Pentecostés

Un nuevo cenáculo

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El Espíritu Santo en el altar de la Basílica de San Pedro. Conjunto de Gian Lorenzo Bernini.

 

María Teresa Rearte

Aceptar lo provisional es propio de la condición humana. Y se nos hace perceptible en medio de los avatares de la existencia. Sin embargo, necesitamos buscar lo permanente, que no es lo mismo que lo estático. Somos conscientes de que la redención recorre la historia, pero no obstante estamos en la búsqueda. El hombre se ha hecho más hábil y técnico, pero no más humano, por lo que se acrecienta la necesidad de que sea más humano. La cultura inventa y construye bienes, pero le falta la necesaria cuota de humanidad que la acompañe. Caminando e indagando con entereza y coraje en esa perspectiva de la búsqueda, se comprende que ésta también encierra sus riesgos, aunque a la vez concede la posibilidad de conocer la fe en Cristo y el Evangelio, su necesidad de expansión, su potencia liberadora.

El Evangelio se difunde en una cultura, mas ésta no lo contiene ni lo agota. Tampoco lo puede aprisionar. Se busca una humanidad sencilla, pobre y abierta, a la manera de Cristo, que viviendo en el mundo no pertenecía al mundo. De algún modo el tiempo en el que vivimos es apocalíptico, en el sentido de que es como si necesitáramos hacer de nuevo muchas cosas. Esto merece ser pensado y encarado con pasión.

La vida en una organización, una comunidad, no pocas veces puede mortificarnos porque no responde a nuestro sentir. E incluso puede que ofrezca posibilidades de figuración a quienes no están genuinamente inspirados por la fe. O la busquen como instrumento de poder. Se estará corriendo el riesgo del formalismo que acota la inspiración y hasta a veces puede ser un conglomerado de gente indecisa ante el cambio. O por otro lado convertirse en un avance de originalidades que no se sabe si construyen o destruyen.

A la mirada creyente se ofrece la imagen de la comunidad cristiana como un nuevo cenáculo, necesitado de abrirse a la acción del Espíritu Santo, que potencie el servicio para el Reino de Dios y encienda el corazón con tal fuerza y fuego, que despierte la fe del letargo de la inercia, la adecuación a las costumbres, y pueda despertar, con la esperanza, el horizonte de los hombres de nuestra generación, en medio no diré de un mundo secularizado, sino escandalizado por las propias defecciones de la Iglesia. Sobre todo si tenemos en cuenta que creer en Cristo y en el Evangelio demanda hacerlo con fervor. Más aún, con amor compasivo y fiel.

La historia del cristianismo está marcada por los testimonios de fe viva y gran fortaleza a través de los siglos, en personas que parecían débiles y nada preparadas para la prueba, pero que dieron muestras de la presencia y acción del Espíritu Santo en ellas.

Así cada ser humano vive su tiempo, sus etapas y experiencias. Y no se puede con fácil optimismo eliminar la angustia, ni anticipar el alba que la mitigue. Nuestro tiempo ha eliminado las certidumbres fáciles. Y no pocas veces la fe se descubre en medio de las tinieblas. Y hasta del lodo.

No parece que el nuestro sea el tiempo para los choques doctrinales o teológicos. Pero en este renovado cenáculo del siglo XXI, en que toda la existencia está en juego, contamos con el auxilio de la fe y el influjo del Espíritu Santo, prometido por Cristo.