el recuerdo de sus familiares

Los que se fueron con el agua

Lía Masjoan

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La historia oficial registró 23 personas que murieron durante la inundación de 2003. A 18 de sus familiares directos, el Estado les pagó subsidios como una especie de compensación por la pérdida irreparable.

Pero las organizaciones que se conformaron luego de la catástrofe cuentan 135 más (158 en total) porque incluyen a otros vecinos que fallecieron posteriormente a causa de secuelas físicas y psíquicas.

El listado fue muy discutido y controvertido. Pero al día de hoy, cada martes, la Marcha de las Antorchas prende sus velas y pide justicia gritando el nombre de 158 personas.

Los testimonios son desgarradores. Pero una década después, los familiares pueden reconstruir lo que pasó, recordar momentos dramáticos y brindar su testimonio. Antes, a las palabras les ganaba el nudo en la garganta, el llanto y la angustia .

Hoy, el duelo sigue en proceso pero sus familiares están en pie para contar lo que pasó.

roma / Así recibió Julia la noticia de la muerte de su mamá

“Está flotando en el patio”

  • A Julia Peirano la encontraron flotando, ahogada, en el patio de su casa de barrio Roma. Tenía 72 años cuando el agua la atrapó aquel 29 de abril. “En ese momento, cuando te dan la noticia, no entendés nada. Te hacés mil preguntas ¿por qué no salió? ¿por qué no la sacaron? ¿qué le pasó? ¿habrá querido treparse al tapial y se cayó? Y no encuentro respuestas para ninguna”, contó su única hija, Julia del Prete, quien diez años después se esfuerza por contener las lágrimas y calmar su agitada respiración. No es sencillo escarbar en la memoria momentos tan dolorosos.

En 2003, Julia vivía en Río Gallegos, y vio por televisión, a 3.000 kilómetros de distancia, la tragedia que asolaba a Santa Fe. Su hijo, Víctor Barrientos, vivía aquí con su abuela pero ocasionalmente estaba de visita en el sur del país. “No alcanzábamos a dimensionar lo que pasaba pero nuestra preocupación creció cuando no contestaba nuestros llamados”. Eran aproximadamente las 20, del martes 29 y habían hablado con ella por última vez ese mediodía. “Mamá no estaba asustada ni preocupada, no comentó nada”.

Alrededor de las 22.30, recibieron la triste noticia, cuando unos amigos de Víctor pudieron llegar en canoa hasta la casa de Julia, en Roque Sáenz Peña 2950: “Está flotando en el patio”, escuchó al otro lado del teléfono. “Así me enteré de la muerte de mi mamá”.

A la trágica noticia, le siguió un largo viaje para llegar a Santa Fe y los trámites para reconocer el cuerpo, velarlo y enterrarlo. Después, el impacto de ver la casa destrozada tras tener más de dos metros de agua durante 12 días. “Íbamos todos los días, llegábamos hasta la avenida, después hasta el parque y cuando entramos a la casa fue tremendo. Estaba todo dado vuelta, todo podrido... parecía un guiso de arroz. El dolor que me causó entrar a la casa donde viví hasta los 22 años y ver todo deshecho fue terrible. Creo que si mamá sobrevivía, le iba a dar un infarto”.

A 10 años de la inundación, Julia siente “una impotencia enorme y mucho dolor. Lo material se recupera pero la pérdida de la vida humana, no. Creo que no hice el duelo todavía, hay días que lloro todo el día. Con lo de La Plata tuve que dejar de mirar televisión porque era la misma foto y no podía parar de llorar”.

Julia, volvió a vivir a la provincia, pero no a la ciudad: “Ni loca vuelvo a vivir en esa casa, me mudé a Bella Italia”. Los seis años de terapia psicológica y psiquiatra no pudieron curar el terror que siente cada vez que llueve: “Empiezo a mirar para todos lados y no puedo salir de mi casa ni siquiera para ir a trabajar”. Tampoco pudo encontrar respuestas. “Siempre me pregunto si mi mamá habrá llamado o gritado pidiendo ayuda”.

Los que se fueron con el agua

Otros tiempos. Julia Peirano murió el 29 de abril de 2003. En la fotografía, tomada en el verano de 2002, se la ve junto a su bisnieta Agustina, en el mismo patio de su casa de barrio Roma donde la encontraron ahogada.

Foto: Gentileza de familiares.

chalet / Tres meses después

“Murieron de tristeza”

  • Norma Vera perdió a su papá y a su mamá casi tres meses después de la inundación. Pero está segura de que los dos murieron como consecuencia directa de ella. Incluso sus nombres se repiten cada martes en la plaza 25 de Mayo pidiendo justicia.

Gregorio Vera y Nélida Sánchez vivían juntos en una casa de barrio Chalet. El 29 de abril al mediodía, antes de que llegue el agua, su hija los fue a buscar y los llevó con ella al barrio Las Flores II. Todas sus cosas quedaron ahí, incluso su perro. Tenían 80 y 78 años, pero estaban sanos y eran muy activos.

“Todos los días me pedía que lo lleve a su casa. Nunca vio cómo había quedado todo pero estaba muy angustiado por las imágenes que veía en los noticieros”, expresó Norma.

El 14 de julio se enfermó. Estuvo internado 10 días y murió. “Él se enfermó de tristeza, en mi casa”. El corazón de Nélida no pudo resistir la pérdida de su compañero de toda la vida. Habían compartido 58 años juntos. Y a los tres días falleció de un paro. “No tenía antecedentes cardíacos. Me dolió muchísimo que mi mamá se me fuese atrás de él”.

Ninguno de los dos está reconocido oficialmente: “No busco dinero, sólo quiero justicia porque si no hubiese ocurrido la inundación, no habrían muerto así”, finalizó Norma.

Los que se fueron con el agua

Juntos hasta el final. Gregorio Vera y Nélida Sánchez, en el patio de su casa de barrio Chalet.

el recuerdo de sus familiares

barranquitas / luisa murió el 1° de mayo

“el corazón de mi abuela dijo basta”

Por Ángeles Guerrero (*)

  • Se cumplen 10 años y los fantasmas de aquel 29 de abril reviven las imágenes que no se borrarán jamás de nuestra memoria. Y es lícito que así sea, porque es lo único que nos quedó cuando bajó el agua y descubrimos que no había recuerdo que no estuviera perdido o manchado para siempre por el barro. Porque nuestras caras se habían borrado de las fotos, pero allí estaban, mirando los destrozos, sabiendo que no quedaba otra que reconstruir lo perdido. Aunque hay cosas que no se recuperan.

Mi familia, como tantas, se inundó ese mismo 29, a la una de la tarde. Es el único momento de mi vida donde las imágenes aparecen como una secuencia, sin conexión: el agua que entró como un animal enloquecido, avanzando rápido sobre el patio y las plantas; una cama que flotó en la pieza; el miedo; los hombros que me sacaron del agua; la gente preguntando adónde, cómo, qué saco ahora si no hay tiempo. Ninguna respuesta.

Luisa Ochoa, mi abuela, la portera de la escuela del barrio, me agarró de la mano y me dijo: “No llorés, acá todos estamos en la misma”. Ella ya había vivido otra inundación en su juventud: “Cruzaba Perón en canoa en el ‘63”, decía mientras el Salado mordía el cordón de la avenida. A diferencia de nosotros, sabía lo que significaba la vida después del agua, ese “empezar de nuevo”, que tanto resonó después. Buscando un lugar seco, llegamos con otros vecinos a la escuela Falucho. Desde entonces nos llamamos evacuados. Allí, se escuchaban historias de cosas que se habían perdido, de cómo había entrado el agua. A algunos les ganaba el llanto y no hablaban más. Otros iban hasta su casa en canoa, o caminando, y volvían diciendo que era imposible entrar, que seguían sin encontrar al familiar perdido. Esa noche compartimos la comida, y también la incertidumbre. Alguien propuso que recemos, y así lo hicimos, formando una ronda en una galería. A medianoche, volvieron a evacuar porque era probable que en la madrugada el edificio se inundara. No sé adónde llevaron a los demás, creo que al puerto. Mi familia y yo decidimos quedarnos.

Recuerdo como una pequeña alegría la salida del sol del 30 de abril. Sobre el patio de la escuela que me vio crecer, los rayos asomaban después de tantos días de cielo gris. Mis hermanas y mi abuela miraban el cielo, pensamos entonces que faltaba poco para volver a casa. Ya no sé si Luisa todavía tenía puesto el guardapolvo de portera, pero yo la recuerdo así. Quizás porque nunca abandonó su puesto y desde el primer momento estuvo ayudando a los vecinos a acomodarse entre colchones y ropa mojada, a hacer la comida en la olla común, a limpiar las aulas cuando ya todos se habían ido.

El jueves 1º de Mayo el corazón de mi abuela dijo basta. Desde ese día es una de los 158 víctimas que el gobierno de Reutemann nunca reconoció. Luisa y toda su vida, su ropa, sus revistas, sus fotos, sus estampitas, se fueron de nosotros en menos de 4 días. El Salado entró a nuestras casas a saldar deudas y se llevó parte de lo que éramos. Lo que ocurrió entonces fue el resultado de la corrupción y de la cobardía política de tantos años.

A la orilla postergada, al borde oeste, vino a buscarnos un río avasallado, que entró por una puerta que no habían cerrado. Desde hace diez años, esperamos las respuestas que nunca tuvimos. Porque nuestras historias se sumergieron, y del río salimos, caminando juntos, sin saber bien hacia dónde ni cómo. Así nos reconstruimos, volvimos a sonreír, a creer en la gente. Pero a medida que el tiempo pasa y el cielo blanco del martes 29 aparece más lejano, se vuelve imperioso recordar. Quizás porque mantener viva la memoria es la única forma de evitar que se apague el reclamo de justicia, que se encendió cuando el Salado volvió a su cauce.

(*) Nieta de Luisa Ochoa, quien falleció en un centro de evacuados.

Los que se fueron con el agua

Ángeles y Luisa. La niña tenía 10 años cuando se inundó su casa. Hoy cuenta cómo fueron aquellos días en que perdió a su abuela.

san lorenzo / Chuleta se durmió y se ahogó

“Escuchó en la radio que el barrio no iba a tener Problemas"

  • Omar Paulini no figura en el listado oficial. Tenía 62 años cuando sus familiares y vecinos de barrio San Lorenzo lo vieron por última vez, la mañana del 29 de abril. Chuleta, como lo llamaban todos, volvía de cirujear, caminando despacio con una caja de vino entre las manos. No hizo caso a las advertencias de que “se venía el agua” ni al ajetreo nervioso que empezaba a sentirse entre la gente, ni al hilo de agua que ya corría por las calles. Él había escuchado esa mañana en la radio que “Centenario, Chalet y San Lorenzo no iban a tener problemas”, cuenta hoy Liliana Pintos, su nuera, quien recuerda que cuando volvió le dijo que parecía que se estaba inundando Santa Rosa. Así, tranquilo, “se habrá tomado el vino, se recostó y no se dio cuenta”, pensaron luego los que lo vieron ese día.

Cuando el agua llegó, nadie se acordó de él. En la calle, reinaba la desesperación, el miedo, el desorden. Algunos corrían intentando sacar del barrio algunas pertenencias. Otros directamente subían a los techos en busca de la única protección. Eso hizo Liliana con su pareja y sus 5 hijos: “Si no, nos ahogábamos”. Una maestra fue a buscar a sus hijos más pequeños para que no pasen la noche a la intemperie, y horas más tarde, una canoa la llevó hasta General López y avenida Freyre. El desencuentro fue inevitable; la ciudad era un caos absoluto y tuvo que pedir en la radio por el paradero de sus hijos. “Los estuve buscando dos días hasta que los encontré”.

Chuleta no tuvo la misma suerte: “Unos vecinos nos contaron después que escucharon sus gritos. Pero no podíamos ir porque el agua había entrado como un remolino”, dijo Liliana, con la voz entrecortada, intentando explicar el fatídico desenlace.

Unos días después, algunos vecinos llegaron en canoa a la casa de Chuleta, en uno de los pasillos del fondo de San Lorenzo, a metros de General López y Arenales. “Lo encontraron con sus bracitos hacia arriba sosteniéndose del techo, como si hubiese intentado escapar por ahí”. Pero el cielorraso de machimbre, que había logrado colocar tiempo atrás, le impidió escapar y murió ahogado.

Victimas fatales.pdf
Los que se fueron con el agua

En San Lorenzo. Frente a la casa de Chuleta, sus familiares y vecinos recordaron los difíciles momentos vividos. En el medio, Liliana Pintos, su nuera, muestra la única foto que le quedó de él.

Mauricio Garín