Heroínas de un tiempo que ya pasó

En el marco del Día Internacional de la Mujer, que se celebró ayer, la autora rescata dos fragmentos de la historia que tienen como protagonistas a dos singulares referentes del género: Doña Martina y la Pancha.

TEXTO. ZUNILDA CERESOLE DE ESPINACO.

Heroínas de un tiempo que ya pasó
 

En la época colonial había una copla referida a las mujeres que decía: “Nosotras solo sabemos/oir la misa y rezar,/componer nuestros vestidos/y zurcir y remendar”. Pero algunos acontecimientos demostraron que, por imperio de las circunstancias, las mujeres eran capaces de cumplir roles que no fueran únicamente los domésticos.

Las páginas de la historia así lo consignan y, como argentinos, es bueno conocerlo.

LA ASTUTA Y VALIENTE MARTINA

Un rasgo innegable de la defensa popular durante la segunda invasión de los ingleses a Buenos Aires en 1807 es la insigne proeza de una criolla, Doña Martina Céspedes, quien sumó su participación activa a muchos hechos de defensa que protagonizó la población y demostró que un pueblo no está subyugado mientras su alma no esté sumisa.

Doña Martina, mujer de pueblo, quien vivía con sus tres hijas, no abandonó su casa durante el asalto a la ciudad el 5 de julio, dispuesta a defenderla.

Iniciado esa mañana el tiroteo por el barrio de San Telmo, un grupo de ingleses avanzaba; de tanto en tanto se detenían a beber en las pulperías que habían sido abandonadas por sus dueños y encontraban desiertas a su paso. Muchos quedaban rezagados por el efecto del alcohol.

Un grupo de doce hormigas coloradas, como les llamaban los locales, llegó a la casa portando fusiles y bayonetas....

Pidieron a coro y con voz aguardentosa algún licor para calmar la sed. La dueña de casa entreabrió el cuarto superior de la hoja de la puerta y con voz zalamera les dijo que les iba a dar aguardiente, mucho aguardiente, todo el que quisieran. Pero como el espacio era reducido los harían entrar uno a uno, cuando sus hijas les hicieran una seña.

Los ingleses, arrobados por la belleza de las jóvenes, obedecieron y pese a la borrachera que tenían no hicieron ni un insignificante desmán.

Al poco tiempo los doce soldados, habiendo traspuesto esa puerta, signaron su destino.

En tanto esto ocurría, el ejército inglés fue derrotado en toda la línea y firmó una capitulación.

El día posterior, Liniers se encontraba en el salón del fuerte, escuchando una catarata de felicitaciones y plácemes por la victoria obtenida sobre el invasor cuando, de entre el grupo que concurría a la audiencia popular de esa fecha, salió imprevistamente Dña. Martina Céspedes quien, cuadrándose marcialmente ante el virrey, dijo que quería hacerle notar que el total de prisioneros que figuraba publicado no era correcto.

Sorprendido, al igual que todos los presentes, él le preguntó cómo lo sabía.

Entonces, ella le respondió en forma convincente que decía la verdad porque en su casa, bajo una custodia segura, tenía doce prisioneros con sus correspondientes fusiles y municiones.

Acto seguido contó cómo, valiéndose de astucia, los había hecho pasar uno a uno por las distintas habitaciones y les sirvió con generosidad bebidas. En cuanto cada uno estuvo tan borracho que era incapaz de defenderse, se los ató y dejó encerrados en la habitación, y se les quitó el arma. Colaboraron en cada ocasión sus tres hijas.

Entusiasmado ante el relato, el virrey exclamó: “buen golpe, buena presa”. Luego, expresó que de inmediato daría la orden para que los prisioneros fueran traídos al cuartel. Y dijo a la mujer que desde ese día, por su heroico accionar, quedaba reconocida en el ejército con el grado de sargento mayor, goce de sueldo y uso de uniforme.

Martina agradeció e inmediatamente le expresó que debía pedirle una gracia. Intrigado, Liniers le preguntó cuál era.

Contestó la mujer que sólo podía entregar once ingleses porque al otro lo quería su hija Pepa para casarse, y que tenía derecho porque había sido vencido por ella.

Respondió Liniers que los ingleses, además de ser herejes, debían volver a su país como se había arreglado en la capitulación.

“Ya está previsto el caso”, contestó Martina. Explicó que uno pedía pasar por muerto y el elegido ya había manifestado el deseo de quedarse en donde lo rindieron. Con respecto a la herejía, su hija le había asegurado que en poco tiempo ella se encargaría de hacérsela perder.

Más tarde los once ingleses volvían para ingresar al grupo de prisioneros cuyas banderas lucían los negros crespones de la derrota.

Desde aquel momento, Doña Martina Céspedes se convirtió en una figura popular en Buenos Aires, orgullosa de su grado militar acudía a cuanta festividad cívica o religiosa hubiera, luciendo el uniforme tan bien ganado por merecimiento propio.

LA PANCHA, UNA MUJER DE TEMPLE EXTRAORDINARIO

En época de la lucha por la independencia, el 9 de febrero de 1819 estalló la sublevación de los prisioneros realistas confinados en San Luis. El Gral. San Martín se encontraba en Chile ultimando detalles para la gran empresa libertadora que debía continuar en Perú.

Los conjurados, que no pasaban de 40, asaltaron a una hora previamente determinada la casa del teniente gobernador Vicente Dupuy, el cuartel de milicias y la cárcel.

Los patriotas dieron el grito de alarma convocando al pueblo a tomar las armas; entonces, la Pancha corrió al lado de su marido y con furia iirrefrenable se lanzó sobre los enemigos de los cuales algunos fueron muertos y oros recapturados merced a la actitud del pueblo sanluiseño y a quienes los dirigían, destacándose el Cnel. Juan Pascual Pringles.

Dionisio Hernández se incorporó al regimiento de Granaderos y su esposa, la Pancha, lo siguió y levantó un rancho en las proximidades del campamento.

Cuando la milicia partió hacia la guerra, detrás del regimiento y a la cabeza de los troperos que conducían tanto las cargas como al ganado, se vio a la Pancha montada airosamente, luciendo su trenza negra como el ébano y brillante como el azabache, que contrastaba con un pañolón de vivo color rojo.

Una vez que se llegó a Chile, el regimiento de granaderos a caballo se incorporó al Ejército Libertador en Rancagua.

En tanto, se acercaba el plazo para zarpar de Valparaíso para llegar por vía marítima al Perú. La Pancha cavilaba y cavilaba sobre su destino; la aterraba la idea de quedarse sola en tierra extranjera y permanecer tan lejos de su amado Dionisio.

Se le ocurrió incorporarse al regimiento para luchar como cualquier granadera; era una idea disparatada ya que San Martín no quería mujeres en sus huestes.

Por extraño que parezca, el general, tal vez conmovido por la vehemencia puesta en el pedido y el ferviente patriotismo de la puntana, accedió a su deseo.

Con la alegría repicando como campanadas en su corazón, ella cortó sus hermosas trenzas, vistió el uniforme y ciño a su cintura el sable de granadero para embarcarse como un miliciano más.

Luego del desembarco en Pisco, y de la exitosa campaña de la Sierra realizada por el regimiento, asistió a la entrada triunfal en Lima con el orgullo de haber contribuído a la cruzada libertadora.

Para terminar la campaña, el Gral. San Martín dispuso una expedición a puertos intermedios que se embarcó a fines de 1822. A principios del año siguiente estaba en Torata, a la vista del enemigo. Comenzó un combate cruento; los realistas recibieron refuerzos y los patriotas debieron retirarse a Moquegua sufriendo grandes pérdidas y con las municiones agotadas.

De ahí en más comenzó un derrotero siniestro. La Pancha, en toda oportunidad luchó con fiereza y valentía junto a su marido; los enemigos los persiguieron por cinco leguas que recorrieron a pie, cansados y torturados por la sed que inmisericorde secaba sus bocas aumentando el sufrimiento.

La Pancha cuidó a su marido herido, vendándole la parte afectada; lo condujo del brazo ayudándolo a caminar por la arena hasta que llegaron a orillas del mar donde el hombre cayó exhausto. Ahuecando una mano, recogió agua del mar y refrescó la frente del esposo, que ardía de fiebre.

Antes de llegar hasta Itaca, lugar de su definitiva salvación, la negra estrella de la desventura volcó sus rayos fatídicos sobre el contingente, la fragata “Trujillana” y el bergantín “Dardo” los recogieron, pero ambas naves naufragaron. Se salvaron los que nadaron hasta la costa, entre ellos los protagonistas de este gran romance.

Hubieran muerto todos vagando sin rumbo y sin provisiones si no fuera que el heroico Brandsen mandó en su ayuda barriles de agua, comida y caballos.

Llegaron a Pisco con el alma dolida por el inacabable pesar en que los sumergió esa campaña infausta.

Triste destino fue el de la Pancha, pagó un precio muy alto por su amor y su lealtad, la hermosa mujer llegó a Lima envejecido y mortalmente enferma y allí se perdió el rastro de esta mujer que aunó un amor apasionado con el sentimiento de abnegación por la patria.

Doña Martina, mujer de pueblo, quien vivía con sus tres hijas, no abandonó su casa durante el asalto a la ciudad el 5 de julio, dispuesta a defenderla.

Cuando la milicia partió hacia la guerra, se vio a la Pancha montada airosamente, luciendo su trenza negra como el ébano y brillante como el azabache.