Crónica política

La muerte de un dictador

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por Rogelio Alaniz

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Se dice que cuando a Talleyrand le informaron que Napoleón había muerto en la isla de Santa Elena, dijo con su habitual y glacial estilo: “Su muerte en su momento podría haber sido un acontecimiento; hoy es apenas una noticia”. En efecto, Francia, Europa y el mundo habían cambiado, y para esa fecha Napoleón era una noticia del pasado o un dato de la historia.

Videla no es Napoleón claro está, pero podemos admitir que si hubiera muerto en 1980, por ejemplo, su desaparición no sólo habría movilizado a las Fuerzas Armadas para rendirle honores como jefe militar y presidente, sino que esos honores hubieran sido también propiciados por un sector mayoritario de la clase dirigente.

En 2013 la soledad política de Videla era absoluta. Salvo sus familiares, un grupo reducido y marginal de militares retirados y la inefable Cecilia Pando, nadie dijo una palabra de apoyo a quien durante cinco años fuera, nos guste o no, presidente de los argentinos, el hombre que en 1976 contó con adhesiones mayoritarias y que en 1978, si hubiera tenido la astucia de convocar a elecciones aprovechando los beneficios de la plata dulce y la euforia del Mundial, apuesto doble contra sencillo que habría contado con insospechadas adhesiones populares.

En una de sus últimas declaraciones, el ex dictador dijo que Dios nunca le había soltado la mano. Si esa frase le servía de consuelo, allá él; pero lo seguro es que la que le había soltado la mano era la derecha argentina, la misma derecha que en su momento lo consideró el salvador de la patria y el hombre llamado por el destino para poner orden en un país desquiciado.

Al momento de morir, Videla era un anacronismo absoluto. Condenado por los jueces, por la política y por los hombres, se aferraba a un Dios hecho a su imagen y semejanza para eludir la soledad y las culpas, si es que alguna vez las tuvo. No sé si su muerte pertenece a Dios o a la eternidad, lo que sé es que esta muerte lo instala a Videla en la historia. Desde hacía años, desde la recuperación de la democracia y, muy en particular, desde el momento en que Alfonsín decidió sentarlo en el banquillo de los acusados, Videla empezó a ser un objeto del pasado. Hoy ya lo es de manera absoluta. Ninguno de los problemas sociales o políticos que atraviesa la Argentina en la actualidad tiene que ver con su tiempo. La cronología, en este sentido, es más implacable que cualquier decisión humana.

Cuando Videla llegó al poder en 1976, el ochenta por ciento de los argentinos no había nacido o eran niños. Hoy, una persona de cincuenta años (la misma edad que tenía Videla cuando llegó al poder) en aquel año recién iniciaba sus estudios secundarios. Los años de Videla fueron los de la Guerra Fría, las doctrinas de seguridad nacional y los mesianismos militares. Ahora tenemos otros problemas, tal vez más graves o más trágicos, pero que poco y nada tienen que ver con los dilemas que se nos presentaron hace casi cuarenta años. Les guste o no a algunos, la historia hace rato que dio vuelta la página, y los problemas, y tal vez las esperanzas, de la Argentina están en el futuro, no en el pasado.

La dictadura militar que Videla representó institucionalmente dejó su huella de sangre y muerte, y tal vez ello haya sido su absoluta y perversa originalidad. Nunca en la Argentina en nombre de Dios, del Estado y del modo de vida occidental y cristiano se mató tanto, con tanto entusiasmo y desplegando tantos recursos. Videla fue el responsable de esa decisión, pero no el único. Su dictadura, calificada por O’Donnell como burocrática-militar, encarnó un proyecto colectivo que comprometió a militares y a actores decisivos de la economía, las finanzas y la política.

Titular de la dictadura, su poder difirió del de los dictadores bananeros al estilo de Trujillo o Somoza; o de regímenes castrenses como el de Pinochet, en donde el carisma o la gravitación personal del dictador fue importante a la hora de tomar decisiones. La mediocridad de Videla, su absoluta ausencia de carisma, su liderazgo rutinario y burocrático, fueron de alguna manera un testimonio acerca del carácter colectivo de una experiencia autoritaria y criminal. Él fue nada más y nada menos que el rostro de un proyecto político que para poder realizarse incluía la masacre de miles de argentinos. La novedad en todo caso es que ese rostro taciturno, esa suerte de trágica calavera, haya probado que lo siniestro también puede adquirir una expresión circunspecta, formal, dotada incluso de ciertas intenciones de corrección política que sedujeron no sólo a los tradicionales bonetes de la derecha, sino a los encanallados dirigentes del Partido Comunista, quienes no vacilaron en traicionar ideales por un cargamento de trigo a la URSS.

Hoy miro las portadas de los diarios y me asombra la lluvia de condenas. Boudou lo califica de genocida, justamente él, el hombre que por filiación ideológica y catadura moral habría apoyado jubiloso a los jefes militares. Héctor Timerman, por su parte, parece haber olvidado que en marzo de 1976 dirigía el diario La Tarde, y que en uno de sus titulares de tapa felicitaba a los militares por la faena represiva que estaban realizando.

Bienvenidas de todos modos las condenas contra un dictador y una dictadura; pero tengo la obligación moral de decir que todo habría sido menos trágico y menos sórdido si esas condenas se hubieran emitido en su momento, cuando la dictadura era fuerte y Videla era formalmente el hombre más poderoso de la Argentina. Es verdad que con los años he aprendido a conocer las debilidades y contradicciones de la condición humana, incluidas las mías, pero convengamos que para todo hay un límite. Se puede entender, cómo no hacerlo, que en marzo de 1976 millones de argentinos aprobaron el Golpe de Estado contra un gobierno corrupto e incompetente, pero se hace más difícil entender que esa adhesión haya continuado cuando ya se sabía lo que estaba pasando en materia de terror estatal, o que para 1983 el candidato a presidente del peronismo ponderase los beneficios de la amnistía a los militares.

Es que no son las conductas del pasado las que merecen reprocharse, sino las conductas del pasado con relación a las fanfarronadas del presente. Algo anda mal, algo no encaja en términos éticos cuando personajes como Boudou, Timerman o esa otra funcionaria de la dictadura que se llama Alicia Kirchner, se atropellan para hacer declaraciones contra Videla. Algo no cierra políticamente cuando los mismos que se hicieron millonarios aprovechándose de las leyes de la dictadura de Videla, los mismos que aprobaron la amnistía de 1983 y los mismos que en los años bravos ni siquiera presentaron un habeas corpus a favor de los detenidos, pretendan luego transformarse en los paladines de una causa en la que nunca creyeron o en enemigos de un régimen al que nunca combatieron y en más de un caso apoyaron o se beneficiaron con él.

En lo personal, su muerte no me provoca alegría, y mucho menos tristeza. Como se dice en estos casos, el daño ya está hecho. Me parece bien que el gobierno haya declarado que ninguna muerte debe ser motivo de júbilo. Recuerdo que cuando en febrero de 1931 murió el dictador Uriburu, el mismo que había iniciado el ciclo de cuartelazos militares en la Argentina, Alfredo Palacios dijo en el Congreso que de su boca jamás saldría una palabra ofensiva contra el hombre al que combatió en vida. Algo retórico, como correspondía a su estilo, pero en el fondo una apreciación justa.

El dictador ha muerto y al respecto queda poco, muy poco que decir. En mi caso, a modo de epígrafe, lo despediría con algunos versos del poema de W. H. Auden, “Epitafio a un tirano”: “Una suerte de perfección era la que perseguía / y la poesía que inventaba era fácil de entender... / cuando reía venerables senadores estallaban de risa / y cuando lloraba los niños morían en las calles”.

Nunca en la Argentina en nombre de Dios, del Estado y del modo de vida occidental y cristiano se mató tanto, con tanto entusiasmo y desplegando tantos recursos. Videla fue el responsable de esa decisión, pero no el único.