al margen de la crónica

terror en bocados

Una de las catadoras oficiales de la comida de Adolf Hitler, Margot Wölk, aprendió con el tiempo a disfrutar de nuevo de la comida y sólo ahora, a sus 95 años, se atreve a recordar públicamente el miedo constante que sintió durante dos años y medio al pensar que cualquier bocado podía ser el último.

La mujer fue reclutada a los 24 años por las SS nada más instalarse en casa de su suegra. Había huido del apartamento de su familia, destrozado por las bombas, para aterrizar, desafortunadamente, a sólo dos kilómetros y medio de la localidad donde el “Führer” había instalado su cuartel general.

Cada día, a las ocho de la mañana, la mujer era recogida por los esbirros del “Führer” de casa de su suegra y trasladada junto a otras jóvenes a unas barracas en la que varios cocineros preparaban la comida para el cuartel general.

El personal de servicio traía bandejas y fuentes con verdura, salsas, pasta y frutas exóticas que debían ser catadas por las muchachas y Wölk se veía obligada cada día a poner su vida en juego por un hombre al que detestaba profundamente.

No obstante, la mujer jamás pensó en huir, pues no tenía adónde: el apartamento familiar en Berlín había quedado dañado por las bombas aliadas, su marido Karl estaba en el frente y desde hacía dos años no tenía noticias de él, por lo que le daba por muerto.

Con el atentado del 20 de julio de 1944, los nazis extremaron las medidas de seguridad en torno al cuartel general y las catadoras fueron obligadas a abandonar sus casas e instalarse en una escuela vacía en las proximidades de la Wolfsschanze.

Cuando el Ejército Rojo se encontraba a pocos kilómetros del cuartel general de Hitler, un teniente la sentó en un tren rumbo a Berlín y le salvó la vida.

“Estaba tan desesperada. Ya no quería vivir”, susurra la anciana, quien recuperó las ganas de vivir recién en 1946 cuando se reencontró con su marido Karl, con quien compartió a partir de entonces 34 bonitos años.