Editorial

Ataques patéticos, objetivos temibles

  • La artera campaña del kirchnerismo contra Binner y Carrió alcanzó niveles risibles, que parece exhibir a su pesar un importante grado de desesperación. 

Los esfuerzos del kirchnerismo por esconder la gravísima corrupción que lo carcome alcanzaron en los últimos días un nivel inusitado. Primero, con el pretendido escándalo en torno a la figura de Hermes Binner y la falsa expulsión del Partido Socialista de un foro de fuerzas progresistas; que, profusamente explotado por la prensa alineada, proveyó al oficialismo de un titular con el que regodearse y al que hacer repiquetear en las redes sociales, pese a su escasa incidencia en la realidad política argentina, y a su inmediata desmentida. Segundo, y con el mismo efecto, con las denuncias por el supuesto y módico enriquecimiento ilícito de Elisa Carrió, ostentosa propietaria de una casa sin terminar en un terreno por el que pagó 49 mil dólares.

Las muestras de “campaña sucia” sobre bases endebles, alentadas desde el gobierno, tuvieron picos en 2005, con las inexistentes cuentas en el extranjero de Enrique Olivera -que aún así bastaron para hacerlo perder una elección-, en 2007 con la vinculación al tráfico de efedrina de Francisco De Narváez -que no le impidió ganarle las legislativas a Néstor Kirchner- y en 2011 con los cruces de imputaciones con Mauricio Macri, por un aparente montaje telefónico de descrédito contra Daniel Filmus.

La táctica se repitió el año pasado en Santa Fe, en lo que bien podría considerarse una preparación del terreno para embates mayores. Los pretendidos -y aún no comprobados- vínculos del ex jefe de Policía con el narcotráfico, sirvieron a los personeros del gobierno nacional para desatar una virulenta campaña contra la gestión del Frente Progresista y el propio Binner. La debilidad de los indicios no se compadece con el activismo judicial, mediático y pseudo-parlamentario desatado en orden a la imputación, que aún cuando nunca pase a mayores cumplió con el cometido de instalar un precedente en el imaginario social, apto para erigir sobre él y potenciar cualquier estrategia futura.

La descalificación del adversario y el recurso a la calumnia como argumento no son una novedad para los términos en que el kirchnerismo concibe el debate político y el ejercicio del poder, y ni siquiera fueron inventados por quienes forman parte de este proyecto. Pero el contexto actual, en que las dificultades económicas predisponen la sensibilidad social a percibir la obscenidad y el desparpajo con que se exhiben fortunas descomunales e inexplicables, y la perpetuación se vuelve una necesidad acuciante, las reacciones tienden a mostrar tanta arbitrariedad en sus planteos, como desesperación en sus motivaciones. Tanta, que ni el habitual despliegue del monstruoso aparato de propaganda, ni la hiper-explotación del espectáculo futbolístico como factor de distracción, alcanzan para atenuarla, y obligan a multiplicar los desatinos para buscar momentáneo refugio en la confusión.

Una estrategia que sería risible, si no fuera por el daño que puede causar. Y ciertamente patética, si lo que pretende ocultar no fuese tan temible.

La descalificación del adversario y el recurso a la calumnia como argumento no son una novedad para los términos en que el gobierno nacional concibe la contienda política.