Crónicas de la historia

De Manuel Belgrano a Héctor Timerman

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Bernardo de Irigoyen y Héctor Timerman

 

Rogelio Alaniz

A lo largo de más de ciento cincuenta años, la Argentina se ha destacado por contar con cancilleres que, más allá de sus filiaciones políticas, se distinguieron por la responsabilidad y el talento con que ejercieron sus funciones. Fueron funcionarios de gobiernos civiles o militares; nacionalistas o liberales; conservadores, radicales o peronistas; a veces corridos a la derecha, a veces a la izquierda, pero me atrevo a decir que muchos de ellos se hicieron cargo ante sus conciencias y la historia de las responsabilidades que debían ejercer.

En una Argentina que todavía no se atrevía a decir su nombre, los primeros hombres que se esforzaron por representarnos en el mundo fueron Manuel Belgrano, Bernardino Rivadavia y Manuel Sarratea. Unos años después, esa responsabilidad la ejerció ese conservador contumaz, intrigante y culto que fue Manuel García, ministro de Rivadavia y también de Rosas.

Sin embargo, si hubo un hombre que en esos años complicados y a veces impiadosos ejerció con dignidad su labor de canciller, ese hombre fue Tomás Guido, el mismo que estuvo al lado de Mariano Moreno cuando murió en alta mar, el íntimo amigo de San Martín, el hombre a quien el Libertador le confiaba sus dudas, temores y proyectos, y el político que en su momento fue ministro de Manuel Dorrego y luego de Juan Manuel de Rosas.

La Confederación de Urquiza contó con la colaboración de hombres excepcionales como fueron Santiago Derqui y Juan María Gutiérrez, por no mencionar a quien durante esos años trajinó por Europa para legitimar a la Confederación y en el camino aseguró el reconocimiento de España. Me refiero a Juan Bautista Alberdi, el autor de “Las bases” y junto con Domingo Faustino Sarmiento, el intelectual más brillante de la segunda mitad del siglo XIX.

Bartolomé Mitre contó con la colaboración de Rufino de Elizalde y Sarmiento, quien a su vez cuando fue presidente convocó para ese cargo a Carlos Tejedor y Mariano Varela. Por su parte, Nicolás Avellaneda designó como canciller a Félix Frías (el hombre que acompañó a Lavalle vivo y muerto hasta Bolivia) y a quien con justicia fuera considerado el gran maestro de la diplomacia nacional, don Bernardo de Irigoyen, que también ocupará esa cartera durante la primera presidencia de Julio Argentino Roca.

Don Bernardo, además de federal y conservador, fue uno de los artífices del Acuerdo de San Nicolás, el negociador que supo defender los intereses territoriales ante Chile y el hombre que no tuvo tapujos en ponerle límites a las pretensiones coloniales de Gran Bretaña, cuando su representante intentó amenazarnos con bombardear Rosario si no deponíamos nuestra actitud de cerrar el Banco de Londres, una orden librada -dicho sea de paso- por el gobernador santafesino Servando Bayo. En la ocasión, Yrigoyen no sólo demostró el temple de un diplomático con agallas, sino que dejó sentada la doctrina que postula que las sociedades anónimas no pueden ni deben reclamar derechos correspondientes a una persona física.

Juárez Celman y Luis Sáenz Peña habrán sido presidentes controvertidos, pero sus cancilleres fueron Estanislao Zevallos, Miguel Cané y el propio Roque Sáenz Peña, el mismo que años más tarde promoverá la reforma política que asegurará los derechos políticos para todos los ciudadanos.

El presidente Roca contó en sus dos presidencias con la colaboración de Bernardo de Irigoyen y el talento de Joaquín V. González, creador de la Universidad de la Plata, promotor del primer proyecto de Código de Trabajo en el Argentina, además de autor de ensayos políticos lúcidos y consistentes, entre los que merece destacarse “El juicio del siglo”.

También fue canciller de Roca, Luis María Drago, el creador de la doctrina que lleva su nombre y que impugna la pretensión de las potencias extranjeras de cobrar por la fuerza de las armas o por la llamada diplomacia de las cañoneras las deudas financieras de los países. Drago no era de izquierda ni mucho menos; más bien pertenecía al linaje de aquellos lúcidos conservadores de principios del siglo veinte que supieron defender los intereses nacionales fundando doctrinas sustentadas en sólidas reputaciones intelectuales.

Hipólito Yrigoyen contó en sus dos presidencias con la colaboración de hombres de talento como fueron Honorio de Pueyrredón y Horacio Oyhanarte; mientras que Marcelo T. de Alvear dispuso de los aportes de Ángel Gallardo y Tomás le Bretón, dos funcionarios que le permitieron decir que gobernaba tranquilo porque sabía que si le ocurría algún percance, Le Bretón o Gallardo podían hacerse cargo de la presidencia y gobernar con mucho más talento que él.

Los conservadores de la década del treinta habrán tenido muchos defectos, pero sus funcionarios -me refiero a las presidencias de Justo y Ortiz- eran de lujo. Uno de ellos fue Carlos Saavedra Lamas, nuestro primer Premio Nobel por el arbitraje desempeñado en esa guerra cruel y estúpida que fue la que libraron hasta desangrarse bolivianos y paraguayos.

El peronismo también contó con cancilleres de nivel -entre otras cosas, porque Perón tenía una visión de Estado de la que sus actuales seguidores carecen- que supieron ejercer sus responsabilidades con perspicacia política. Uno de ellos, fue Juan Cooke, pero los más interesantes fueron Hipólito Paz, Juan Bramuglia, permanentemente impugnado por Evita, y Jerónimo Remorino.

La Revolución Libertadora contó con la colaboración de Mario Amadeo y Alfonso de Laferrere, mientras que el presidente Arturo Frondizi designó para ese cargo a Alfredo Vítolo, Adolfo Mugica -el padre del asesinado sacerdote tercermundista-, Miguel Ángel Cárcano y Diógenes Taboada.

El presidente radical Arturo Illia contó con la invalorable colaboración de Miguel Ángel Zavala Ortiz, un diplomático culto, sutil y leal a su partido y a su presidente. Nicanor Costa Méndez fue el canciller de la dictadura militar de Onganía y Galtieri. Fue un conservador que legitimó con su indudable talento a gobiernos de facto, pero lo único que se puede decir a su favor es que nunca dijo ser otra cosa.

El peronismo que regresa al poder en 1973, nombra en ese cargo a Alberto Vignes y más adelante a Ángel Robledo, dos políticos de raza que, más allá de sus ideologías y posiciones políticas, no avergonzaron a la Cancillería con sus decisiones. Con la recuperación de la democracia y la llegada de Raúl Alfonsín a la Casa Rosada, el canciller fue Dante Caputo, un diplomático que marcó con su presencia esos años fundacionales de la democracia y que demostró su valía intelectual en diferentes conflictos o en episodios emblemáticos como cuando puso en ridículo a un Vicente Saadi oportunista, anacrónico y torpe.

Carlos Menem dispuso de los servicios de un intelectual de primer nivel, un hombre que sumaba a sus conocimientos un refinado y a veces desopilante sentido del humor, como Guido di Tella. Néstor Kirchner contó con la colaboración de Rafael Bielsa y Jorge Taiana, funcionarios polémicos en más de un caso, pero a los que nunca se les negó talento.

Como se podrá apreciar, la mirada hacia el pasado nos permite registrar los apellidos de cancilleres de diversa procedencia política e ideológica, pero en todos los casos se trata de hombres que supieron ejercer con dignidad su cargo, hombres con los cuales podemos mantener diferencias pero ninguno de ellos nos avergüenza.

Valgan estas consideraciones para interrogarnos acerca de la presencia en la Cancillería que en su momento tuvo a figuras como Guido, Sarmiento, Cané, Irigoyen, Zevallos, Drago, Saavedra Lamas, Bramuglia, Vítolo o Zavala Ortiz, de ese monumento a la grosería, la vulgaridad, el oportunismo político y el arribismo social que se llama Héctor Marcos Timerman. ¿Un síntoma de los tiempos decadentes que nos tocan vivir?, ¿una anécdota desgraciada?, ¿la consecuencia querida o no querida de tantos errores y desatinos?