Entrevista a Enrique Medina

Viaje a lo prohibido

Por Augusto Munaro

La nueva novela de Enrique Medina, El jardín de Anías (Galerna), no sólo vuelve a ubicar a su autor como uno de los más destacados de su generación, sino que continúa explorando aquella zona tan cara a su estilo: la prosa cruda, sin concesiones, ajena a todo fácil efectismo. El lenguaje propio de un tenaz provocador.

En esta novela despiadada que protagoniza Eustaquio Anías, un periodista de espectáculos que ama su jardín, sus esculturas, sus muñecas y sus perros, vive una de las historias más extremas posibles, en la cual hay también lugar para el despliegue sádico de las relaciones del despotismo y la sumisión del deseo; dos elementos claves de su autor.

Obra mayúscula dentro del ya mítico cuerpo narrativo del autor de Las tumbas.

—¿Qué lo impulsó a escribir “El jardín de Anías”?

—Fue escribiéndose de casualidad. Moriré con tres carencias: 1) no ver mis libros en las vidrieras del Ateneo de Florida y Sarmiento, 2) no tener una casa con jardín, 3) no tener una mujer de pelo hasta los tobillos que me cebe mate mientras descanso en una silla de viaje en dicho jardín. Vista la realidad, me propuse subliminar en una página mi soñado jardín. El jardín creció desmesuradamente, salvaje. Eran muchas páginas que necesitaban con urgencia un jardinero que impusiera orden. Entonces puse a Anías a cuidarlo. Y Anías lo cuidó, a su modo. Literariamente, a esto se le llama exorcizar fantasmas. Y se da cuando el personaje que originariamente tuvo una misión simple y limitada, se rebela y exige otros comportamientos. Sobreviene una lucha interna entre el protagonista y el autor, mientras la novela crece. Cuando el autor recibe un gancho al hígado y un directo a la cabeza y se siente conmovido, tiene dos opciones: 1) trabar, ó 2) dar un paso atrás y echarle una mirada al reloj para calibrar las posibilidades de recupero, y salir en el próximo round con la decisión de rescindir la novela, tachar el personaje, y exigir un nuevo combate con nuevos árbitros. En el caso que nos ocupa, el autor, quizás por experiencias pasadas, quizás por una recurrencia insondable, quizás por una imperiosa necesidad de bucear lo que no reditúa bien y en cambio contamina mal, actuó con el capricho del boxeador que responde con torpeza, en pie, dirimiendo el poder, golpe a golpe, recibiendo más de lo que da. Un golpe de suerte puede hacer que la pelea termine en cuento o relato. En este caso llegó a los 12 rounds y terminó en novela. Los contrincantes, algo groguis y sangrando, por llegar al final creen que han ganado la pelea. El referí los llama al centro del ring para levantar el puño ganador. ¿Triunfo, empate? El público-lector del ring-side y el de la popular, deciden.

—Se trata de una novela negra, pero también de un thriller policial...

—Así es, sigue la línea de muchos de mis relatos y especialmente de El Duke y El Escritor, El Amor y la Muerte (la masacre cometida por el odontólogo de La Plata). Es una de las novelas que más me costó escribir, que más correcciones tuvo, y que más quiero. Creo que está lograda la metáfora cruel con la realidad que circunda a los personajes. Anías existe y está entre nosotros; destruye y aplaudimos. Es la vida que los pueblos deciden vivir. Si uno hilara fino se daría cuenta de que, con plena evidencia, la realidad supera la ficción. El Jardín de Anías es una ficción que intenta alcanzar la realidad. Es un laberinto que el lector aceptará, si es que sabe por donde hallar la salida. O negará, si teme auscultarse. Un crítico me ha dicho que Anías es el símbolo del destrato que recibimos a diario. Nunca se percibió en el aire tanto odio, tanta mentira, tanta infamia, tanta prepotencia, tanta arrogancia y, fundamentalmente, tanto miedo; pero jugamos a hacernos los distraídos. Anías, aparentando ser convencional, simboliza todo ese negativismo destructor.

—Eustaquio Anías, es un personaje de gran complejidad. ¿Cómo pensó y estructuró la profundidad de su personalidad?

—Como dije al principio, fue creciendo, de a poco. En algún momento creí que se quedaría en relato. Pero fueron apareciendo detalles, complementos que iban ensanchando su continente. Creció, y se impuso. Anías está vivo, camina a nuestro lado y manda sin que lo veamos. Algunos, pocos, sí pueden verlo. En realidad el procedimiento para novelar, en mi caso, siempre es el mismo: enfrentarme con un hecho que me impacta, y meterme en el barullo. Así pasó con Las Tumbas, con Año Nuevo en Nueva York, con Gatica, El Último Argentino. Me envanezco y pienso que la vida me exige un desafío, me la creo, y arremeto contra los molinos de viento. A veces bien, a veces mal. En mi caso, considero que la novela es el personaje, siempre. Cuando uno recuerda una novela es porque hubo un protagonista que nos llegó, para bien o para mal.

—Es interesante que en sus novelas se entretejan diferentes registros y géneros. Pienso particularmente en la adhesión de fotografías, cartas o técnicas parecidas en cierta medida al cut-up. ¿Puede comentar esta mezcla genérica?

—Desde chiquito fui un lector fanático. Mis ex compañeros de tumbas, cuando me encuentran de tanto en tanto, me reprochan no haberme dedicado al fútbol, donde me hubiera ido mucho mejor. Puede ser. Pero a los 10 años dejé las historietas para leer las novelitas policiales y las de cowboy, y a los 12 me puse más pretencioso hasta que topé con Céline y su Viaje al Fin de la Noche, y ahí entendí que yo sería escritor. Primero me entretuve en otras actividades como la pintura, el teatro y el cine, pero al final sacudí las riendas y, desde entonces, los caballos se han negado a detener el carruaje. Las viejas novelitas venían con dibujitos. Yo tengo imágenes que el cine me incrustó en la mente. Siempre quise publicar mis textos con imágenes. Creo que un libro puede concebirse como un diario, donde hay de todo. Yo creo con esa libertad. En libros anteriores a la última edición de Las Tumbas, yo ya había puesto alguna que otra ilustración. Pero en aquél entonces, poner una ilustración encarecía el libro. Al menos es lo que me decían los editores. Incluso yo quise editar Strip-Tease con ilustraciones y un CD con la música de esos ambientes, pero no se pudo (espero encontrar algún editor que se anime). Ahora, gracias al adelanto tecnológico, ya no es caro y uno puede hacer dos novelas o relatos al mismo tiempo, uno con el texto y otro con las ilustraciones. En Gatica pude hacerlo por primera vez de manera decidida. Puse no sólo fotos de él, sino de la época: afiches publicitarios, de cine, personajes famosos, noticias políticas, etc. ¡Hasta una nota en la que se hacían competencias deportivas en el Riachuelo! El mismo Riachuelo en donde hoy se puede caminar sin mojarse la suela de los zapatos, tanta es la porquería que lo ha endurecido hasta el asco. Lo mismo hice en Las Tumbas, y la respuesta de la gente ha sido muy positiva. Los puristas niegan esta mezcla que hago, porque le temen al dicho que una foto vale más que mil palabras. Yo no le temo a las fotos, me les animo, y creo que a veces les gano. Las fotos me sirven para hacer una narración paralela ilustrada, y para agilizar la lectura del texto. Pero esta mezcla se incrementa en mi próxima novela La Yegua, donde, ilustrativamente, le hago un homenaje a los escritores que me enriquecieron y con los cuales, a través de sus libros, pude tener diálogos que aún llevo en mi corazón. Además de fotos, dentro de la misma novela, se integran textos dispersos y ensayísticos que, de alguna manera recuperan, para mí, un modo de lectura caótico con el que me formé: yo leía al mismo tiempo una novela, un libro de ensayo, uno de poesía y lo que me cayera. Tenía espacios del día destinado a cada libro, cuando viajaba al trabajo leía novela, los ensayos o memorias en la cama antes de dormir, y así... Quizás en mis textos actuales haya aquella influencia del cortar y pegar que recibí de Burroughs al leer sus libros.

—Detengámonos en su estilo narrativo, me refiero al ritmo por el cual está articulada la historia. ¿Cómo trabaja la respiración de su prosa?

—Siempre tuve en cuenta el ritmo. Céline habla muchísimo de su creación: “la emoción en el ritmo”, “el truco”, dice él. Leer poesía me ha ayudado a cuidar los tempos, la densidad, mi densidad, la articulación de lo narrativo con lo coloquial, detenerme, cambiar de carril, volver, distraer, descender y subir sin avisar, retomar hasta concluir. En un tiempo cuidaba esto hasta con una regla de calcular, hoy creo que ya tengo el método internalizado. Mujica Lainez me aconsejaba que no me controlara tanto porque eso mataba la libertad y la espontaneidad. Él escribía a mano y de un tirón, casi sin corregir. Saber leer es importante, porque uno aprende a pausar como es debido. Hay gente que no sabe leer. Uno escucha a gente leyendo por radio y es para morirse; o no respetan las pausas, o el que redactó no las puso. Quien sea el equivocado no es más que un ejemplo de la degradación que vamos sufriendo en todas las escalas que uno mire. Proust es un ejemplo tácito con sus largas, larguísimas frases, en esto de la “respiración en la prosa”. Una maravilla de sintaxis pausada genialmente. Siempre me intrigó su estilo, ese manejo magistral de la frase, de la oración que narra. Y cuando me enteré que el pobre era asmático, ahí encontré el porqué. Esas largas frases, ese largo aliento, ese esfuerzo sostenido para alargar la oración, para mí, no es otra cosa que su defensa, su medicina. Su “no te des por vencido ni aún vencido”. Con ese estilo él creía vencer al asma. Puede parecer una conclusión descabellada, pero a mí me sirve. Ergo: trabajo la respiración de mi prosa en función de lo que considero necesario, es decir, si hay que ser ligero para no aburrir, apunto lo que corresponde y sigo, y cuando considero un fragmento como importante, me detengo.

Viaje a lo prohibido

Enrique Medina. Foto: María Poumier.

... A los 10 años dejé las historietas para leer las novelitas policiales y las de cowboy, y a los 12 me puse más pretencioso hasta que me topé con Céline y su Viaje al Fin de la Noche, y ahí entendí que yo sería escritor.

Viaje a lo prohibido

El célebre autor de “Las tumbas”. Foto: Annabel Medina

... Me propuse subliminar en una página mi soñado jardín. El jardín creció desmesuradamente, salvaje. Eran muchas páginas que necesitaban con urgencia un jardinero que impusiera orden.