El chisme como relato

  • “El chisme es, ante todo, relato transmitido. Se cuenta algo de alguien, y ese relato se transmite porque es excepcional el alguien o el algo: puede concebirse que se cuente una trivialidad de un alguien prestigioso, o un algo insólito de un sujeto oscuro; difícilmente, una trivialidad de un desconocido, y no es frecuente que coincidan personaje y proeza”. Así escribe Edgardo Cozarinsky en la introducción a “Nuevo museo del chisme”, que acaba de editar La Bestia Equilátera, y del que transcribimos a continuación algunas perlas.

Por Edgardo Cozarinsky

Adolfo Bioy Casares solía recordar las muertes por gula que habían coronado la vida de algunos intelectuales. En la Argentina, el historiador Carlos Alberto Erro falleció después de haber vaciado en medio de la noche el contenido de su heladera y el profesor de Filosofía Francisco Romero, después de haber ingerido el asado organizado en su honor por un grupo de intelectuales uruguayos. Entre las “últimas palabras” menos prestigiosas que registra la historia, mencionaba las pronunciadas por el gran poeta católico Paul Claudel: “¿Qué opina, doctor? ¿Habrá sido el salchichón?”.

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“Me contó Gisèle Freund que, cuando Victoria Ocampo recibió en su casa de Buenos Aires, a pan y mantel, a Roger Caillois, le ordenó que se bañara todos los días. Un día la criada se descuidó, abrió el baño, y descubrió que Caillois, sentado junto a la bañera y leyendo un libro, hacía ruido agitando el agua con una mano para hacer creer que se bañaba”.

(Alfonso Reyes).

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En una fecha que ya nadie podrá precisar, llegan al mismo tiempo ante la puerta giratoria de un hotel madrileño Valle Inclán y Benavente. Vacilan ante ella, inseguros de a quién corresponde la precedencia. Finalmente, Valle Inclán, impaciente, airado, pasa mascullando: “Yo no le cedo el paso a un puto”.

Benavente, sumiso, sonriente, murmura: “Yo sí...”.

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Entre 1936 y 1938, Alfonso Reyes fue embajador de México en la Argentina. Notorio ladies man, el gran escritor y erudito se enamoró apasionadamente de una actriz porteña, popularísima en el teatro de boulevard y que más tarde renovaría ese éxito en el cinematógrafo. Don Alfonso no se ocupó de ocultar la relación y aparecía a menudo en público acompañado por la burbujeante rubia. Para la diplomacia de la época, esa desaprensión era censurable y el embajador fue advertido de su imprudencia, en una conversación telefónica amistosa, por el ministro de Relaciones Exteriores de su país.

Observó la discreción pedida durante unas semanas y volvió luego a su vida habitual. Una segunda advertencia llegó muy pronto, en una carta adornada por mucho recaudo amistoso y efusivas expresiones de respeto intelectual, y encabezada por un sello que la declaraba “confidencial”; la siguió un nuevo período de recato y un nuevo regreso a la indolencia. Como en los cuentos más tradicionales, un tercer, definitivo mensaje, apuró la conclusión. Su forma habría sido la de un telegrama como sólo un presidente puede enviar a través de los servicios telegráficos normales: “La embajada o la puta. Cárdenas”.

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Sacha Guitry está acompañado en su lecho de muerte por su quinta esposa, Lana Marconi, una emprendedora y munificente rumana a la que intentó convertir en actriz. Ella le seca la transpiración de la frente afiebrada, le acaricia el pelo. Hombre de teatro hasta el fin, Sacha toma en sus manos las de su esposa y murmura: “Estas manitas, estas manitas... estas manitas que van a hurgar en mis cajones...”.

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Giorgio de Chirico y Carlo Carrà fueron exceptuados del servicio durante la Primera Guerra Mundial con un diagnóstico de “inestabilidad psicológica”.

Según el cineasta Sandro Franchina —nieto de otro pintor futurista, Gino Severini—, ambos artistas sostenían que lo habían obtenido mostrando sus cuadros a las autoridades militares.

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En Belgrado, en los años 60, solía contarse esta anécdota.

Un rey, tuerto y jorobado, encargó su retrato. El primer pintor convocado lo representó con los dos ojos bien abiertos y muy erguido. “Ése no soy yo”, dictaminó el monarca e hizo ahorcar al cortesano. El segundo pintor lo retrató tuerto y jorobado. “Ése es un monstruo”, exclamó el monarca. El artista sufrió la misma suerte que el anterior. Un tercer pintor sugirió una puesta en escena: “Majestad, me gustaría retratarlo en una de sus cacerías. Apoye un pie sobre esta piedra e incline el torso hacia adelante para sostener el fusil mientras hace puntería cerrando un ojo...”. El rey quedó plenamente satisfecho con la obra.

El comentario era: “Ese día nació el realismo socialista”.

(De “Nuevo Museo del chisme”, op. cit.)

El chisme como relato

“Crispín y Scapin” (1860), de Honoré Daumier.