Crónica política

¿Hacia la reelección indefinida?

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Ilustración: Lucas Cejas

 

por Rogelio Alaniz

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La reelección indefinida ya no es un deseo de Diana Conti o de algunos de los abundantes energúmenos que rodean a la corte oficial. En esta semana Abal Medina y Julio de Vido se pronunciaron en la misma dirección. Los muchachos de Carta Abierta hace rato que dijeron que el mejor aporte que se puede realizar a la revolución latinoamericana consiste en asegurar la reelección de la señora. Lo mismo piensa el señor Larroque y ese flemático caballero inglés que se llama Aníbal Fernández. Unos por alienaciones ideológicas, otros por vulgares razones políticas, los más porque saben que sólo al lado de la señora podrán seguir disfrutando de beneficios, prebendas y privilegios. En todos los casos, adhieren en tropel a la añeja pero reveladora consigna de los buenos tiempos: “Todos unidos triunfaremos”.

Por supuesto que la más interesada en que esta consigna se haga realidad es la propia señora. Es lo que hicieron en Santa Cruz, es lo que impulsan en cada uno de los espacios políticos que controlan, es, en definitiva lo único que saben hacer a la hora de pensar el poder. Hace un par de semanas la señora admitió que a la Constitución Nacional, la misma que ella y su marido votaron hace diecinueve años, hay que reformarla. Como si sus interlocutores fueran débiles mentales, inmediatamente agregó que no será ella la que lo proponga, pero -agregó- hay que hacerlo. Decirle que en un Estado de derecho nunca es el presidente el que ordena una reforma constitucional, es innecesario e inútil. Innecesario, porque lo sabe; inútil, porque su decisión de violentar el sistema político para eternizarse en el poder ya está tomada.

Con motivo del Día del Periodista, se refirió al diario La Gaceta de Mariano Moreno. Dijo, muy suelta de cuerpo, que era un diario oficial. Y, regocijándose interiormente, sin poder disimular la satisfacción que le provocaba, era el único. Como se dice en estos casos, el sueño del pibe hecho realidad. El sueño del pibe o de la piba. ¡Gobernar con un solo diario pagado por ella! ¡Como el Granma de Cuba! ¡O el Pravda de los tiempos de Stalin! ¡Tiempos felices aquellos! ¡Así da gusto gobernar, sin corporaciones mediáticas, sin periodistas destituyentes, con un único diario escrito en la Casa Rosada; o en la residencia de Olivos; o, por qué no, en El Calafate.

Creer o reventar, la presidente de la Nación, la máxima autoridad política de la Argentina, recurre a la historia para justificar sus actos. El Instituto Dorrego sin duda que ha encontrado a su mejor alumna. Ahora bien, si dejamos de lado la ironía por un rato, tenemos derecho a sospechar que la señora es ignorante o, como le gustaba decir a mi tía, “no tiene vergüenza”. Porque hay que ser muy ignorante para comparar 1810 con 2013, los tiempos de una revolución emancipadora, casi en clave jacobina, con este régimen populista y corrupto dirigido por hombres y mujeres cuya exclusiva mira moral es enriquecerse. O hay que ser, como diría mi tía, muy descarada, para suponer que el equivalente de Mariano Moreno en la actualidad es ese otro Moreno, pero que responde al nombre de Guillermo.

Esta semana en Tucumán habló de proteger las supuestas grandes conquistas sociales logradas desde 2003 a la fecha; conquistas que, sin lugar a dudas, han sido las más trascendentes de los últimos doscientos años, como dijera ella en alguno de sus abusivos monólogos shakesperianos con los que nos complace habitualmente. Atendiendo al tenor de sus palabras, a pocos escapa que la protección de tantos beneficios sociales sólo se puede hacer efectiva mientras ella ejerza el poder, porque ya se sabe que en esta Argentina de cuarenta millones de habitantes, la única capacitada para ejercer la “sacrificada” labor presidencial es ella y nadie más que ella.

Sobre este tema, el populismo criollo hace rato que elaboró sus propias excusas. Si en el siglo XIX los déspotas justificaban su permanencia en el poder en nombre de los deseos inescrutables de Dios, y si en tiempos de las dictaduras bananeras los sátrapas latinoamericanos invocaban el destino o la providencia, los populismos contemporáneos han maquillado la morbosa pulsión del poder invocando el rol benefactor de los caudillos. Según esta peregrina excusa, en América Latina los impetuosos y avasallantes movimientos de liberación no pueden ser conducidos por partidos políticos como en Europa, sino por líderes carismáticos convocados por la historia o el destino manifiesto a fundar una nueva civilización. Los objetivos son tan trascendentes y la batalla a librar es tan dura que el caudillo debe sacrificarse en el poder hasta el fin de los tiempos o el final de su vida.

Lo extraordinario de este argumento, no es que alguien haya tenido el coraje de construirlo, sino que haya quienes, además, lo crean, incluso de buena fe. Son los muchachos que suponen que la política es un recital de rock. O los veteranos que sueñan que están combatiendo en Sierra Maestra acompañados por Amado Boudou, Lázaro Báez, Héctor Timerman y la comandante Felisa Miceli.

Allá ellos con sus enajenaciones. Mientras tanto, no nos llamemos a engaño. La reelección indefinida es la traducción política de la consigna presidencial “Vamos por todo”. Ir por todo en el lenguaje procaz del oficialismo significa mantenerse en el poder y concentrarlo. Pues bien, hasta que alguien me demuestre lo contrario, este programa de poder o está ambición, es la antesala de la dictadura. Si la palabra “dictadura” no nos gusta, podemos agregarle algunos adjetivos, como “plebiscitaria”, “nacional y popular”, “carismática”, “liberadora”... y escucho más ofertas. En todos los casos, ningún adjetivo logrará disimular o atenuar esa voluntad personal, absoluta y bárbara de poder que se llama dictadura. En todos los casos, no podemos perder de vista que si el régimen va por todos, la sociedad civil tiene el derecho y, si se quiere el deber, de defenderse con todo. A las dictaduras y a los aspirantes a dictadores sólo se los derrota con la resistencia. No entenderlo así es ser ingenuo o colaboracionista.

Pasar de una democracia republicana a una dictadura significa aplastar opositores, amordazar voces diferentes e imponerles a las llamadas grandes mayorías populares la certeza de que un plato de sopa es más importante que la libertad, sobre todo si el beneficiario se compromete a no exigir nada más que eso: un plato de sopa y, en el mejor de los casos, un par de alpargatas, símbolo sugestivo para oponerlo a los libros y a ese deseo vicioso y destituyente que significa pensar y actuar por cuenta propia.

La Argentina hoy no es una dictadura, pero quienes están en el poder no van a vacilar en imponerla si encuentran un resquicio para hacerlo. Lo piensan y lo han dicho. Para cumplir con sus objetivos disponen de los abrumadores recursos del Estado y esa suma viscosa y sórdida de bajezas humanas, de miserias morales que suelen adornar las virtudes de las claques que desde los tiempos de Calígula y Nerón hasta la fecha, han avalado a los regímenes opresivos. Allí están los beneficiarios de las migajas del festín, la canalla que añora el silbido del látigo, los que se venden por un plato de lentejas y los que han elegido encharcarse en el barro de los instintos, el servilismo y la obsecuencia, renunciando a cultivar la lucidez, la honradez y la inteligencia.

Hay que decirlo con todas las letras: el kirchnerismo marcha hacia la dictadura, el manoseado relato no tiene otra salida que no sea la concentración absoluta del poder. Podrán hacerlo con música de Fito Páez y canciones de Ignacio Copani, con vidalitas riojanas y zambas salteñas, con bombo y guitarra, pero lo van a hacer. Es lo que se proponen, es lo que desean y es lo que no pueden disimular.


La Argentina hoy no es una dictadura, pero quienes están en el poder no van a vacilar en imponerla si encuentran un resquicio para hacerlo.