La era del vacío

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“Instalación”, de Viola Bill.

 

Carlos Catania

A raíz de las elocuentes palabras que el Papa Francisco dirigió a la juventud durante su estancia en Brasil, me tomo la libertad de reiterar algunas nociones que aventuré años atrás, relativas al vacío de una civilización personalista, fragmentada entre el narcisismo y la estupidez. El Papa previno contra el vacío de manera directa y convincente, estimulando un acercamiento a Jesucristo. Aunque no estoy atado a religión alguna, respeto la fe del creyente siempre que dicha fe se traduzca en actos y no caiga en el foso de lo nominal. Como un enclave en el presente, que el Papa haya hecho hincapié en un asunto tan grave, me parece positivo, alentador y antagónico respecto al cáncer genético del llamado postmodernismo.

Ya en 1983, Gilles Lipovetsky, en un ensayo sobre el individualismo contemporáneo (La era del vacío) se refería, entre otros temas al hecho de que cuanto mayores son los medios de expresión, menos cosas se tiene por decir, y cuanto más se solicita la subjetividad, más anónimo y vacío es el efecto.

Debord apuntaba hacia la “representación ilusoria de lo no-vivido”. A este espejismo, añado la indiferencia. En relación, sostiene Lipovetsky: “La indiferencia por los contenidos, la reabsorción lúdica del sentido, la comunicación sin objetivo ni público, (...) entrevistas, propuestas totalmente insignificantes, (...) el placer narcisista de expresarse para nada...”. El receptor de una sociedad destrozada por la codicia, la ignorancia y por lo que me atrevo a llamar los linimentos abrasivos de la aburrición (que derivan en las frases hechas del chupete electrónico y en las anquilosadas costumbres), sucumbe al ridículo cuando cree, por ejemplo, que los males que aquejan al mundo son motivados por factores ajenos a él mismo.

Sin duda, mientras más tenemos más destruimos. Somos sujetos y gestores de diversos tipos de Muerte: la indolora, la divertida, la permanente, la transmisible y aquella que caricaturiza todo empeño de rehabilitación. Estremecidos por el batifondo de la ostentación “comunicativa”, aceptamos que todo debe comunicarse: muerte, dolores íntimos, infidelidades, asesinatos, catástrofes, velatorios, arsenal de chismes que constituyen la delicia de quienes nada crean...; lo cual no es más que la tolvanera de gas letal aspirado diariamente, procurando la sensación de estar fuera de los acontecimientos. Esta contumacia es tara hipermoderna. En semejante clima, las verdades generan odio, retraimiento, secretas vergüenzas y la sospecha de haber estado muerto la mayor parte de la vida.

Lipovetsky sostenía que las declaraciones de un político no tienen mayor valor que un folletín; sin jerarquías, se pasa de la política a las variedades, ya que lo único que determina la audiencia es la diversión. No le falta razón en TV, por debajo de las imágenes de una tragedia, suele reptar un cartelito anunciando el partido de fútbol de la tarde. Retornando al ensayista: “Nuestra sociedad no conoce prelación, codificaciones definitivas, centro, sólo estimulaciones y opciones equivalentes en cadena. De ello proviene la indiferencia posmoderna, indiferencia por exceso, no por defecto, por hipersolicitación, no por privación. ¿Qué es lo que todavía pueda sorprender o escandalizar? La apatía responde a la plétora de informaciones, a su velocidad de rotación; tan pronto ha sido registrado, el acontecimiento se olvida, expulsado por otros aún más espectaculares”.

Lipovetsky se formula una pregunta importante referida a la indiferencia pura: ¿significa que contrariamente a lo que se ha dicho hasta ahora, la indiferencia es un dispositivo antagónico del sistema? Personalmente, no tengo una respuesta para la inquietud de Lipovetsky, bien que la pregunta misma se me antoja una trampa. Pero de algo estoy seguro (no verlo delataría ceguera): el hombre se ve sometido a un vasto operativo de vaciamiento, a veces sutil, otras grosero, que tiene la curiosa virtud de hacerle creer que es él, el hombre, quien elige. En realidad, las adhesiones de la persona alienada siguen lo que está de moda y veneran la apariencia. Lo profundo se les escapa; le tienen miedo, les molesta.

La era del vacío es la era del individuo amaestrado, ante el cual, como se ha dicho, hay que pedir perdón antes de emitir una agudeza o plantear un problema que vaya más allá de las infundadas opiniones con las que se maneja.

Aunque sus palabras vayan más allá y respondan a un empeño de evangelización, el Papa Francisco, al mencionar el vacío ha dado en el blanco. Ahora bien: ¿bastará con acercarse a Jesucristo a fin de liquidar el vacío y la banalización “promovida al rango de valor cultural”? Probablemente sí... siempre que seamos capaces de calzar sandalias, vivir con lo necesario y arrojar al fuego el hedonismo dominante, la hipocresía cotidiana y la sarta de mentiras, obsecuencias y estupideces que alimentan las relaciones sociales. De manera que no basta con la oración. A menudo ésta es el recurso cómodo de los inútiles. “No he venido a traer paz, sino espada”. Bueno sería que la juventud (quién si no) asumiera los significados hondamente humanos de la palabra espada.