Las pruebas de la literatura

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Tapa y contratapa de “La prueba viviente” con fotografías de Cecilia Lenardón.

 

Por Diego Colomba

“La prueba viviente”, de Patricia Suárez. Editorial Fundación Ross. Rosario, 2013.

¿Qué tipo de pruebas puede documentar la literatura? ¿Qué pueden probar? ¿Por cuánto tiempo? Esas preguntas, entre otras, parecen mantenerse vivas y punzantes en las logradas páginas de La prueba viviente, expresión coloquial que titula el libro y alude a los dos vectores que circunscriben la dirección, el ritmo y la potencia de su escritura: la hipérbole, núcleo retórico y semántico del melodrama, y lo irracional.

El epígrafe de Vicente Leñero, que introduce el texto, nos remite a ambos: “El corazón me ocupaba todo el cuerpo”. En sentido epistémico, la hipérbole falta a la verdad por su exceso, su falta de precisión, para dar otro tipo de verdad: la de la intensidad del sentimiento, la de “la violencia del amor”. El corazón es el motor emotivo, sentimental y pasional que guía los destinos, responsable de los vínculos sanguíneos entre hombres, mujeres y animales siempre arbitrarios según la novela que nos ocupa, y puede sentirse, como sugiere Leñero, en todo el cuerpo: “¿Qué otra cosa mejor había en el mundo que sentir su calor, el que bullía en su cintura y en su vientre, el latido de su corazón bajo el pecho izquierdo y en las arterias podía sentirla latir en los muslos y cuando se echaba encima suyo con todo su peso oía con delicia la respiración entrecortada de la madre, porque él la aplastaba adrede sobre los pulmones?”.

La prueba viviente narra un día en la vida de Mendo: el de su cumpleaños número veinte. Es un relato de iniciación: tiene relaciones sexuales con una mujer y asesina accidentalmente a un hombre, aunque se proponía un desquite más ambicioso contra el sistema planetario. Con toda la carga simbólica que quiera dársele: Dina, la mujer, actúa como una madre que, con reminiscencias bíblicas, lava sus pies. Su padre, casi una entelequia como un desconocido inmigrante chino, al que apenas recuerda apartándolo del calor de su madre durante un fatídico viaje en tren, y al que, de algún modo, traiciona desgranando su modesta herencia a través de ventas por Internet.

Su suerte su mala suerte involucra directa o indirectamente los destinos de Clara, Dina, Arturo, la señora Coll, Wang, el padre Luis, muchos de ellos señalados en el texto como la prueba viviente de algo negativo o desafortunado: el desconsuelo por la pérdida temprana de una madre o de una parte del cuerpo, el sufrimiento que acarrea enamorarse, la falta de dignidad de los hombres, el sinsentido de la existencia. La trama de la novela, ajustadamente urdida, logra que cada uno de los protagonistas realice al menos una acción que desbarate o mine la solidez de la prueba que parecían encarnar. Esos hechos acontecen intempestivos, en la implosión de un instante irracional. Los personajes se vuelven entonces prueba de otra cosa: la aparente lógica racional de sus actos estaba minada desde el vamos por el oscuro corazón humano, que justamente el melodrama, como parada enunciativa sentimental, fatalista e hiperbólica, quiere iluminar. Son entonces los mitos quienes hacen latir el corazón de los mortales, en el entramado de referencias al arte, la religión, la magia y el sueño, que resulta la novela en su tránsito sanguíneo de la tragedia (Macbeth) a la comedia del Cimbelino, escenario de los hechos.

La prueba viviente se burla de los nombres y de las cifras. Todos defraudan irónicamente sus pretensiones de exactitud. El lenguaje mismo parece propenso a la irrisión: su ambigüedad constitutiva produce confusiones hasta en las frases hechas. Y junto a la ya mencionada hipérbole, que opera como un recurso humorístico a cada paso, su capacidad asociativa contrasta Brasil con Pozo Quemado, un anónimo Mendo con un popular Ayrton Senna, una estrella que no termina de asomar en el firmamento con una escena mundana que manifiesta el fracaso de absoluto y epicidad de los humanos, apenas pruebas vivientes del intento por habitar un mundo.