editorial

La deuda pública del balcón al atril

Raúl Alfonsín reclamó políticamente desde el balcón, pero no tuvo oportunidad histórica de hacer valer derechos ante una descomunal y muchas veces ilegítima deuda, impuesta a la Argentina cuando no ejercía sus derechos soberanos en términos de República. Aquél presidente del retorno a la democracia padeció los límites fácticos impuestos por la magnitud de los poderosos, que contaron con el funcional rigor de una oposición interna incapaz de reconocer las prioridades de aquél momento.

La continuidad jurídica del Estado pudo reencontrar algún sentido de justicia -paradógicamente- en el devenir del default y la reestructuración de la deuda pública nacional. La decisión política de Néstor Kirchner y la ingeniería de Roberto Lavagna permitieron reconciliar la razonable capacidad de pago del país con el derecho de la mayoría de los tenedores de bonos, que aceptaron cobrar con fuertes quitas. Pero no todos los hicieron.

Especuladores o no, buitres y legítimos poseedores de títulos impagos, los que no entraron al canje reclaman la acreencia en la Justicia de Nueva York, que es competente porque la deuda se emitió bajo legislación internacional y es esa su jurisdicción. Es lógico que la Casa Rosada argumente que no se les debe nada a quienes renunciaron a cobrar en el canje; pero es un error desafíar a la Justicia de Estados Unidos.

Cuando Cristina Fernández dijo que no habría “ni un dólar” para los buitres, también le habló al sistema judicial norteamericano, advirtiéndole que no aceptaría un eventual fallo en contra. Esa suerte de desacato preventivo, propio de la sobreactuación épica, desató el peor momento que vivió el país en el proceso judicial aún abierto.

El fallo sobre la cuestión de fondo sigue pendiente; no es sensata la desmesura de los acólitos que celebran una medida cautelar y argumentan que la estrategia del gobierno no estaba equivocada. Fuera del cauce ficcional, está bien que el gobierno admita ahora la posibilidad de reabrir el canje; eso no significa que se vaya a pagar, sino que se despeja el derecho a ejercer la defensa en juicio hasta la última instancia.

Ha cambiado aquél mundo que no escuchaba el justo, encendido e inocuo discurso de Alfonsín desde el balcón. El mismo desastre financiero que vivió la Argentina amenaza hoy a vecinos débiles -y no tanto- de la vieja Europa con su nueva moneda; las naciones centrales y hasta el mismísimo FMI han tomado nota, aún cuando fueron promotores y beneficiarios del descalabro.

Es de gran utilidad darse un baño de realismo. Al frente en el mundo siguen aquellos que pueden inflar una burbuja financiera, transferir recursos a unos pocos, dejar sin casa a muchos y resolver el problema imprimiendo dólares, alegando la sola confianza en Dios y sin padecer inflación.

No hace falta abandonar la convicción ni resignar derechos. Pero la gestión eficiente no es la que más inflama sus discursos, sino la que más acerca lo justo a la realidad. Porque la política trata de eso, del arte de lo posible, y la mejor administración es la que llega a ese punto con la mayor expresión de lo que es bueno y justo.