Mesa de café

¿Derecho a armarse o a desarmarse?

El tema de la mañana es la masacre perpetrada en Newtown por un joven de veinte años. Estamos todos indignados por lo sucedido, pero, como suele suceder, no todos pensamos lo mismo sobre el hecho. Por lo pronto, el primero que mete la cuchara es el mozo, Quito, quien fiel a su estilo propone por enésima vez la pena de muerte para los que delinquen. Lo dejamos hablar, esperamos que nos sirva y como nadie le contesta nada, al rato se va.

-Así hay que tratar al personal de servicio -se despacha Marcial.

-A los reaccionarios hay que tratarlos así -corrige José- yo no tengo nada contra los compañeros gastronómicos.

-Empezando por Barrionuevo -agrego con ánimo de chicanear.

-Que ahora está con ustedes, así que no le saquen tanto el cuero porque van a escupir para arriba; Barrionuevo está con ustedes como también lo está Moyano -replica José.

-Volvamos al tema -sugiere Abel disimulando su impaciencia-, yo creo que Obama se está moviendo muy bien y en poco tiempo no será tan fácil comprar armas en Estados Unidos.

-No creo que sea sencillo desarmar a los norteamericanos -reacciona José. Y agrega: -la llamada Asociación del Rifle es muy poderosa, los intereses económicos son importantes y, además, para el norteamericano medio armarse es un derecho humano, hay una larga tradición que fundamenta ese reclamo y que se hunde en sus míticas tradiciones nacionales.

-Yo creo -puntualiza Marcial-, que no hay sistema legal o político que pueda impedir que un tarado o un enfermo salga con una ametralladora y mate a todas las personas que se le crucen en el camino.

-Es probable -digo- pero si esos locos no tuvieran la facilidad de armase, la cosa cambiaría.

-Más o menos -contesta Marcial, moviendo la cabeza en señal de desacuerdo; -más o menos, un enfermo de esas características siempre va a encontrar posibilidades para armarse.

-¿Adónde querés llegar -pregunta José-, a que todos estemos armados?

-Lo que quiero es que estemos todos protegidos. Lo que quiero es que haya una policía que cumpla con su misión; y si esto no ocurre, que los ciudadanos nos podamos defender de los asesinos.

-O sea que vos llamás a tomar las armas.

-Algo así.

-Eso lo hacia la izquierda en los sesenta -señala Abel-, pero nunca me enteré que lo hiciera la derecha.

-¡Cómo no! -interviene José-, lo hicieron con la Libertadora.

-Dejen de acusarme, escuchen y aprendan -expresa Marcial sin alterarse-, si el mundo fuera un vergel, un Paraíso ocupado por angelitos, o si el mundo fuera seguro y la policía cumpliera con su deber, a mí no se me ocurriría defender la idea del ciudadano armado, pero como el mundo no es eso, no sólo sostengo que hay que plantear esa alternativa, sino que creo que es imprescindible.

-Yo opino exactamente lo contrario -digo- creo que hay que convencer a la gente de que devuelva las armas, que las armas en manos de civiles son un peligro, en primer lugar para ellos mismos.

-Y lo son hasta por razones prácticas -aclara Abel- porque si un ladrón te ve armado te mata en el acto. Y tampoco hay que olvidar lo que pasó cuando el dueño de casa confundió al ladrón con su hijo y le pegó un tiro.

-Esas son anécdotas -exclama Marcial- que no responden a la pregunta fundamental.

-¿Y se puede saber cuál es esa pregunta?

-¿Tenemos derecho a defendernos o no?

-Para eso están las leyes y la policía -responde Abel.

-Y cuando las leyes no se aplican y la policía no interviene, llega tarde o se pasa al bando de los ladrones, ¿qué hacemos?

-La solución no es armarse -insisto.

-Si esa no es la solución, decime cual es. Salvo que creas que debemos dejarnos matar en nombre de un principio que los que lo deberían hacer cumplir no cumplen.

-Si se redujera el armamento, en los Estados Unidos habría menos crímenes.

-No comparto -afirma Marcial-, en Noruega no hay armas, la calidad de vida es una de las mejores del mundo y ello no impidió que un tarado fuera a una isla e hiciera una carnicería. En Newtown, no hay armas, la gente es pacífica, y pasó lo que pasó.

-No hay manera de impedir eso, no hay manera de parar a un loco -sostengo.

-Si la hay -responde Marcial.

-¿Cómo? pregunta Abel.

-Con plomo. Si en la isla de Noruega hubiera habido alguien armado, seguramente no habría habido tantos muertos. Y si en la escuela de Newtown hubiera habido un profesor armado, una maestra armada, seguramente no habría corrido tanta sangre porque al loquito lo hubieran bajado de un tiro en el acto. Lo que quiero decir es que a los asesinos se los para con plomo, no con lindas palabras, pero para ello hace falta gente armada decidida a defenderse y con buena puntería .

-Lo tuyo me parece un sofisma medio perverso -me enojo-, creo que lo que diferencia a los pueblos civilizados de los bárbaros es el cumplimiento de la ley y la resolución pacífica de los conflictos. Lo demás es barbarie, el retorno a la Edad de Piedra.

-Yo estoy con la ley, el Estado de derecho y la solución pacífica de los conflictos, pero creo que esas reglas valen para los que las aceptan, no para los asesinos, los degenerados, los psicópatas. Pretender incorporarlos a ese juego, es meter el lobo en el corral de las ovejas. El lobo, esta semana, se llamó Adam Lanza; entró a la escuela y perpetró una masacre. ¿De qué Estado de derecho se puede hablar en estos casos? ¿quién puede tener cara para enfrentarse a los padres de esos chicos y decirles que tienen que creer en las leyes y desarmase mientras los asesinos siguen armados?

-¿Y vos no creés en la ley? pregunta José.

-Yo creo en la ley, pero en la ley con mayúsculas; una ley que debe aplicarse esté o no escrita.

-La ley que vos defendés es la que dice “ojo por ojo, diente por diente”.

-No me parece una mala ley -contesta Marcial.

-Estás cada vez más aprecido a Quito -enfatiza Abel.

-Pero por razones distintas y con mejores argumentos.

-Vos estás hablando en joda -le dice José.

-Piensen un poco que no les va hacer mal -responde Marcial con tono flemático-, si acá el problema es que al que le cortan una pierna lo resarcen con un pellizco en la oreja. Ojalá se cumpliera la ley del Talión, porque entonces estaríamos mucho mejor. La ley del Talión -dice, y nos hace señas con la mano para que no hablemos todos juntos- es una ley que pondera el equilibrio, por lo tanto es una ley justa. Antes de ella, era el reino de la desmesura.

-Yo te pido que pienses en las consecuencias de tus palabras -le digo- ¿adónde iríamos a parar en una sociedad donde todos estemos armados, donde el instinto de muerte esté dando vueltas y siempre haya un arma a mano para saciarlo. No sería una sociedad de ciudadanos sino de francotiradores.

-Yo pregunto al revés: ¿Adónde vamos a parar en una sociedad donde los asesinos están armados y las víctimas indefensas?

-Lo tuyo me hace acordar a John Wayne y Charlton Heston -compara Abel.

-No son malos ejemplos -contesta Marcial.

-No comparto -digo.