Acerca de la violencia virtual y la agresión a distancia en las redes sociales

Una catarsis sin cuerpo

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La explosión de Twitter, Facebook y otras redes afines ha facilitado un intercambio masivo en tiempo real que en ciertos casos está caracterizado por la violencia de los mensajes. Fotos: Archivo El Litoral

Estanislao Giménez Corte

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De tan ostensible es ocioso repetirlo: todas las cosas van hacia la red. Despojadas de su materialidad, inoculados en sus naturalezas sutiles cambios, allá van los recuerdos de un viaje, los gestos de expresión, los libros, los mapas, los antepasados, la música, el diálogo, el cine. Unas veces para adquirir nuevos sentidos y usos, otras para ser devorados, en esa suerte de abducción de lo material por lo virtual, es empresa imposible mensurar las consecuencias de lo que vivimos. Otro mundo, a imitación del físico pero muy otro, se ha creado más allá de las pantallas e hipnóticamente nos llama, nos convoca, nos seduce.

Nosotros, claro, vamos con las cosas. Vamos hacia ese norte sin lugar que nos engulle. Vamos como espectros, como zombies. Vamos porque hay que ir, por curiosidad, por imitación, por reflejo. Vamos porque es un espacio de maravillosa participación. Vamos por el imperio de las cosas. Vamos porque es una revolución. Vamos porque allí se abren posibilidades inimaginables.

Allá vamos, a escanear ese flujo en tecnicolor (perdón por el arcaísmo). A meter el dedo en esa danza de píxeles y palabras que nos abruman. A ver el caleidoscopio, el arcoiris, el mundo que se va tragando al mundo. Vamos a ver qué hay allí, en ese todo, para nosotros.

Todo migra a la web -el ágora, la biblioteca infinita, la enciclopedia-. Allí nada es real pero ella sí es muy real. Todo en ella es un poco más leve, más dócil, carece de los pesados y lentos inconvenientes de la materialidad física. Las cosas se resuelven o se interrumpen o se dicen sin la mediación de un cuerpo próximo, para bien y para mal, sin incómodos silencios, rictus a desentrañar, tardanzas. Sí, pero todo se da en ese fino límite en que la actividad virtual redunda en consecuencias reales: en una suerte de juego desarrollado en una frontera ambigua: como un juego cuyos resultados pueden ser catastróficos. Todo va hacia allá: la política, los negocios, la publicidad, el periodismo (o lo que queda de él), los rumores de café, la pornografía, la televisión. Y, por supuesto, la violencia.

Entrar para maldecir

Si tuviéramos que decidir qué fenómenos observamos en la red de redes en la Argentina, y asumiéndonos como sujetos analógicos, pertenecientes a un mundo que ha sido reemplazado por el arrebato de un universo paralelo de interfases accesibles ¿no diríamos acaso que uno de los fenómenos más definidos de esa red de redes es, hoy, la violencia?.

Una violencia larvada, latente. Ideológica a veces, un poco clasista las otras. Una violencia existencial pero en muchos casos injustificada. Una violencia racista, anónima, cobarde, que se expande desde nombres de fantasía y que se apropia, como un virus, de cientos de miles de páginas, todos los días, todo el tiempo. Una violencia que atraviesa la red y que, especulamos, se ha transformado, insólitamente, en uno de sus rasgos distintivos. Decimos insólitamente porque aparece, en pequeños formatos, en textos breves, aún en la más de las ingenuas noticias, posts, tweets, mensajes. Una violencia cuya señal distintiva son los comentarios al pie de nota. Que aparece al margen, en los laterales, como una anotación en los blancos de un libro; en tal cantidad, que su trascendencia ha dejado de ser la de la manifestación de un sujeto nervioso para pasar a ser una modalidad colectiva y anónima que decide agredirse a la distancia.

Una violencia que aparece como un rasgo de los usuarios ante cualquier tema tratado de cualquier manera y se “viraliza” (término de costumbre al uso). Como si no hubiera temas sensibles a los internautas (este término también parece arcaico ¿no?), sino que una de las condiciones o rasgos distintivos de los “navegantes” sea manifestarse enojadamente, con formas lacerantes, ante cualquier cosa, porque sí.

Una violencia que desde los accesos a comentarios tiñe el resto de la lectura y que sobresale entre tantos usos. Una violencia que imperceptiblemente invade la web y termina por definirla (un poco, al menos). Una violencia que nos hace preguntarnos ¿por qué?.

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Un deslizamiento

Esa violencia corre a menudo el foco de las cosas. Modifica el centro de atención de una página cualquiera y desliza la lectura del cuerpo del texto a los comentarios. Esa violencia verbal, virtual, anónima (aunque no siempre es anónima) ¿no es real, al mismo tiempo?. Cualquiera puede hacer un pequeño trabajo de campo: fíjese, a cada pie de nota, en los comentarios que los portales ofrecen a sus seguidores, cómo regularmente estalla la compulsa, sin motivo aparente. Allí, con escandalosa regularidad, usuarios y lectores maldicen al periodista o al medio; lectores discuten entre sí en términos escatológicos; unos y otros pueblan de insultos al protagonista de la noticia, muchas veces sin haberse tomado el trabajo de leer el texto o conocer mínimamente la materia en cuestión. Así, acusaciones, conspiraciones, traiciones, toman el texto y lo reducen a polvo: una pequeña mecha enciende la carrera discursiva. Así, un texto de 2.000 caracteres amerita 800 mensajes de insólita pesadez, resentimiento, odios viscerales o no tanto. No tanto, decimos, porque de alguna forma la propia facilidad del sistema “facilita” el comentario agresivo.

No hay discusión, de hecho: hay un crescendo de violencia que no lleva a ningún lado, que carece de sentido o de causas, y que tiene como manifestación más evidente la necesidad del sujeto de expresar su carga, porque es gratis, sencillo, y nada “se pone” allí. Esa levedad, esa facilidad para la agresión, esa sinrazón del agresor, parece ir construyendo una forma de usar las redes.

A veces, la propia entidad del texto es demolida por acusaciones, sugestiones, maldades lisas y llanas, insultos de todo tipo y calibre, mención de conspiraciones, intereses y corruptelas varias. Por supuesto, una manera de neutralizarlo sería sencillamente no leer los mensajes, o considerarlos sólo como lo que son, en muchos casos, arrebatos e impulsos de personas que, por un oscuro motivo, tienen la necesidad de enfrentarse a la distancia, anónimamente, es decir, desde un lugar de extraordinaria comodidad, con otros que, igualmente distantes, anónimos y cómodos, entran en batallas discursivas. Como si se tratara de una catarsis a medio concretar. Como quien arroja un objeto desde la multitud. Una catarsis sin poner el cuerpo. Una catarsis sin cuerpo.

La radicalización o el colmo de este cuasi fenómeno se ha visto en tiempos recientes: gentes que desean la muerte de un político enfermo, o que celebran esa posibilidad; personas cuyo único interés es proferir barbaridades contra, por ejemplo, la presidente; amenazas de todo tipo, declaraciones que nadie en su sano juicio haría contra otra persona, en una situación física de encuentro. Burlas a personas enfermas o víctimas de accidentes, etc. Ni humor, ni transgresión, insistimos, lisa y llanamente, una violencia verbal sin sentido.

Del anonimato

A fines del siglo XIX, incipientes estudios de psicología enfatizaron el estudio de ciertos fenómenos colectivos caracterizados bajo los términos de muchedumbre, multitud, masa. Una biblioteca completa podría formarse con las derivaciones de los aportes a la ciencia social de los De Tarde, los Le Bon, los Freud. Alguno sostenía que el sujeto en situación “colectiva”, en ocasiones “cede” su individualidad y que, merced a un fenómeno de contagio, podría caer en situaciones, por ejemplo de violencia, impensadas para su cotidianidad fuera de esa coyuntura. El sujeto, se decía, es arrastrado por los otros a hacer cosas que no haría individualmente. En la red podemos encontrar huellas de esto. Muchos sitios web tienen filtros para anular los mensajes que porten insultos. El problema es que la violencia más dolorosa no necesariamente utiliza términos censurados.

Todo se arrastra hacia la web. Las facilidades del intercambio. La demolición de las fronteras. Una otra industria cultural que ha destruido a las discográficas. La muerte de la TV, quizás. Todo va hacia allá. Y, también, una sudorosa, una terrible, una pesada, una muy humana y física, una espantosamente real y tangible violencia.


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