Crónicas de la historia

Cromañón: ¿accidente o suicidio colectivo?

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Rogelio Alaniz

El pasado 30 de diciembre se cumplieron nueve años de la tragedia de Cromañón, ocasión en la que murieron ciento noventa y cuatro personas como consecuencia del incendio de las instalaciones. Cromañón era un local ubicado en el barrio porteño de Balvanera en el que se celebraban conciertos de rock. Según los entendidos, constituía algo así como un punto de referencia para la promoción de ciertas bandas ajenas a los llamados circuitos oficiales. Su gerente era Omar Chabán, un empresario de la noche que en su momento había administrado locales de culto, como lo fueron Einstein y Cemento.

Cromañón se inauguró en abril de 2004 con la presencia del grupo Callejeros, el mismo que estuvo presente la noche de la tragedia. Se trataba de un local con capacidad para mil personas, con una puerta de ingreso y dos puertas de emergencia. La puerta de entrada sobre calle Mitre daba a un hall desde donde se accedía al salón a través de seis puertas. Una de las puertas de emergencia estaba al lado de la principal; otra, cerca del escenario. Los detalles de las puertas y su distribución son importantes para entender lo sucedido, ya que cuando se incendiara la media sombra del techo habría de convertirse en una trampa para la multitud.

La tragedia se inició a las 22.50. En el local, había en ese momento más de cuatro mil personas, es decir una cantidad que cuadruplicaba la capacidad permitida. El desborde de gente tenía que ver seguramente con la popularidad de Callejeros, pero sobre todo con el afán de recaudar de los organizadores. Que las puertas de emergencia hayan estado cerradas a contramano de lo que establecían las leyes, tenía que ver con lo mismo, es decir, impedir que los jóvenes pudieran ingresar sin pagar. No fue la única contravención. Según las disposiciones legales, tampoco se podía vender alcohol o tener bengalas. Otro detalle: había quince matafuegos, de los cuales diez no funcionaban. Digamos que esa fatídica noche todo se complotó para desencadenar la tragedia: exceso de gente, puertas cerradas y multitudes decididas a celebrar su ritual lumpen arrojando bengalas al techo.

Las bengalas. El desencadenante material de la tragedia. Su ingreso estaba prohibido, pero la convocatoria al espectáculo incluía su uso y, además, los organizadores hacían unos pesos más vendiéndolas. Según las tradiciones rockeras, las bengalas son un componente importante de la fiesta, algo así como un folclore que se celebra en los recitales. ¿También en locales cerrados? A juzgar por los hechos, parece que sí. ¿Por qué? Porque se les ocurre, porque les gusta, porque se dejan llevar por la corriente, porque celebran la marginalidad. Es cierto... las celebraciones tienen un componente irracional que se puede compartir o no, pero lo que en este caso se discute es la celebración a puertas cerradas. Todos tienen derecho a divertirse y a nadie se le puede exigir cuando se divierte que se comporte como si asistiera a una ceremonia fúnebre. Sin embargo, hasta en las fiestas más desenfadadas hay límites, límites que diferencian la alegría del dolor, lo legal de lo ilegal, la fiesta del suicidio colectivo. Bandas lúmpenes, conductas lúmpenes, no salen gratis.

¿A nadie se le ocurrió que arrojar bengalas hacia el techo en un local cerrado era como jugar a la ruleta rusa? ¿Hacía falta un policía, una norma legal, un funcionario estatal, para recordarles a personas supuestamente civilizadas que si se arrojaban bengalas al techo podía pasar lo que inevitablemente pasó? No sólo el sentido común y el más elemental principio de preservación estaban anulados, tampoco fueron tenidas en cuenta algunas advertencias prácticas.

En mayo de ese año, siete meses antes de la tragedia, en el mismo local se había producido un principio de incendio mientras actuaba la banda Jóvenes Pordioseros. Algo parecido ocurrió más tarde con La 25. Digamos que los muchachos estaban avisados, Dios o el destino les había advertido a todos lo que podía pasar. Pues bien, ni empresarios, ni músicos, ni público le prestaron demasiada atención. Incluso, cuando en algunas ocasiones la policía quiso intervenir, fue recibida con piedras e insultos. Todos, todos querían participar de la ceremonia macabra; todos marcharon alegremente hacia la tragedia.

El dolor y luto de los familiares de los muertos se entiende, pero ese dolor inconsolable se explica por sí mismo. Lo que importa, en este caso, es reflexionar acerca de la irracionalidad de ciertos comportamientos colectivos, porque Cromañón, en este sentido, es un paradigma de nuestras propias contradicciones, un espejo donde nos deberíamos mirar y, sobre todo, donde los jóvenes deberían mirarse.

Ocurrida la tragedia, inmediatamente se le reprochó al Estado no haber protegido a la gente. Correcto. El Estado tiene la obligación de hacerlo y cuando no lo hace debe sancionarse a quienes no cumplen con su deber. En el caso que nos ocupa, funcionarios, policías, políticos, incluido el jefe del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, fueron a la cárcel o perdieron sus cargos. Todo bien. Pero dicho esto, la pregunta siguiente es: ¿Y qué pasaba cuando la policía por ejemplo- intentaba cumplir la ley y era repelida con violencia en nombre de las libertades o del clásico sentimiento “anticana” de los jóvenes? Es muy lindo, muy juvenil hacer lo que a uno se le da la gana, repudiar todos los controles, agitar consignas al estilo de “prohibido prohibir” o “abajo la cana”, pero cuando ocurre una tragedia enseguida se le reprocha al Estado no haber cumplido con su deber.

Por supuesto que si se hubiera cumplido a rajatabla con las disposiciones legales, si las puertas de emergencia hubiesen estado habilitadas, si no se hubiera vendido alcohol y bengalas, esto no habría sucedido o sus secuelas habrían sido menores. Pero hasta la noche de la tragedia, un Cromañón sin alcohol, sin bengalas y sin multitudes vociferantes no hubiera sido Cromañón.

Omar Chabán es responsable como empresario, como lo son sus colaboradores y los integrantes de la banda Callejeros que hasta último momento se quisieron lavar las manos y presentarse como víctimas, cuando en realidad integraron una trama de complicidades que terminó mal. No deja de ser una macabra coincidencia que el baterista de esta banda, Eduardo Vázquez, esté hoy preso no por lo de Cromañón, sino por haber asesinado a su mujer, Wanda Taddei, recurriendo a la misma arma de Cromañón: el fuego.

Los principales imputados fueron a la cárcel con Chabán a la cabeza, pero los señores de Callejeros durante mucho tiempo no sólo gozaron de libertades, sino que siguieron brindando recitales acompañados por una troupe que celebraba y festejaba sus salvajadas, troupe que a juzgar por sus preferencias musicales y sus comportamientos no eran muy diferentes de las que participaron en la neroniana jornada del 30 de diciembre de 2004.

Quiero creer que nadie en su intimidad quiso hacerle daño a nadie y mucho menos a sí mismo. El propio Chabán en su momento advirtió al público que dejaran de arrojar bengalas al techo y fue repelido con abucheos e insultos. Era un empresario irresponsable, pero sobre el filo del abismo vio el peligro y les advirtió a las futuras víctimas lo que podía ocurrir si no modificaban su conducta. Fue como si hubiera hablado en el desierto. O como si sus potenciales interlocutores hubieran estado ocupados jugando con las bengalas.

No, nadie quería morirse, pero todos actuaron como si lo hubiesen querido. Cromañón, en este sentido, difiere de otras tragedias. Sabemos de gente que ha muerto en ocasiones semejantes porque se incendió el local o se derrumbó la tribuna. Lo que diferencia a Cromañón de todo lo demás, es que fueron los espectadores quienes precipitaron voluntariamente la tragedia. No eran pacíficos melómanos que se sentaron en sus butacas y mientras disfrutaban del concierto se desencadenó el infierno. Aquí ellos fueron los promotores del incendio, sus víctimas y sus victimarios. ¿Todos? Seguramente no; pero todos sabían cuáles eran las reglas de juego del recital. Todos, incluso el que arrojó la bengala fatal, una suerte de soldado desconocido, desconocido e impune, el símbolo anónimo de un suicidio colectivo.

Lo que diferencia a Cromañón de todo lo demás, es que fueron los espectadores quienes precipitaron voluntariamente la tragedia.