Stevenson, o la belleza de la desmistificación

En “Imaginario del Paraíso” (Colihue, 2012) Adolfo Colombres confronta y ensaya interpretaciones sobre las concepciones de los jardines de felicidad eterna que el ser humano ha imaginado y sostenido o impuesto a través de la Historia. En el capítulo sobre las “islas lejanas” que ha trabajado el arte (de London, de Conrad, de Gauguin), transcribimos el apartado dedicado específicamente a Stevenson.

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“Mahana no Atua” (“Día de Dios”), de Paul Gauguin.

 

Por Adolfo Colombres

Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo, Escocia, en 1850, en el seno de una familia acomodada. En 1873, dos años antes de graduarse en Derecho, comienzan sus problemas pulmonares, los que al definirse como tuberculosis actuaron cual un detonante que lo sacará de la vida sedentaria, llevándolo a viajar continuamente en busca de los climas apropiados para contener el avance de esta enfermedad. En 1888 fleta el Casco, un yate a vela, y se lanza al Pacífico Sur, en aventuras marinas que proseguirá en otros dos barcos. Visita las Marquesas, el atolón de Fakarava y las islas Gilbert. Recorre otros archipiélagos, y después de residir algún tiempo en Tahití, Honolulu y Australia reanuda sus vagabundeos por el mar. En 1890 llega a la isla de Upala, del grupo de las Samoa, donde compra un terreno y construye una casa a la que da el nombre de Vailima (cinco ríos), en la que vivirá sus últimos años en un estilo patriarcal. Se hace agricultor. Los nativos lo bautizan como Tusitala (el que cuenta historias). Muere en esa misma isla en diciembre de 1894, días después de haber cumplido 44 años. Los isleños, con gran esfuerzo, suben su féretro hacia la cumbre del Vaea, la montaña más alta de Samoa, desde la que se domina la inmensidad del Pacífico, y escriben en su lengua una leyenda que reza “Esta es la tumba de Tusitala”.

Stevenson fue novelista, poeta, ensayista, crítico, autor de un vasto epistolario, cronista de viajes y hasta autor dramático. Quizás por influencia de la literatura francesa, se obsesionó por los aspectos formales de la escritura, convirtiéndose en un cultor de la palabra justa, de la expresión depurada y precisa. Pero lo valioso en su caso es que supo unir el afán estilístico al vigor narrativo, que adquiere un especial vuelo en La resaca (1894), su última novela publicada en vida. Ambientada en los Mares del Sur, muestra una gran preocupación por los procesos psicológicos que mueven a los personajes, dimensión que pasa a un primer plano, al igual que el arte con el que está escrita, que llevó a René Bizet a llamarlo “poeta de la aventura”, como luego lo sería también Conrad. Los cuatro personajes de dicha novela son de tal bajeza moral, que escribirla se le hizo algo sumamente violento, hasta el punto de que le costó mucho llegar al fin del relato. Con esta obra, junto con sus Cartas de Vailima (1895) y En los Mares del Sur (1896), Stevenson contribuyó a alimentar el mito de las islas oceánicas. A propósito de los habitantes de las Marquesas, escribe: “Su raza es quizás la más bella que existe. La talla media de los hombres es de seis pies. Son de músculos fuertes, desprovistos de grasa, vivos en la acción, agraciados en el reposo. Las mujeres, aunque más gordas e indolentes, son todavía animales agradables”.

A diferencia del joven Melville, Stevenson, con formación académica en ciencias sociales, realiza un escrupuloso estudio de las islas y sus habitantes, alimentando el interés europeo por esos mundos pero sin librarse a sueños edénicos ni apelar a la mitología para dar cuenta de su realidad. En su obra no hay ninfas ni sirenas. Los europeos que allí observa no se libran a goces paradisíacos. Unos prosperan, afanados en negocios nunca del todo limpios, y otros simplemente vegetan a la sombra de galerías o de modestas techumbres de palma, a menudo casados con una nativa (“dama de color de chocolate”, escribe con ironía) que trabaja arduamente para sostener su ociosidad. Estos zánganos visten por lo general a la usanza indígena, pero conservando en su indumentaria algún rasgo extranjero, alguna reliquia de su tiempo de civilizado, como un monóculo. Están también, por último, los vagabundos a los que no sonrió la suerte ni encuentran siquiera quien les arrime el pan cotidiano. Para ellos, por cierto, eso de las islas de la abundancia no es más que un cuento de mal gusto que les arranca risotadas amargas, pues sienten que se están pudriendo en los caldos del trópico, jaqueados por la viruela y otras enfermedades que los mismos blancos se ocuparon de diseminar, para contaminar así su propio sueño de felicidad. No obstante, cuando surge un paisaje encantador, como por ejemplo el atolón del pescador de perlas en la Segunda Parte de La resaca, Stevenson pone toda su capacidad descriptiva y precisión estilística para pintar sus encantos, pero sin dejarse hechizar por ellos ni exaltarlos. Herrick, uno de los tres vagabundos que llegan a dicho atolón, observando la extensa laguna que ocupa su centro, el resplandor blanco de la arena, los corales y las palmeras mecidas por la brisa, comenta a Attwater, el dueño de la factoría, que la encuentra paradisíaca. “Eso es porque acaba usted de llegar del mar”, le responde este, dando así a entender que nada cansa más que el paraíso, que el deslumbramiento inicial no tardará en convertirse en tedio, y sobre todo para quienes no son gente de amodorrarse bajo una palmera y pasar así la vida, sino que le exigen diariamente a ella emociones intensas. No hay en esa isla bellas muchachas que retozan entre las olas. Las pocas mujeres que dejó la peste están casadas y allí se respeta el matrimonio, no hay tela para el romanticismo ni para la liviandad que se asocia al estado de naturaleza. También allí, en ese atolón perdido, está la cultura, la ley, la prohibición, donde el gigante y terrible Attwater parece ser el ángel de la cólera del dios cristiano, ya que al fin y al cabo fue misionero. Lejos de toda forma de sensualidad, John Davis, el capitán del barco que llegó a esa isla, sobre la arena blanca y bajo la caricia de los alisios encuentra la Tierra Prometida, aunque no bajo la forma de una bella nativa. En su crisis mística, que le sobrevino al salvar milagrosamente la vida, alcanza la certeza de que el paraíso verdadero, el único, es el celestial, y no pide más que la persistencia de su fe, sin importarle las buenas perspectivas que se le han abierto de pronto, pues todo parece salir a pedir de boca.