“Ensayo de rigor”

Para paladares exigentes

La nota

Javier Bonatti y Lautaro Ruatta son los excelentes actores de la propuesta dirigida con certeza por Sergio Abbate. Foto: Gentileza producción

 

Roberto Schneider

El cuerpo no es sólo la sede y el instrumento del deseo, sino también un objeto de deseo. Es nuestro cuerpo y, al mismo tiempo, lo que otras personas ven de nuestra individualidad. Como escribió el filósofo francés Maurice Merieau-Ponty: “El cuerpo debe convertirse en el pensamiento o la intención que significa para nosotros. Es el cuerpo el que señala, y el que habla”. El cuerpo es la sede de nuestro yo que está siempre en exhibición, y la gente tiende a juzgar por lo que ve. Aun si el cuerpo no fuera sino un envoltorio de lo que llamamos nuestra “vida interior”, es el atractivo, la belleza, la elegancia y el encanto de ese envoltorio lo que seducirá a los demás.

El modo en que manejamos nuestro cuerpo es algo que se aprende, en tanto, al mismo tiempo, el modo en que otros nos ven es también el producto de expectativas comunes. Las desviaciones de estas expectativas pueden causar reflexión, a la vez que reacción en otro, colocando a los identificados como diferentes en desventaja, a pesar de las evidentes destrezas, habilidades y contribuciones que pueden hacer a la sociedad. Así, la forma del cuerpo, el modo en que está vestido y arreglado, y el modo en que se mueve, son mensajes para los demás.

Las relaciones que Sergio Abbate, Javier Bonatti y Lautaro Ruatta establecen entre los personajes de “Ensayo de rigor”, la obra estrenada en Latreintasesentayocho, son de una agresividad felina: sus descripciones se apoyan tanto en las palabras como en la gestualidad y adquieren, a lo largo de la obra, la parsimonia de un ritual sádico. Desde la dirección general, Abbate, con un montaje hilvanado a partir de unas riquísimas imágenes, sacraliza esa célula femenina y masculina al mismo tiempo en la que la lucha por el poder, por el dominio sobre el contrincante, se convierte en un acto de fagocitosis. Los autores han manipulado unos resortes litúrgicos puestos en marcha al margen de la religión. O, tal vez, los han puesto al servicio de una religión distinta, una “religión”, entre comillas, que practican ciertas especies zoológicas para las que la afirmación del individuo pasa a través de la destrucción de los demás. En todo caso, la propuesta de los autores tiende a convencernos de que el comportamiento humano puede parecer ligado a una moral que bien merecería el calificativo de aberrante. El texto es capaz de darle la vuelta de un plumazo a los conceptos imperantes de la sociedad.

El intenso cambio de ritmo trae consigo uno de los mejores hallazgos del montaje de Abbate. La distorsión de la figura humana a partir del juego sobre el que deben moverse los actores subraya en cada momento la intención de los autores y la traducen en imágenes sumamente potentes. Así, a partir del juego trágico, de la palabra viva, el espectador entra más directamente en la obra y comienza a descubrir lo que antes se había enmascarado. El espectáculo es sumamente movilizador e inquietante. Se trata de un juego lúcido y cruel que quien ve y escucha completa, casi como una trampa. La misma trampa y su juego de potencialidades que el texto propone. El revuelo brutal de la historia posee un espíritu de extraordinario salvajismo, por lo que tiene de locura y de justicia. Detrás de las palabras, en ningún caso inofensivas, se establece una atmósfera arracanda de las entrañas. Es entonces que los actores Javier Bonatti y Lautaro Ruatta arremeten y se lanzan con una entrega impresionante, no como si estuvieran rememorando un texto, sino metiéndose en los vericuetos lacerantes de una totalidad por cierto agobiante. Y bella, muy bella. Los dos concretan actuaciones impecables, jugadas, de una intensidad sobrecogedora

Se trata de personajes conscientes del mundo genetiano. Son criaturas humanas buscando su redención -o la libertad- en la destrucción. El texto, la anécddota que plantea la obra en una lectura lineal, es sólo un instrumento para describir ese mundo. El director fue fragmentando conscientemente las escenas para configurar un puzzle total, en el que caben hasta la poesía y la ternura y en el que la acción, lo visual, la atmósfera, ocupan el lugar del discurso verbal. Más de lo que se dice es el tono en el que se dice. Más que los personajes en sí, es la fealdad que los inunda, un espejo deformante (las miradas). Son así muchas historias resumidas en la pequeña historia de una noche de violencia liberadora que es, también, un símbolo de creación plástica y política, profundamente teatral.

La banda de sonido del montaje escénico es otro acierto. Apenas comenzado, irrume la fuerza de “Memorial”, de Michael Nyman; después, en la escena de una danza espeluznante en varios sentidos, “Juz nigdy”, de J. Petersburski cantado por Slawa Przybylska, que en 1930 se dijo se dijo que trajo un aire nuevo al tango polaco. Finalmente, “Lascia ch’io pianga” es un aria para soprano de George Frideric Handel, de su ópera “Rinaldo”, cantado en este caso por la popular Sarah Brightman.

En el final, como en el inicio, ambos actores dirán la frase contundente: “No sé qué no hizo el pequeño Genet, pidió que sus criadas sean varones. Somos pequeños actores y éste es nuestro humilde homenaje a la gran provocación del pequeño Genet”. Homenaje y provocación que van de la mano, de manera dolorosa y bella. Para destacar, la solidez de la planta de luces de Mario Pascullo, las coreografías de Romina Pecorari, la escultura de Mariana Gerosa y la asistencia en la dramaturgia de Verónica Bucci. Todos unidos para que un ritual -doloroso y exquisito, para paladares exigentes- se cumpla y la escena gane.