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“Cuna de gato”

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Kurt Vonnegut. Foto: Archivo El Litoral

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Cuna de gato es una novela sobre la estupidez humana, paradójicamente centrada alrededor de la veta más ensalzada de la inteligencia humana, la científica, aunque no se mezquinan disparos contra las no menos veneradas del arte, la política y la religión.

El narrador (“Pueden llamarme Jonás”, comienza la novela, en evidente alusión al inicio de Moby Dick) se propone escribir un libro que testimonie lo que habían hecho importantes personajes de los Estados Unidos el día en que se arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima. Y por supuesto, a los primeros a quienes recurre es a los hijos de Felix Hoenikker, coinventor de la bomba. Entramos así en conocimiento de los tres hijos del científico y de Ilium, la ciudad de los laboratorios.

Desechada la idea de escribir el mentado libro, sin embargo una casualidad vuelve a poner a todos estos personajes y temas en la vida del narrador, enviado a entrevistar a un filántropo que construyó y dirige un hospital en medio de la miserable isla de San Lorenzo, una república bananera bajo las órdenes de un dictador llamado “Papá” Monzano y la estela espiritual de un gurú prohibido pero seguido por todos los habitantes de la isla, incluidos sus perseguidores. Detalles que recuerdan al planeta Trafalmadore al que es llevado el personaje de otra célebre novela de Vonnegut, Matadero Cinco.

Clave esencial de la novela es el Hielo 9 que Hoenikker inventara antes de morir como respuesta a un general de los marines que acosa al científico para que encuentre una solución al barro que tiene hartos a sus soldados, ya que siempre se encuentran combatiendo enchastrados en medio de él. Y Hoenikker inventa una partícula microscópica capaz de transformar humedales, pantanos y arenas movedizas en objetos bien duros y sólidos. Y de paso compactar ríos, mares y océanos, y dejar a las personas duras como estatuas de mármol.

Otra clave es la “cuna de gato” del título, una simple construcción con un hilo o cordel, cruzándolo entre los dedos para crear un puñado de equis entre las dos manos. Sólo que ese masacote para nada hace pensar en un gato ni en una cuna.

Con estos materiales básicos Kurt Vonnegut construye (sobre todo en la primera parte) una novela desopilante, entretenida, profunda, amarguísima. (A propósito, ¿por qué los -conscientes o no- emuladores -incluso en nuestra actual literatura argentina- del absurdo desquiciado de Vonnegut no logran su atractivo? Está claro; en Vonnegut los chistes son efectivos, la narración da su lugar al azar pero todo está firmemente ensamblado, y además hay una base sólida emotiva y filosófica -nada exultante, ya que se trata de un buen denso denso nihilismo, pero algo hay y es lo que importa para una buena novela).

Así, por ejemplo, describe una pintura: “La pintura de Newt era pequeña, negra y verrugosa. Consistía en trazos de engrudo negro y gomoso. Los trazos formaban una especie de telaraña, y me pregunté si no serían las pegajosas redes de la futilidad humana puestas a secar en una noche sin luna”.

O chistes como éste: “Tenía la sensación de que mi libre albedrío era tan irrelevante como el libre albedrío de un cerdito que llega al matadero de Chicago”.

Pero tampoco se impide chistes livianos y cantados: “El marido es muy cruel con ella. Casi nunca va a casa, y cuando va, está ebrio y cubierto de lápiz labial”.

O: “El edificio del club de estudiantes está en silencio. Todos han ido a clase menos yo. Soy un personaje privilegiado. Ya no tengo que ir a clase. Me expulsaron la semana pasada”.

O: “La señora Pefko no estaba acostumbrada a charlar con alguien tan importante como el doctor Breed y estaba abochornada. Le afectó el andar, que se volvió rígido como el de una gallina. Su sonrisa era vidriosa, y hurgaba en su mente buscando algo que decir, pero solo encontraba Kleenex usados y joyas de fantasía”.

Y la autopresentación del narrador: “Cuando yo era más joven, hace dos esposas, hace doscientos cincuenta mil cigarrillos, hace tres mil litros de alcohol...”. Publicó La Bestia Equilátera.