editorial

Refugiados: el drama y la falta de respuestas

Gobiernos occidentales de diferentes signos políticos han decidido ponerle límites al ingreso de inmigrantes de África y Asia, e incluso proceder a la expulsión de indocumentados.

El paréntesis abierto por la crisis de las armas químicas coloca en un primer plano el otro drama de la guerra en Siria: el destino de los refugiados, alrededor del nueve por ciento de la población en un país que supera con creces los veinte millones de habitantes. Las Naciones Unidas han sugerido a través de los comisionados que los principales países de Occidente se hagan cargo de esa responsabilidad y arbitren los medios para dar refugio a cientos de miles de personas, un reclamo fácil de expresar en el discurso y muy difícil de resolver en la práctica.

El tema es delicado y complejo, porque en los últimos años ha surgido en Europa y los EE.UU. una fuerte corriente intelectual orientada a reducir al mínimo la presencia de inmigrantes y, muy en particular, los provenientes de países de Medio Oriente e identificados con el Corán. Como dijera en su momento la señora Angela Merkel, el multiculturalismo es una experiencia que ha fracasado en Occidente.

A los problemas derivados del incremento de la inmigración, en el contexto del quiebre del tradicional Estado de bienestar, se suman los conflictos religiosos y étnicos que se han multiplicado en los últimos tiempos con sus secuelas de violencia, intolerancia, modificación de paradigmas culturales y alteraciones significativas del sistema político, fenómeno que se expresa, entre otras manifestaciones, a través del resurgimiento de partidos nacionalistas de extrema derecha.

Como consecuencia de estas nuevas realidades, gobiernos de diferentes signos políticos han decidido ponerle límites al ingreso de inmigrantes de África y Asia, e incluso proceder a la expulsión de indocumentados, como lo acaba de proponer en estos días el gobierno de signo socialista de Francia. O las reiteradas iniciativas de este tenor por parte por ejemplo- de los gobiernos de California o Texas para expulsar de su territorio a los llamados “espaldas mojadas”.

Los dramáticos llamados del Papa Francisco para modificar esta tendencia de desentenderse del drama social, han tenido un buen efecto mediático, pero es de temer que las consecuencias políticas prácticas no sean tan generosas. El reciente y trágico naufragio en el Mediterráneo de refugiados que marchaban hacia Lampedusa, sensibilizó a la opinión pública y puso otra vez en evidencia el drama de quienes huyen de sus países corridos por el hambre y la guerra. Sin embargo, hay motivos para creer que una vez superado el efecto de la tragedia, todo retornará a la normalidad, es decir, al rechazo de los países centrales a hacerse cargo del drama de los desposeídos.

En el caso de Siria, la presión de las Naciones Unidas permitió que Estados Unidos, Canadá, Suecia y Nueva Zelanda, por ejemplo, accedieran a recibir a algunos refugiados, pero la cuota autorizada es tan reducida que se parece más a una respuesta testimonial que al punto de partida de una solución solidaria con las víctimas de la guerra.

Para colmo de males, una reacción alternativa y razonable orientada a que sean países de Medio Oriente como Arabia Saudita, Jordania o los Emiratos del Golfo Pérsico, los que se hagan cargo de personas que practican su misma religión y que, en la mayoría de los casos pertenecen a su misma etnia, ha sido rechazada por sus gobiernos, de lo que se deduce que hoy por hoy la situación no tiene salida, aunque las demandas presionen sobre un Occidente que, por añadidura, carece de capacidad de respuesta para un problema de semejante envergadura.

Países de Medio Oriente como Arabia Saudita, Jordania o los Emiratos del Golfo Pérsico, rechazan la idea de hacerse cargo de personas de su misma etnia y religión.