De “Tener alas”

Arístides Gandolfi Herrero (1889-1982), más conocido por su seudónimo Álvaro Yunke, integró, junto a escritores como Leónidas Barletta, Elías Castelnuovo, César Tiempo y Roberto Mariani el Grupo de Boedo. Gran parte de su obra ha finalmente ocupado la atención de los lectores más jóvenes. Ediciones Colihue acaba de publicar una antología de cuentos, poemas y fábulas, seleccionados por María de los Ángeles Serrano, de la que anticipamos aquí algunos textos.

Por Álvaro Yunke

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Idioma universal

Un papagayo que hablaba muchos idiomas —el de los tigres, el de los pumas, el de los murciélagos y otros más, además del de los hombres— creyó haber hallado por qué estos seres sin garras, sin músculos poderosos, sin agudos colmillos y sin alas, dominan a todos los demás seres de la creación, armados y terribles. Pensó el papagayo: los hombres se comprenden entre sí. Los animales, no. Un tigre y un puma, tan semejantes en su aspecto, hablan idiomas distintos. Igual ocurre con el cuervo y el cóndor. Y con los demás animales: una vizcacha no puede hablar con un coatí ni un guanaco con una llama ni un chimango con un búho.

Y pensó el papagayo: si yo consigo que éstos se comprendan entre sí, que hablen un solo idioma, podrán aliarse y luchar contra el hombre, el tirano que a todos persigue y mata.

Convocó una asamblea de animales: aves y cuadrúpedos. Desde el tapir hasta la chinchilla, desde el chajá hasta el colibrí; todos concurrieron. El papagayo políglota les expuso el motivo de la reunión, a cada animal en su idioma. Y todos hallaron genial su idea y la aceptaron, entusiastas.

Pero el caburé, díscolo, fue quien opuso la primera dificultad:

—¿Y qué idioma adoptaremos? Porque supongo papagayo, que usted no pretenderá que yo, el caburé, hable el idioma del insignificante chingolo.

Por sus chillidos, ásperos y sus miradas feroces, los otros animales comprendieron que el caburé protestaba, y quisieron saber por qué protestaba.

El papagayo les explicó.

Y el tigre, el puma, el jabalí, el gavilán, el yacaré, el zorro, el cardenal, el mono, la cigüeña o el caraú, es decir, los que se creían importantes (y todos se creían importantes) ya sea por su poder, o por su beldad, o por su canto, o por su fama, o porque una leyenda los había hecho célebres, todos comenzaron a gritar, a expresar sus méritos, y todos a exigir que fuese el propio el idioma que se adoptase para idioma universal.

No se pudieron entender. Hubo zarpazos, mordiscos, heridas y muertes.

El papagayo se alejó...

Y los hombres, a pesar de no poseer garras ni agudos colmillos ni poderosos músculos ni alas, continuaron venciendo al jaguar o al puma de garras terribles, al yacaré de cortante dentadura, al zorro de ágiles músculos y al cóndor de alas magníficas.

Concurso de arte

El papagayo, que había pasado cinco años en la ciudad, al volver al bosque, no olvidó del todo lo que allí aprendiera. Por ejemplo, él había visto allí que el mérito de los artistas se calificaba en certámenes; y propuso verificar uno en la selva, a fin de seleccionar el mejor de los cantores.

La idea fue acogida con entusiasmo. Y no sólo las bestias de pluma, sino también solemnes cuadrúpedos, como el onagro o el jabalí, se anotaron en el concurso.

Entre las novedades que el papagayo traía de la ciudad, contaba el “sufragio universal” y el “voto secreto”. En este concurso de arte, estableció él, no habría jurado: votarían por el que consideraran el mejor de entre ellos, todos los concursantes.

Así fue: se adelantaba un animal, cantaba y luego arrojaba su voto en una cabeza de coco hueca que el papagayo sostenía.

Los más diversos seres “cantaron” y votaron después. Del bosque, de la sierra, de la llanura, desde los confines más remotos, se allegaron animales a “cantar” y votar. El pintado yaguareté arrojo sus estremecedores rugidos, y la cenicienta calandria, sus cromáticos gorjeos; el avestruz o el carpincho, el burro o la llama, el chajá o el pecarí, el mainumbí o el hombre: todos “cantaron” y votaron.

El éxito del concurso era evidente, y el papagayo así lo proclamaba en un interminable torrente de frases que tenían por obligado estribillo: “sufragio universal”, “voto secreto”.

Llegó el escrutinio. Secundado por dos venerables monos, el papagayo comenzó a anunciar el resultado de ese concurso de arte que, valiéndose del método infalible del voto secreto y apoyándose en la democrática conquista del sufragio universal, iba a proclamar quién era el mejor de entre los cantores de la sierra, el bosque y el llano.

Sacó el mono la primera papeleta y, ante la general emoción, cantó el papagayo:

—¡El burro!

Sacó el mono la segunda papeleta, y leyó el papagayo:

—¡El burro!

La tercera dio también su voto al burro, y la cuarta, y la quinta... El desconcierto ahora sí era evidente. Todos se miraban como culpables los unos a los otros.

Prosiguió el escrutinio, y las papeletas, invariablemente, aparecían proclamando al burro como el mejor entre los cantores de la sierra, del bosque y del llano.

¿Era acaso el rebuzno la más melódica de las músicas?

¿Creían esto quienes votaron por él?

¿Sería el más armonioso de los cantos?

Entre el trino inspirado de la calandria y el gemir angustioso del cacuy, ¿cómo elegir el desigual, el inarmónico, el chirriante rebuzno? Siquiera el rugir del puma... ¿Por qué había ocurrido esto?

Cada cual de los concursantes, considerándose a sí mismo el merecedor del premio y teniendo al burro por el menos peligroso de sus rivales, había votado por él.

Solamente dos votos no fueron para el vencedor: una de las papeletas traía el nombre de la calandria y otra, el del hombre.

Eran los votos del burro, que había votado sinceramente, según su sentir, y del hombre, que había votado por sí mismo.

Forzoso fue proclamar al burro como el más eximio de los cantores de la sierra, el bosque y el llano.

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ilustraciones de seyú

Las alas de la mariposa

Me pides un cuento recién inventado... Te contaré por qué la mariposa tiene alas gráciles y de hermosos colores:

Este era un bicho como todos los bichos: chato y oscuro. Pero el bicho se enamoró de una flor y quiso llegar a ella. No pudo. La flor se hallaba muy alto, balanceándose en una rama.

El bicho, trepando, tal vez hubiera podido llegar a ella; pero un arroyo lo separaba del tronco del árbol.

El bicho, al ver que le era imposible llegar a la flor, no se resignó a su destino. Siguió deseando llegar a ella. Lo deseó más intensamente, tan intensamente que sus deseos se transformaron en alas. Y no vulgares, sino bellas y de múltiples colores.

Había nacido la mariposa, uno de los seres más delicados y hermosos de la naturaleza.

Quítale las alas a la mariposa, ¿qué es? Un feo bicho, un oscuro y chato bicho. Pero deseó, enamorado, un imposible, nada menos que una alta flor de la que lo separaba una amenaza de muerte, como es un arroyo para un bicho, y se transformó en esa maravilla que es una mariposa, regalo de los ojos, gala de los jardines, émula de las flores más bellas.

Este cuento -recién inventado- te dice por qué ese bicho que es la mariposa posee alas...

—Y a mí, ¿no me pueden crecer alas de mariposa, como a aquel bicho?

—¡Ya lo creo que sí, hija! Enamórate de algo, aunque parezca inaccesible, desea casi un imposible como aquel bicho, te crecerá la imaginación...

—¿Y la imaginación es un ala?

—¿Que si es un ala la imaginación? ¡La imaginación es la más hermosa de las alas! Y la más poderosa, la que más alto vuela, la que jamás se cansa.

Tener alas

Papá, yo quisiera tener alas. ¿Nunca me saldrán alas a mí?

—Puede ser, hija, que te salgan alas, ya que las deseas. Pero si llegas a tener alas, vuela cuando te halles sola. Cuando estés entre los demás seres humanos, ocúltalas para caminar como ellos. Y junto a ellos.

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