En Roma

Inesperado encuentro con una mujer de piedra

Germán de Carolis

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Bella y sola. La esculpió Bernini en el siglo XVII, cuando vivía en el palacio cuyo patio alza.

Foto: Germán de Carolis

 

Para encontrar lo excepcional hay que andar por caminos excepcionales, sucede con todas las cosas. Cuando viajo, sigo mi intuición y, en general, acierto. Roma, por ejemplo, es una ciudad para atrapar al azar, seguir una calle desconocida porque algo te dice que te llevará a un lugar extraordinario. Y es probable que algo distinto suceda.

Así me ocurrió una tarde en que me aparté de vía del Corso -atestada de gente contaminada con el virus del consumo que buscaba promociones de fin de año- y me dirigí por una calle paralela hasta la plaza Venecia, lugar en el que el Duce Benito Mussolini arengaba a a las masas idiotizadas y obedientes empujándolas a una guerra sórdida, máxima expresión de la imbecilidad humana.

Desde allí fui serpenteando calles hasta desembocar en la Via della Mercede, y comencé a caminarla lentamente, observando cada fachada, cada detalle de sus espléndidos edificios.

Por alguna razón, no quería salir de ella. Paso a paso llegué al número 12, donde se levanta un inmenso palacio que, como en Roma sucede con frecuencia, se ha transformado en un condominio privado. Me detuve, como si hubiera recibido el mandato de hacerlo. El inmenso portal de madera aun estaba abierto de par en par. Un ingreso oscuro y tétrico, de grandes dimensiones, daba a un patio interno descubierto, en el que se veía un par de automóviles estacionados y otros protegidos con fundas, como si estuvieran allí desde hace largo tiempo.

El invierno precipita la noche a media tarde y ya estaba oscureciendo; sin embargo, hice un esfuerzo para mirar hacia el fondo porque algo extraño me instaba a hacerlo, y creí ver una tenue figura sobre la pared final del patio.

Esperé un rato que algún propietario entrara o saliera para que me permitiera ingresar, pero el tiempo pasaba, y recordé que a las ocho de la noche en Roma se cierran todas las puertas de los condominios, de modo que decidí acercarme a esa borrosa figura. Comencé a filmar y a medida que me aproximaba veía con más claridad que esa tenue imagen era un relieve de una mujer bellísima, insertada en una especie de gruta que daba al patio.

Era una escultura magnífica, digna de un museo, y no alcanzaba a comprender cómo esta obra de arte estaba semioculta en un lúgubre y frío patio de un antiguo edificio romano, rodeada de autos en desuso.

El estado de la pieza deja que desear, pero pese al deterioro irradia una hermosura fuera de lo común. Atraído por la imagen, tomaba unas fotos desde la oscuridad cuando sentí el clásico “clic” de los portones automáticos al cerrarse. Giré y advertí a tiempo su movimiento. Con rapidez alcancé a salir por un espacio estrecho. Eran las ocho de la noche.

Pese al apuro, una pregunta me daba vueltas en la cabeza ¿Quién habría hecho esa bella estatua? Se lo pregunté a un comerciante que estaba cerrando su negocio en la vereda de enfrente. Con toda naturalidad me dijo que había sido Bernini, quien había vivido allí muchos años, y que en verano, los dueños del piso que él ocupara en el siglo XVII, solían abrir las ventanas y desde la calle se veían los techos con frescos del genial artista. Me quedé paralizado. Gian Lorenzo Bernini, el gran escultor napolitano, había esculpido el abandonado relieve del patio solitario.

Justo Bernini, con quien tengo un vínculo especial porque él murió un 28 de noviembre, el mismo día que yo nací, aunque él, claro, en 1680. Desde que lo supe creció en mí un sentimiento de intimidad con el artista, y lo cierto es que admiro su obra con más intensidad. Mil ideas me visitaron en ese momento, pero especialmente el asombro de saber que una poco conocida obra nacida de su genio estaba semiabandonada en el patio de un condominio, sensación agudizada por la oscuridad y la inclemencia del tiempo.

La noche había llegado, y me quedé un largo rato en la esquina, envuelto en un diálogo imaginario con el escultor. Él no estaba, pero sentía su presencia. En la ochava del edificio hay una placa que dice “Aquí vivió Bernini”, pero no hay referencia alguna a su trabajo escultórico.

Me fui lentamente, a lo lejos se divisaba la vía del Corso iluminada a giorno. Miles de personas iban y venían en busca de ofertas y cargadas de paquetes. No muy lejos, la mujer del relieve me parecía más sola después que tuviera que abandonarla de urgencia.

La lluvia tenaz y glaciar se hacía sentir en mi cuerpo, y pude imaginar a la helada escultura soportando el rigor del clima y el olvido de los hombres y la historia. Me la imaginé mojada y fría, y a su lado, mirándola en la oscuridad, vislumbré a Bernini, su maravilloso hacedor.