editorial
¿Estado de bienestar o sociedad participativa?
El moderado rey de Holanda extendió el certificado de defunción al Estado de bienestar para dar lugar al concepto de sociedad participativa. Los tiempos han cambiado, pero el debate abierto actualiza la disputa teórica que sostuvieron en su momento Keynes y Hayek.
Para sorpresa de todos los observadores, quien extendió sin miramientos el certificado de defunción al Estado de bienestar europeo no fue la conservadora Angela Merkel sino el muy moderado rey de Holanda. Tal vez animado por la reciente coalición entre conservadores y laboristas, o por los informes de los economistas oficiales que pronostican que no hay más recursos para sostener el funcionamiento de políticas sociales para una sociedad que, además, puede obtener esos recursos a través de otros procedimientos, el monarca sostuvo que ha llegado la hora de las sociedades participativas, un concepto superior al de los supuestamente anquilosados Estados de bienestar.
La consigna que expresaría este punto de vista sería “más sociedad, menos Estado”, incluyendo en el concepto de “sociedad” una amplia red de asociaciones civiles encargadas de cumplir las tareas que en su momento se le asignaron al Estado. Los promotores de las nuevas estrategias para el siglo XXI estiman que el Estado no sólo no está en condiciones de financiar demandas sociales, sino que tampoco es deseable y progresista que lo haga, pues ellas se realizarían en desmedro de la rentabilidad empresaria indispensable para asegurar la reproducción del sistema en gran escala.
Corresponde, por lo tanto, a la sociedad concretar objetivos cuyo cumplimento se pueden hacer realidad a través de interacciones sociales solidarias. Más participación debería traducirse como más sociedad civil y más solidaridad. Los ejemplos que se brindan al respecto no dejan de ser elocuentes: un desocupado o un enfermo pueden ser mejor atendidos por pequeños grupos que por una estructura estatal y burocrática insensible e ineficiente. La “solidaridad” para los portadores de esta nueva creencia podría reemplazarse por la palabra “caridad”.
Los opositores a lo que se califica como una ofensiva del más rancio liberalismo, sostienen que se trata del retorno a una antiutopía que supone que en el siglo XIX las asociaciones caritativas y de beneficencia resolvían con notable eficacia las demandas de la sociedad, cuando en realidad fue el fracaso o los límites de esas prácticas inspiradas en visiones piadosas y conformistas del pasado, lo que dio origen al Estado de bienestar.
Tal vez no haya sido casualidad que los Estados de bienestar se hayan generalizado en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando la clase dirigente de entonces decidió crear las condiciones para que no se reproduzcan los escenarios que llevaron a la guerra y a la emergencia de los fascismos. El Estado de bienestar no sólo fue una respuesta social a sociedades devastadas por la guerra, sino la respuesta política al comunismo, la apuesta histórica a que el capitalismo era capaz de resolver, con los beneficios de la libertad espiritual y la abundancia material, los desafíos que el comunismo creía encarnar históricamente.
Los tiempos han cambiado y el debate abierto actualiza la disputa teórica que con las inevitables actualizaciones del caso, sostuvieron en su momento Keynes y Hayek. Seguramente la salida a este dilema esté en el clásico punto medio entre dos grandes verdades, pero el problema es que ese apacible lugar aún no ha sido formulado.
La consigna sería “más sociedad, menos Estado”, incluyendo en el concepto de “sociedad” una amplia red de asociaciones civiles encargadas de cumplir las tareas que en su momento se le asignaron al Estado.