La vuelta al mundo

El destino de Giulio Andreotti

Rogelio Alaniz

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“Conozco algunos secretos de Estado, pero me los llevaré al Paraíso”. La frase es una marca registrada de su estilo. Y de su fe. Cada uno puede imaginar el secreto de Estado que más le guste. Giulio Andreotti, en ese sentido, fue generoso. ¿Los negociados del aeropuerto de Fiumicino, el escándalo de Giuffré, la muerte de Aldo Moro, el asesinato del general Della Chiessa, la ejecución del periodista Pecorelli? ¿O acaso los secretos incluyen los acuerdos políticos -a veces simultáneos- con los comunistas y los neofascistas? ¿O sus entendimientos con los jefes de la mafia italiana, incluidos negocios políticos y besos en las mejillas? ¿O las históricas transacciones con los socialistas de Betino Craxi? ¿O los pormenores del mani pulite, el escándalo judicial que hizo estallar el sistema político italiano fundado después de la caída de Benito Mussolini y que en el camino puso punto final a su carrera política?

En todos y en cada uno de esos escándalos estuvo involucrado, en algunos incluso fue procesado y condenado en primera instancia. Pero en todos finalmente fue liberado de culpa y cargo. Tal vez esa sensación de impunidad, o, según se mire, de inocencia, fue lo que le permitía asegurar que su lugar después de muerto era el Paraíso. Seguramente su confianza en su destino en el más allá provenía de sus afectivas y cálidas relaciones con los últimos seis papas de la Iglesia Católica. O su misa diaria a primera hora de la mañana. O su certeza de que con errores y aciertos expresaba mejor que nadie cierta manera de ser italiano, de sentir a Italia y de defenderla antes sus enemigos o conspiradores.

Sus adversarios y enemigos, que no eran pocos, aseguran que en el Paraíso se las ingeniará para convencerlo a San Pedro de que le abra la puerta. Y no le faltarán argumentos y encanto para enredarlo a Dios en algunas de sus maniobras. No recuerdo quién fue el que dijo al conocerlo: “Tiene el candor de un Satanás de buena fe”. Ese candor, ¿era genuino o fingido? Imposible saberlo. A la hora del ejercicio del poder, la verdad o la mentira fatalmente se relativizan. Lo que sí se puede decir de él, es que en lo personal era un hombre austero, un hombre de costumbres sencillas y de gustos comunes de los cuales más de una vez se jactó, porque siempre se preocupó por identificarse y, en todo caso, representar al hombre medio italiano o, para decirlo en términos políticos, a esa Italia católica y conservadora, inevitablemente imperfecta e inevitablemente mayoritaria.

Sus biógrafos aseguran también que fue un buen marido, un marido ajustado al pie de la letra a las enseñanzas de la Iglesia Católica, aunque con su inefable ironía nunca dejaba de recordar que con su mujer, Livia Daneres, se habían conocido en un cementerio. Según los testimonios de sus cuatro hijos, fue también un buen padre, un padre que por sobre todas las cosas se preocupó para que su familia se mantuviera lo más alejada posible de los pormenores y las refriegas de la política. En la excelente entrevista que en 1975 le hizo Oriana Fallaci, se definió como un conservador, como alguien que desconfiaba de los cambios sobre todo cuando eran promovidos por socialistas y comunistas. Oriana, curtida en entrevistas con jefes políticos, guerrilleros y fanáticos religiosos, no dejó de ponderar el estilo, la inteligencia y la simpatía de ese hombre que, a pesar de su aspecto algo enfermizo y de su señorío, producía algo de miedo, un miedo que se disimulaba detrás de los buenos modales y de una lucidez asombrosa, pero que no por ello dejaba de intimidar.

Para la periodista, la conclusión fue reveladora: el poder, el verdadero poder, no necesita de modales bruscos, de arrebatos de matón, de intimidaciones innecesarias, el verdadero poder, el que merece ese nombre, concluyó Oriana, es el que se practica de manera implacable, protegido por un halo de inocencia, bondad y suave pero acerada ironía.

Oriana Fallaci no se equivocaba. Después de todo Andreotti era el hombre que ya había pronunciado sobre ese tema su definitiva sentencia, la frase que se incorporará definitivamente a la política, y que solo un italiano, formado en la tradición conservadora, educado en las intrigas de palacio y dueño de una cultura que le permitía conocer al detalle la grandeza del imperio romano, la revelación del renacimiento y la sabiduría de hombres como César y Maquiavelo, podía pronunciar: ”El poder desgasta a quien no lo tiene”.

Giulio Andreotti nació en Roma el 14 de enero de 1919 y murió en la misma ciudad el 6 de mayo de 2013. Vivió noventa y cuatro años (“Mis enemigos quieren que me muera, pero yo no tengo ninguna prisa”), de los cuales durante casi medio siglo ejerció las principales responsabilidades políticas de Italia. Su currícula es elocuente: siete veces primer ministro, además de haber ocupado alrededor de quince cargos ministeriales, aunque, para su despecho, nunca pudo ser presidente de Italia. Detalles al margen, de hecho fue el hombre fuerte de su país desde mediados de los años cincuenta, aunque cuando aún no había cumplido treinta años ya desempeñaba responsabilidades de primer nivel de la mano de sus dos grandes protectores y maestros. Alcides de Gasperi y Amintore Fanfani, éste último condenado luego al ostracismo político por el propio Andreotti.

La pasión por la política y la intriga se le despertó cuando dejaba la adolescencia. A Andreotti siempre le gustó presentarse ante sus pares y la sociedad como un resistente al fascismo, verdad que algo se relativizó cuando se supo que en tiempos de Mussolini publicaba artículos de opinión en una revista del régimen, mientras, fiel a un estilo que luego se pulirá, escribía en una de las revistas de la resistencia gracias a sus relaciones con uno de los dirigentes católicos más respetados y prestigiados de Italia: Luigi Sturzo, el fundador del Partido Popular italiano, antecedente inmediato de la Democracia Cristiana.

De Gasperi recordaba que conoció al joven Andreotti en la biblioteca del Vaticano. Seguramente el joven lo debe haber impresionado muy bien porque al poco tiempo era su mano derecha y uno de los dirigentes juveniles más reconocidos. En 1954 lo designaron ministro de Finanzas. A partir de ese momento, y hasta 1992, nunca más abandonó los cargos ministeriales.

En términos políticos, Andreotti se formó en el contexto de la caída del fascismo, la democratización de Italia y la Guerra Fría. Antifascista por razones prácticas y demócrata por convicción, siempre estimó que el lugar de Italia en aquella confrontación de bloques estaba al lado de los Estados Unidos de Norteamérica y muy cerca de Europa. Anticomunista convencido, consideró que el rol de la Democracia Cristina en Italia era el de probar que el país podía alcanzar altos niveles de prosperidad de la mano de la economía capitalista y la inspiración católica. Impedir que el Partido Comunista italiano se hiciera cargo del poder, era una tarea que lógicamente se deducía de ese contexto.

Así y todo, su anticomunismo manifiesto nunca le impidió arribar a acuerdos parciales con los comunistas. E incluso conquistar su apoyo en algunas coyunturas. Las modalidades parlamentarias del sistema político italiano daban a lugar a la práctica de un estilo político laberíntico y sinuoso, del cual Andreotti fue su mejor alumno y, luego, su máximo maestro. Fiel a su ironía, nunca dejaba de recordar que sus problemas no eran con los comunistas, algunos de los cuales eran amigos personales, sino con el comunismo, la dictadura y la injerencia de la URSS. Cuando le preguntaban si desconfiaba de sus amigos izquierdistas como Giorgio Améndola o Palmiro Togliatti, contestaba con su sonrisa más inocente que tenía la seguridad de que en caso de una revolución social en Italia “mis amigos comunistas van a ser fusilados antes que yo”. Y cuando algunos de sus correligionarios le insistía que los comunistas italianos eran democráticos contestaba: “No hay iglesia católica sin Papa, ni comunismo sin dictadura”.

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