En primera persona

Un trineo en la arena

Luis Rodrigo

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Los chicos de Rincón deben saber que la lisa realmente existió. Era un trineo sin perros ni nieve, sin trajes rojos, ni renos. Su imagen resumía lo mejor del pueblo: un vehículo incapaz de requerir de mucho esfuerzo para su construcción, que necesitaba apenas de la fuerza de un caballo para tirar una tabla, una chapa o el capot dado vuelta de un viejo Ford. Cualquier cosa plana, cualquier cosa lisa, algo que se deslizara naturalmente sobre la arena. No rodaba, sencillamente porque no tenía ruedas, ni ejes, ni cubiertas, ni motores, ni aceites ni cambios de aceites. Ni humo, ni ruidos. Se diría que andaba con magia.

Alcancé a ver pasar por la puerta de mi casa la lisa y la recuerdo muy bien. Fue cuando era chico, es decir, cuando uno tiene los ojos todavía en condiciones de apreciar como lo que son, como maravillas, a los redondeles que hace el sol a la sombra de una siesta bajo las tipas, sobre el río de arena que era la calle “de los Blanche” o “de los Mattioli”, porque así se llamaban entonces las calles, según la casa adonde uno fuera.

Vi a la lisa pasar varias veces: generalmente venía del norte, por el Camino Real (que ya era la calle Santa Rosa), hacia donde el pueblo se desdibujaba y los patios parecían campitos para dar de comer a los animales.

Sin ruido, a la velocidad de un suspiro, con el impulso de un bostezo, al paso, así pasaba la lisa. Puede ser que llevara leña, que cargara paja, pero yo recuerdo muy bien que para mí siempre llevaba unos viejos, de sombrero y olor a vino, de arrugas achinadas en los ojos, sentados nomás sobre la lisa o un vellón de oveja o lo que quedara de una cobijita, apenas unos centímetros arriba del suelo arenoso.

Pasaba la lisa y llevaba a estos viejos sentados sobre su silencio. Parecían saber algo más.

Pasaba la lisa y a veces llegaba hasta mi casa para que el viejo que sostenía las riendas preguntara lo que estos viejos ya sabían, porque veían el autito de mi padre, y -por decir algo- decían que si no está el dotor.

¿Lo decían para que los curara? O era para que mi papá los distinguiera con unas charlas interminables, lentas y de espaldas a la sala de espera repleta de pacientes pacientes.

Eran viejos de pañuelo al cuello las mejores veces. Y de andar en falsa escuadra, por la ginebra, las peores. Eran viejos que no le tenían miedo a las patas traseras de sus caballos, que en la lisa quedaban a la altura de sus narices. La lisa iba al paso, porque de galopar los hubiera llenado de arena. Y porque cuando Rincón era un pueblito apurarse sobre aquella arena fina, inasible, acaso libre, seguro ajena a la arena presa en cualquier reloj de arena, tampoco los hubiera llevado a ninguna parte.

"Vi a la lisa pasar varias veces: generalmente venía del norte, por el Camino Real (que ya era la calle Santa Rosa), hacia donde el pueblo se desdibujaba y los patios parecían campitos.