En las regiones del escalofrío

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Ilustración de Mark Owen.

 

Por Raúl Fedele

“Nocturnos”, de John Connolly. Traducción de Carlos Milla Soler. Tusquets. Buenos Aires, 2013.

La saga de novelas policiales “negras” que protagoniza el detective Charlie “Bird” Parker suele estar teñida de más o menos intensos tonos sobrenaturales. En la serie de cuentos que conforman Nocturnos, ése es el color principal y meticulosamente trabajado. Sin embargo, el rojo sigue siendo el tinte al que más se apela; es decir que la fantasía y lo fantasmal siguen de alguna manera sujetos a lo implacable y a lo verosímil que John Connolly (Irlanda, 1968) despliega en sus novelas policiales.

En los mejores cuentos de Nocturnos se juegan los elementos del estricto cuento fantástico, en el cual cunde la incertidumbre y el escalofrío de la pérdida de equilibrio entre una explicación racional y una prodigiosa. Lejos, sin embargo, de los más fieles cultores del género (vg. Henry James y nuestros Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares), estos cuentos de Connolly están más cercanos a la contundencia y efectismo de Stephen King.

Un estricto linaje de payasos de circo que van por el mundo rastreando y raptando niños con genes payasescos; un escritor en crisis que encuentra su salvación literaria -y su pérdida de identidad- en un tintero adornado con un monito vampiro; el juramento de amor eterno que obliga a uno de los promesantes a la necrofilia; una codiciada jardinera de rosas y hortalizas que mendiga a sus ocasionales amantes unos sorbos de sangre humana que suplan a la asquerosa hemoglobina de rata que está bebiendo para sobrevivir, sorbos que dejan secos a los dadores, y cuyos huesos triturados sirven para abonar su envidiado jardín. Estos son algunos de los argumentos de los cuentos de Nocturnos.

En los mejores de estos relatos, como decíamos, alguna explicación psicológica viene a sumarse o complejizar la trama sobrenatural. En varios de los cuentos ese trasfondo tiene que ver con el misterio femenino, con la misoginia o con el temor hacia las mujeres.

El cuento “El ciclo” es especialmente efectivo en este marco. Contado por un autor omnisciente, se nos presenta a una mujer que regresa de su trabajo en tren a su pueblo con una inesperada tardanza. Está preocupadísima porque ya empezaron los síntomas de su menstruación y espera llegar a su casa antes de que sobrevenga. Sus reacciones ante los indiferentes o bulliciosos pasajeros nos descubren que se trata de una mujer que vive con sus padres, aislados en una aldea, que ni se le ocurre entablar relación con hombre alguno, que nunca habló de estos periódicos malestares con nadie. Su estación es la última. En la penúltima, los vagones están ya vacíos. Y de repente irrumpen dos jovencitos violentos y decididos a violar a esa mujer sola. Ella, entretanto, ya no puede reprimir las muecas y gemidos del dolor que la acomete. El tren, ya casi a punto de entrar en la última estación se detiene, se apagan las luces, y una voz irrumpe desde los parlantes avisando que una avería momentánea obliga a esperar el cruce de otro tren. La mujer se levanta para ir al baño al fondo del último vagón. Los dos malditos jóvenes la siguen; saben que aunque se encierre en el baño, una patada basta para abrir la puerta.

Los canallas entran al último vagón casi a oscuras. Llegan casi a recorrerlo cuando oyen un ruido a sus espaldas. Un intenso olor animal impregna el aire y oyen un gruñido bestial. Aparecen unos pies humanos cubiertos de vellos, unas patas musculosas, un vientre y unos pequeños senos que rápidamente son cubiertos por la negrura de pelos que surgen de cada poro. Las uñas de los dedos se curvan y uno de los muchachos cree ver en ellas restos de laca morada. Esa figura avanza aullando con el rostro que se alarga formando fauces de lobo y colmillos del que gotean espesos hilos de saliva y sangre. Los ojos amarillos. Y ataca a uno de los jóvenes. El otro escapa, llega a la puerta, toma la manija “cuando un gran peso cayó sobre su espalda y lo derribó. El tren se puso en marcha con una sacudida al mismo tiempo que Davey sentía un cálido aliento en la piel y unos dientes afilados en la nuca. En sus momentos finales tomó conciencia, curiosamente, de que siempre había temido a las mujeres. Ahora, por fin, le pareció entender la razón”. “Y Davey gritó mientras ocupaba su lugar en el gran ciclo de la vida y la muerte, y el color ojo inundaba el mundo”.