Por las zonas oscuras de la infancia De “Abuela y la niña” Por Patricia Severín

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Foto de Beatriz Leguiza.

Por Diego E. Suárez

“Abuela y la niña”, de Patricia Severín (textos) y Beatriz Leguiza (fotografías). Santa Fe, Palabrava, 2012.

En el umbral nos recibe una niña enlutada, con trenzas, en cuclillas. Las puertas: mal clausuradas, con varios vidrios rotos (uno de ellos, filoso, de seño fruncido, semeja la cuchilla de una guillotina). Al ingresar nos topamos con una leyenda: “La infancia es el peor lugar en que me encuentro”. La frase sabe lo que dice. Para algunos, podría ser un anatema. Para otros, una invitación. Una vez adentro, vemos la casa desde afuera: columnas griegas, balcón antiguo, ninguna flor, ninguna hoja, ni siquiera un pájaro o una mariposa. En síntesis, una casa sin poesía, hogar en ruinas.

¿Quiénes habitan esta vivienda deshabitada? La tía que duerme su sueño de arañas en la oscuridad, la mamá que se calza el antifaz, el papá que da vueltas en el aire, la abuela que desenreda el lazo mientras le asoman los colmillos en una sonrisa prestada para sus huéspedes (es decir, ellos; es decir, nosotros). Éste es el presente de la casa. La única figura viva es la abuela. Los otros o duermen, o se disfrazan o dan vueltas en el aire: apenas existen.

Pero, ¿de quién es la voz que se oye? De una nieta, que a veces espía hacia la calle, que por las noches en puntas de pie sale al balcón... a respirar. La niña va siendo corporizada por obra y gracia de una entonación desposeída: El diablo/ cuelga/ del crucifico/ al borde de la cama/ la bruma repta/ sobre las largas uñas negras/ de la abuela/ apaga el velador/ dos vueltas de llave. La niñez, la abuelidad y lo sagrado invierten su signo cuando la anciana encierra a su nieta en la oscuridad (con todo lo que implica semejante gesto, pues un encierro así es para siempre).

Las fotografías en blanco y negro intensifican la atmósfera y refuerzan las imágenes generadas por los textos, sin redundarlas. Por ejemplo, una en la que la niña se encamina cabizbaja hacia un recinto oscuro. Sabemos que será engullida por la negrura. Pero hay algo más: bajo sus borceguíes, algo no corresponde al suelo firme, algo como la tapa de un pozo, o la entrada a un subsuelo; un peligro. Adelante, la oscuridad; debajo, una trampa.

Esta incursión por las zonas oscuras de la infancia representa una exploración del mismo ser. Cada visitante de esta casa construida con palabras e imágenes sentirá iluminado un aspecto de su existencia, ya que las frustraciones y los miedos infantiles (que nos acompañan toda la vida) forman parte de nuestra existencia.

En esta prisión asfixiante, la única entrada de aire es la lectura (que en el revés de la trama se transforma, tarde o temprano, en escritura). Dice la niña: Corro por la chimenea/ el panlibro bajo el brazo/ pongo el mundo del revés/ le saco brillo. Con esta imagen hallada fuera de la casa, dentro del libro, podemos darnos por satisfechos. No importa que detrás de la cortina los huesos calcinados de la abuela vigilen. Hay esperanzas mientras la niña siga con el panlibro bajo el brazo, verticalizando -como diría Bachelard- las contradicciones de este mundo.

 

 

 

El vértigo corre por mi boca

abuela empuña el hígado

que nada

en el borde del potaje

estrangula mi garganta

trago

*

Espiaba

espío hacia la calle

no hay ventanas ni puertas

nada

sólo un haz de luz por el agujero

el agujero tapa mi ojo que espía hacia la calle

caballos

desfile de amapolas

dios cruza desnudo con un cartel que dice BASTA

*

Un ojo transparente

cabellos de medusa

labios de trigo

papá guiña el dedo a las estrellas

abuela confabula

mi mano sobre la rejilla de vidrio

pasa

flotando

Por las zonas oscuras de la infancia De “Abuela y la niña”  Por Patricia Severín