PERIODISMO: TENSIONES, BÚSQUEDAS, RUTINAS

El síndrome del tema

“Ser columnista fijo es como casarse con una ninfómana. Las dos primeras semanas es maravilloso, pero después...” Bob Woodward

1.jpg
 

Estanislao Giménez Corte

[email protected] http://blogs.ellitoral.com/ociotrabajado/

I

Sí: esta semana podés escribir sobre la inesperada muerte del autor o sobre el centenario de aquel nacimiento o sobre la última del laureado director. Sobre los ecos de las tablas del fin de semana de aquí. Sobre las novedades editoriales de allá. Sobre los papeles hallados en una cómoda tres décadas después. Podés escribir sobre las músicas y las ciudades. Sobre las personas. Sobre los viajes. Sobre todo o, mejor dicho, sobre cualquier cosa. Sobre lo que siempre te interesó podés escribir. ¿No es extraordinario eso? Podés escribir sobre lo que te apasiona. Y sobre lo que te produce rechazo. Y sobre la indiferencia. Sobre grandes cosas y pequeñísimos detalles. Podés leer y escribir y reescribir. Podés entrar y salir en ese juego de piezas, de climas, de estados. Podés demorar a placer ese ejercicio fascinante, esa suspensión donde ocurren a veces cosas más o menos misteriosas y muchas veces no ocurre nada. Podés observar esa expansión o dilatación. Podés esperar a que algo suceda. Podés hacer todo eso. Pero ¿no? ¿No esta semana? ¿No esta vez? ¿Qué es, un capricho acaso?, ¿no te alcanza toda esta libertad?: ¡mirala!, ahí está, no cabe en las manos. Ah, eso: sentís que después y que detrás hay otra cosa. Decís que sólo podés ir hacia allá: que esa misma libertad, que la sola existencia del deseo crea una tensión que no puede más que manifestarse como una suerte de movimiento o deslizamiento permanente, sin saber, ni vos ni yo, claro, a qué otros lugares iríamos si fuésemos. Puedo entenderlo. Andá. Entonces.

II

El síndrome -si existiera- se explicaría, en términos un poco groseros, en que las cosas no vienen hacia uno sino que hay que ir “a por ellas”, como diría un español. El síndrome -en el hipotético caso en que otros lo hayan sentido en síntomas más o menos parecidos- afectaría en proporciones diferentes a periodistas y a columnistas. En el caso específico de un periodista, podría decirse que a éste un poco lo arrolla (y en algún punto lo protege) la actualidad, lo noticioso, la noticia caliente. Esa llama en permanente combustión de alguna forma lo soluciona todo. Unos ciertos temas y personajes requieren de su intermediación o solicitan su difusión. El columnista, rara avis un poco incómoda para sí y para los otros, se parapeta en otro sitio: dos pasos adelante o dos atrás, un poco al margen. Elude el flujo tecnicolor y denso de la actualidad y trata de ver, en medio de esa corriente, algunas señales, elementos con que trabajar, luces distintivas o inesperados colores que ameriten su extrañamiento, su extracción, su elección. Al periodista a secas el tema se le impone por propio peso, por ósmosis, por agenda, por urgencia. Los temas y las cosas vienen morosamente hacia él y le toman desde abajo los talones, los cajones de su escritorio, su silla. El columnista trata de fijar otra mirada, sobre otros temas. Se despereza un poco y, con gestos similares a los de un animal, se sacude “lo urgente” para tratar de hallar “lo importante”, si recurriésemos a la memoria de una de las extraordinarias tiras de Mafalda.

El procedimiento del columnista no es responder a lo que sucede, sino generar y/o producir algo allí donde pareciera no haber nada: abrir una reflexión a propósito de; elaborar unas ideas a consecuencia de; sostener una mirada a partir de los acontecimientos y, por qué no, fuera de ellos. Claro que refiere a sucesos más o menos actuales. Pero pretende, de entre el flujo enloquecido de lo real, fijar unas palabras, enterrar el báculo en algún lado, detenerse.

El periodista trabaja como una materia externa, exterior, exógena, que se le impone; el columnista, con una propia búsqueda interna. El periodista va hacia afuera; el columnista busca adentro, intenta escribir sobre temas más bien atemporales; pretende un juicio valorativo sobre ciertas cosas; ensaya un texto más trabajado, unas opiniones. No está absorbido por la dinámica propia de los acontecimientos, pero sí por una otra: lo que podríamos llamar el “karma” de la libertad o el síndrome del tema. En esto, el columnista se puede parecer un poco a un artista: hay una cierta libertad sobre tópicos, temas, referencias, formas, autores. Eso es grandioso, pero puede ser inmovilizante, el reverso de la maravilla: el columnista debe decidir, desafiarse a sí mismo, pelearse consigo, encontrar cosas en sintonía con su espíritu.

El problema es siempre el mismo ¿qué hacemos con esa libertad?, ¿cómo abordar esa libertad que es, a la vez, hermosa oportunidad pero a la vez inasible abstracción, que es posibilidad pero también es nada, que es todo, pero en tanto tengamos la alternativa de hundir en ella un dedo que trace una forma? El problema del columnista es, a veces, que no sabe qué hacer con tanta libertad, como reza un tema más o menos actual. O que teme a tanta libertad. O que esa libertad implica, en su enormidad, un severo problema.

III

Un columnista disfruta su libertad (¡la ama!), pero a veces la sufre, sometido al cierre que se viene igual que la semana pasada, tan inexpresivo, monótono en su terquedad. El cierre y los días se le presentan como ásperas cosas inamovibles. No hay piedad en ellos y acometen sin considerar los estados de ánimo, los procesos, las otras obligaciones de la vida, los gustos de ese momento. Pero el hallazgo del tema es apenas el comienzo de un derrotero, porque, en las personas de buena voluntad que quieren verdaderamente hacer algo con esa libertad, estará después todo lo otro: las formas, las opiniones, las influencias. El columnista colisiona con férreos tiempos que no le son propios: si éste ha pretendido la originalidad, o la agudeza, o la prosa decantada, el síndrome del tema se agiganta y profundiza. Porque los procesos de escritura no pueden equipararse a procesos mecánicos o mecanizados. En la elaboración de textos de opinión funciona (o deja de funcionar) una lógica que se vincula con una predisposición muy especial que no es posible mantener durante mucho tiempo y que exige una serie de condiciones muy propias (que por extensión es el trabajo de un escritor).

Ésta aparece y se desvanece antojadizamente. Se metamorfosea en ideas que van y vienen y en epílogos que no satisfacen. No depende del tiempo, ni de los horarios, ni de las presiones, sino de una suerte de descenso interior del autor, de un esbozo de satisfacción, de una representación en palabras de ideas que vagan. Un columnista siempre va a sentir que necesitó más tiempo, que le faltó tal relación, que se equivocó en el uso de un adjetivo. Va a observar con un terror creciente su texto impreso. Va a encontrar fatalmente fallas y yerros. Probablemente, como el director de cine en su estreno, sea incapaz de leer su texto. Una columna, por eso, nace en el periodismo pero lentamente lo abandona para recostarse, al menos por lo que dura la lectura, en la escritura propiamente dicha, en la escritura sin géneros. Nace de una idea lateral al flujo de la realidad (de un apéndice, de una digresión) y se le va alejando hacia la especulación. Bebe de la realidad para pensar un episodio histórico o, por caso, reseñar un evento cultural. Propone un cortejo dispar que aspira a ser cópula. Se acercan y repelen, así, una áspera realidad que ofrece datos grises y monocordes, una cierta sensibilidad artística que recibe ese peso, un deseo de originalidad que los entrevera o confunde, una forma en la que todo desemboca y que quizás el lector agradece.

Podés escribir sobre lo que te apasiona. Y sobre lo que te produce rechazo. Y sobre la indiferencia. Sobre grandes cosas y pequeñísimos detalles. Podés leer y escribir y reescribir. Podés entrar y salir en ese juego de piezas, de climas, de estados.