja de Eugene Delacroix. La verdad fue muy diferente, pero el hecho de que durante años los peronistas avalaran la leyenda demuestra la inusual capacidad de esta fuerza política para crear mitos sobre hechos inexistentes o deformados.

En febrero de 1946, casi sobre el fin de la campaña electoral, ella habló, o mejor dicho intentó hablar, a una platea mayoritariamente femenina, pero el discurso mal hilvanado y mal impostado, se interrumpió por las silbatinas de las mujeres que reclamaban la presencia de Perón. O sea que para 1946 Eva Duarte todavía está muy lejos de ser Evita.

Si bien su carisma fue indispensable para lograr el ascendiente sobre las masas, su liderazgo jamás habría logrado constituirse sin el otro componente en el que ella reveló su genio y que por ser demasiado evidente es menos conocido: me refiero a su capacidad para construir redes de poder fundados en la lealtad y las relaciones personales. Mientras Perón construía el poder también con su carisma y sus habilidades, Evita tejía por abajo consistentes redes que se constituyeron mediante la invocación del nombre de Perón, pero que en la práctica fueron consolidando el liderazgo de Evita.

En su momento de esplendor, el poder real de Evita era superior al de Perón, o por lo menos, más amplio y consistente. Sin ningún cargo público, sin ninguna investidura, para 1950 ella controlaba la bancada parlamentaria, el Partido Peronista Femenino, la CGT, los jueces, los ministros y esa formidable y extravagante maquinaria de recursos construida al margen del Estado, pero financiada por el Estado: la Fundación Evita.

En cada uno de las dependencias del Estado, hombres y mujeres devotos o intimidados por su liderazgo, le respondían con una fidelidad que habían aprendido a practicar como condición para seguir siendo funcionarios. El Estado de bienestar de Evita era generoso, pero personal. En ese singular orden, a las decisiones las tomaba exclusivamente ella. Allí no había controles, ni auditorías, ni inspecciones. Eva Duarte no necesitaba de esos “detalles” para ser Evita.

(Continuará)

Verdades y mentiras de su relación con Perón

Eva y Juan Domingo Perón, una alianza para la vida y la construcción de poder. foto: telam