ESCRITURA, ORIGINALIDAD Y PROTOCOLOS. UN RELATO

Así habló Wulff o la conspiración de los académicos

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Maurits Cornelis Escher. Cascada, 1961. Foto: Archivo

 

Estanislao Giménez Corte

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I

Sobre 1781, el pensador W. Gottfried Wulff, alarmado, convocó a una reunión urgente en su casa de las afueras de Borussia. Wulff, dijo, había tenido una epifanía. Dijo que un peligro los acechaba. Dijo: entreveo que, por la democratización del saber; sospecho que, por la popularización de los métodos para imprimir; aseguro que, por una natural tendencia al gusto por los relatos, en este nuestro tiempo, y muchísimo más hacia adelante, cualquiera podrá devenir un escritor. Cualquiera podrá escribir -gritó a su auditorio-; y, con el último aire, enfatizó, cualquiera. Wulff, dijo, vio con pavura cómo el sagrado oficio de la escritura estaba, en sus narices, siendo arrojado a los perros; vio cómo el santo prestigio de los papeles y la tinta descendía al barro de lo cotidiano y de la anécdota; vio cómo el etéreo vuelo de los poetas era ahora menester de arrastrados sujetos que decían desde el polvo y la mugre. Dijo: no podemos permitirlo. Dijo: lo evitaremos.

II

Así habló: no podremos impedir la proliferación de autores, no tenemos los recursos humanos ni materiales para tal empresa, pero -dijo- nosotros seremos un filtro universal. Decidiremos quién será un autor, cabalmente, y quién no; diremos qué es lo bueno y qué es lo malo. Crearemos una máquina teórica, administrativa, judicial y simbólica, que va a controlar y a dictaminar sobre la infame y enorme producción literaria, textual, discursiva que circula y aumenta. Tendremos la potestad; el pulgar, la balanza. ¿Cómo hacerlo, cómo llamarlo, cómo organizarlo? Cayeron sobre Wulff la aprobación de la idea y la reserva por la naturaleza del proceso. Llovieron nombres como Crítica, Círculo, Simposio, Ateneo. Éste, no afecto a los mitines ni a la democracia, prefirió el de Academia. Wulff, pletórico, detalló la organización de una red de intelectuales, escritores (los segundos sometidos a los primeros), miembros de universidades que sopesarían, filtrarían y dictaminarían sobre el papel circulante y su canonización u ostracismo. Describió un sistema sigiloso, un poder en las sombras, no expuesto, que funcionaría claustros adentro. Debemos, dijo, oponer a los adelantos técnicos y a la levedad actual por la obra el contrapeso de un juicio severo, cerrado, críptico, doliente si es necesario. Para ello, dijo, confeccionaremos rígidos protocolos, cánones, documentos, esquemas, normas. Nadie podrá salirse de ello. Todos querrán ingresar en nuestro sistema de premios, y eventualmente se someterán, con mansedumbre, a los castigos. Aquellos que no accedan serán la minucia, la peste. Los altos círculos, mínimos en número, habilitaremos las modas literarias, regulándolas; organizaremos congresos, ascensos y caídas; diremos las tendencias. So pena de sufrir el escarmiento, la decisión siempre será nuestra. En los próximos años, la cantidad de autores se multiplicará al infinito. Nuestra tarea será decir que el 90 % de lo que circula es el oprobio, la basura.

Dijo: para los autores consagrados, además, crearemos lo que he dado en llamar un “aparato crítico”: ejércitos de comentadores, pilas de reseñas, grupos de intérpretes, todos destinados, no a escribir, sino a criticar, a sopesar, a citar, a juzgar. Algo así como exégetas paganos. Unos pocos escribirán las obras propiamente dichas; otros, por cientos o por miles, elaborarán juicios críticos (a favor) sobre esos autores. Se los citará y reseñará, se los hará ingresar en las universidades y en los programas de estudios. Docentes, becarios, estudiantes, críticos, periodistas, expositores comentarán las virtudes de esos autores, utilizando ciertos procesos protocolares y científicos que nosotros diseñaremos (y que serán, esencialmente idénticos). Así, unos y otros dirán más o menos lo mismo, pero no podrán salirse de un esquema preconcebido. Tendrán, aunque no lo sepan, pavura a la libertad; un poco atormentados, suspendidos en la imposibilidad de decir, no crearán nada: replicarán, repetirán, refritarán. Dijo: criticarán lo que existe con conceptos que ya existen. Descansarán en cómodos edificios conceptuales, pero no podrán siquiera abrir en ellos una hendija. Nadie los molestará allí, pero no arriesgarán casi nada. De alguna forma, administrarán lo ya hecho. No sabrán, no querrán saber, de su dócil prisión. Una obra alumbrará una lectura crítica inspirada en una teoría. Así, de ese círculo, nadie podrá salir. Elaboraremos un discurso un tanto críptico, complejo, un código inter pares. La máquina decidirá quiénes ingresan y quiénes no. Ese mecanismo eliminará de la faz de la tierra a cientos de miles de potenciales escritores y los transformará en integrantes de la Academia. Dijo, y calló.

III

Ahora mismo, en algún lugar, alguien emprende un trabajo de investigación sobre un autor clásico. Miles de trabajos lo anteceden y lo aplastan. Éstos, dormidos en anaqueles, quietos, sueñan que alguien viene por ellos. Éste, el de ahora mismo, como casi todos, naturaliza una tarea detectivesca: citas de unos llevarán a citas de otros que llevarán a citas de otros. Ahogado en ese vaho terminológico, ese alguien tratará de decir algo, en algún pasaje de su trabajo, pero las manos le tiemblan de sólo pensar en la ancha libertad y en el hondo vacío. En el espantoso riesgo de asomarse un ápice fuera de la estructura. Apenas lo leerá un tutor; apenas lo juzgarán unos sujetos que arduamente no leerán su trabajo. Así es la máquina: alguien que casi no escribe se presentará ante alguien que casi no lo lee para asegurar, por ósmosis, la perduración de un sistema que casi tiene sentido.