DIVAGACIONES DE LA PERCEPCIÓN DEL PASO DEL TIEMPO

Ahora, acá, esto

Escher.jpg

Estanislao Giménez Corte

[email protected] http://blogs.ellitoral.com/ociotrabajado/

I

Conversamos una mañana y él, digamos un amigo, me dijo: “Ahora tengo 40 años y el tiempo me corre en contra”.

II

Todos sabemos que cuando uno es chico no hay tiempo. Mejor: el tiempo es entonces una remota idea vinculada con las estaciones, o con el clima, o con las vacaciones, o con la escuela. Mejor aún: es algo externo, ajeno, que no asumimos como parte de nuestra condición ni mensuramos como algo propio. Apenas lo percibimos a modo de un término, una fuerza un poco indescifrable que vemos más o menos nebulosamente en los otros, en las cosas; algo (¿una cosa? ¿una palabra? ¿una energía?) cuya comprensión se nos escapa, desdibujado por una lejanía protectora.

Vivimos en una suave ignorancia, entonces, el tiempo está lejos. Pasa en algún otro sitio, a algunos otros, por algunas causas. Pasa detrás de la línea del horizonte, muy debajo; en las caras de los transeúntes, en gestos que se hacen lentos, en películas que se vuelven grotescas, en el borde sepia de papeles y fotos. El tiempo sucede levemente en un sitio que no es éste y a personas que no son las que nos rodean. Lateral, mínimo, marginal, apenas vemos, de lejos, algunas de sus manifestaciones. No nos llega su áspera presencia.

Entonces no percibimos, no podemos percibir, más que ese presente perfecto que es la infancia. La asumimos, con bella ingenuidad, alegremente, como un único tiempo suspendido, como a un presente elástico que se prolonga hasta que, brutalmente, se autoextingue en un frío despertar. De súbito.

Cuando uno es chico el tiempo sólo les pasa a los otros. A menudo, en abuelos y padres vemos la materialidad del tiempo, su consecuencia, pero no el tiempo en sí (aunque solemos ver a los viejos como sujetos que siempre fueron viejos). Vemos cómo esa imposible idea abstracta se ejecuta, acá en unas manos temblorosas, allá en una vista que cede, en una espalda que se curva. No vemos una progresión ni un trayecto: vemos una materialización alevosa, en un día cualquiera. Vemos una fuerza que irrumpe violentamente: hoy alguien comienza el colegio, hoy alguien ha encanecido, hoy alguien ha muerto. Vemos esas materializaciones pero no su decurso: no sabemos bien en qué día estamos, ni en qué mes. Apenas nos detenemos en las estaciones, y por imperio de lo sensible. Nos seduce del tiempo lo que tiene de experiencia, no las agendas ni los calendarios ni los plazos.

Cuando uno es chico no hay cálculo. Todo es ganancia. Pero no hay concepto de ganancia porque no hay especulación. El tiempo sólo fluye hacia adelante, pero ese fluir no es infinito.

El tiempo de la infancia es único porque no hay percepción de muchas cosas (entre ellas, la del propio tiempo, claro). Esa levedad tiene como contrariedad que no somos sujetos habilitados para decidir. No podemos más que estar bajo el yugo de los adultos, pero eso tampoco es una molestia, ya que nuestra capacidad de reflexión sobre la propia libertad tampoco existe. Podría decirse que el tiempo de la infancia es el de una dulce y necesaria inconsciencia. Allí todo queda lejos, tranquilizadoramente lejos; allí las cosas no pesan ni caen: las vemos discurrir a nuestro alrededor, livianamente.

III

Ahora, ¿qué es la juventud sino una percepción exacerbada por un sentimiento de invencibilidad y de eternidad? ¿por una fortísima fe pagana en lo vital? Pareciese que, arrojados, podemos tocar, beber, entrar en el tiempo: hay tanto en derredor, es tanto el hambre, tan distintos y poderosos los apetitos, tan fuerte el arrojo. Es un tiempo en proceso, es un tiempo nuevo, de descubrimiento y de apertura. Es un tiempo que nos arenga a todo, que se ofrece, como materia dócil y hermosa: una materia intangible a penetrar con las manos, susceptible de ser moldeada; una hoja en blanco, el barro aún húmedo, una puerta que da a otras puertas. Todo está-siendo; nada es. No hemos hecho nada con él, con ese tiempo, nada como no sea observarlo y saberlo allí. El tiempo no se presenta ya como cosa ajena y extraña. Es ahora un valor, es un bien, una invitación, un llamado. Pero esas categorías, en ese momento, no nos dicen nada. No podemos verlo como un capital, quizás sólo como una corriente donde saltar. No podemos considerar entonces que alguna vez ello podría agotarse. Diríase que el tiempo “empieza”, y que aquella iniciación que nos urge a sumergirnos está atravesada por una irrecuperable sensación de movimiento, de libertad, de posibilidad; por ese vaho a deseo; por esa expectativa, por ese viento, por esa excitación a noche de fin de semana que recién comienza, por esa ansia de todo, que luego recordamos, que melancólicamente relatamos.

IV

Una lenta pero poderosa percepción sucede luego: ya no vemos ni ingresamos en el tiempo: ahora él, ya amenazante, ya intimidante, nos observa desde lo alto. Al modo de una ola que se erige ante nosotros, aquella leve materia deviene urgente peso en la mano del que la sostiene; pesada carga para llevar adónde; piedra caliente o letra confusa a descifrar. El tiempo deja de ser un obsequio para ser un desafío, un recurso limitado y duro en su urgencia, una enigmática carrera de final incierto. La ola, rígida, presta a caer, a arrastrarnos, nos observa interrogadoramente en nuestras empresas, ausculta nuestros movimientos, a la espera, pareciese, de algo de nosotros. No alcanzamos a articular respuesta mientras flotamos en el líquido. Como en una suerte de trama invertida, el tiempo nos dice ahora ¿y entonces?; el tiempo nos dice ¿y? No semeja una melodía a la que agregarle cosas, el tiempo, simula ahora una suerte de standard de jazz repetitivo, exasperante en su terquedad y reiteración (lo que llamaríamos rutina). Un standard básico del que querríamos salir, pero, temerosos, ignoramos si está en nosotros la pericia del improvisador.

A veces esa percepción nos asalta como de súbito y observamos con extrañeza e incredulidad nuestra propia edad y nuestra propia vida. Como si fuésemos testigos oculares de nuestra existencia y no terminásemos de asumir la condición de protagonistas. Queremos a consecuencia, a menudo desesperadamente, “aprovechar” ese tiempo, sentirlo, disfrutarlo; percibirlo, respirarlo en todo su despliegue. Pero la propia urgencia de esta reflexión obtura el proceso: antes no estaba en nosotros ese cálculo, esa estimación, esa desesperación. Porque ser joven es de alguna forma no pensar nunca en el tiempo. Es jamás estimar esas variables. Ello, con todo, no es suficiente. De allí, la injusticia en la que caemos con nosotros mismos: analizamos con mirada de adulto lo que hicimos o dejamos de hacer en la juventud, y juzgamos severamente el comportamiento del que fue otro, ayer, con herramientas y perspectivas del ahora.

Pero, ¿qué mejor para aprovechar el tiempo que dedicarnos a actividades placenteras? Podría decirse que la actividad placentera hace correr, fluir el tiempo. De modo que a mayor placer menos percepción de la lentitud del tiempo. ¿Qué hacer entonces? Proyectamos, calculamos, organizamos: este año quiero hacer esto y lo otro. Ello implica una cierta “responsabilidad” en la administración del tiempo, pero no basta. Diríase que el paso de la juventud a la adultez es el paso de la degustación del tiempo como precioso fruto a su necesidad de organización como materia escasa. Allí está el quiebre.

El tiempo de la adultez es igualmente un tiempo de posibilidades. Pero es un tiempo definido, organizado, estructurado. Limitado en su discurrir por cosas que “debemos hacer”. Es un tiempo que no depende exclusivamente de nosotros. Es un tiempo digitado. ¿Es un tiempo del que queremos huir para tener “nuestro” tiempo?

V

Ahora, en esta casa sin luz, todo parece haberse detenido. Impresiona observar cómo la tecnología y la electrónica simulan dinamizar las horas. Llenarlas, diría alguien. Pero esta quietud no dura nada. Apenas sirve para tomar una nota en un papel y deponer esta elucubración de asumida perplejidad: ¿qué decir, finalmente? ¿no a la exasperante evaluación del presente, no a la melancólica mitificación del pasado, no a la esquizofrénica planificación del futuro? ¿es todo? ¿qué hacer más que recordar la noche ésa y vivir ésta, más que ir, más que agradecer los días cuando ellos? ¿qué otra cosa decir que no sea ahora, acá, esto? ¿Qué otra cosa hacer que no sea esto, ahora, acá?

 

El tiempo sucede levemente en un sitio que no es éste y a personas que no son las que nos rodean. Lateral, mínimo, marginal, apenas vemos, de lejos, algunas de sus manifestaciones. No nos llega su áspera presencia.