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Jerusalem, Jerusalem

El autor relata su travesía por el centro geográfico del cristianismo, una ciudad que emociona a creyentes y no creyentes, y que en su caso guarda, además, el recuerdo de una conmovedora historia familiar.

TEXTO. DOMINGO SAHDA. fotos. archivo el litoral.

 

El resplandeciente sol de la mañana inauguraba mi visita a Jerusalem en el marco de la Semana Santa, que ese año coincidía con la propia que celebraba la fe judía según sus preceptos milenarios.

Brillaba a la distancia la Cúpula del Templo en su dorada magnificencia. Jerusalem, epicentro de los destinos de Occidente desde el inicio de los tiempos, exhibía por igual y como señales indelebles, el Muro de los Lamentos, el Camino del Calvario y el Monte de los Olivos; núcleo entrelazado de cristianos, judíos y musulmanes que convivían desde centurias compartiendo el mismo espacio físico, a distancia sideral de sus creencias.

Quería estar en Jerusalem y en esa fecha fundante para cerrar una historia vivida y narrada por mi padre y por mi abuela paterna -ambos protagonistas- en el templo del Sagrado Sepulcro, casi cien años atrás.

Apretujado entre la multitud proveniente de los cuatro puntos cardinales del orbe, cada quien con su ruego, cada quien con su esperanza, orientales y occidentales se entremezclaban, se chocaban, se pisaban sin miramientos. Cada quien quería ser el “primero” en llegar al fin del recorrido por el Camino del Calvario hacia el lugar convocante, el lugar señalizado como el Sepulcro Sagrado, sobre y en torno al cual se erigía el templo, custodiado por una familia musulmana desde siglos atrás. La sonora advertencia de que se acercaba el Arzobispo Armenio con sus acólitos, quienes al son de dos golpes de báculos con mango de plata marcaban el compás, nos aplastó, literalmente hablando, contra los intemporales muros del sendero. No se trataba ya de cuidar pertenencia alguna sino de preservar la integridad física.

En la Quinta Estación, según lo advertía un mosaico cerámico adherido a la pared, me apoyé tratando de recobrar el aliento. Rezos y cantos por doquier, cada quien en lo suyo sin importar lo ajeno. Elevé la mirada y me dije a mi mismo: “Flaco, Maestro, ¿valió la pena tu sacrificio?” Los actos de Fe siempre sacuden mis certezas. Las creencias revisten la condición de enigmas insondables para mis elaboraciones intelectuales y afectivo-volitivas.

Seguí mi camino con rumbo al Monte de los Olivos. Volví a visitar el Muro de los Lamentos, parado a corta distancia de un grupo de judíos ortodoxos que se hamacaban mientras oraban. Dejé en la hendija del mismo, en un pequeño papel enrollado, mi pedido. Discutí con una mujer por un error involuntario y mío, de modo bastante agrio: había ingresado por el camino destinado a las mujeres. Fue inútil cualquier clase de disculpas; en el idioma casero la mandé al diablo. Ella no me entendió. Yo me alivié un poco.

EL CÍRCULO SE CIERRA

El Domingo de Pascuas caminé lentamente desde mi alojamiento hacia el templo. Asistiría a la Misa de Pascuas. Momentos antes me detuve en el lugar señalado como el del Sepulcro del Señor. Mujeres llorosas, orantes, frotaban el piso del lugar. Allí, casi un siglo atrás, mi padre -siendo casi un bebé- había sido acostado por su madre en cumplimiento de un ruego-promesa que le salvaría la integridad física. Quizá la vida. De ese modo lo había sentido mi abuela Ángela, quien con su hijo a cuestas, atado a su espalda y montada en un burro, atravesó los Montes Líbano cabalgando despaciosamente durante tres días con sus noches. Llevaba una ofrenda y un ruego: que Jesucristo salvara la vida de su hijo, mi padre, quien sufría de una severa infección auditiva. Sangre y pus drenaban por sus oídos de manera incontinente.

El llanto del niño-bebé era la letanía que acompañaba los ruegos de mi abuela “Anyul” desde su pueblo M’Baino (Líbano).

Acostó a su hijo, entregó su ofrenda y volvió al portal del Templo a llorar, orar y esperar. Las primeras luces del sol tempranero la llevaron hasta su hijo. Él dormía plácidamente. La infección había desaparecido. Muchas veces y durante años oí el relato, en castellano y en árabe. Mi padre jamás volvió a tener problemas de ese tipo en los siguientes setenta años.

Con los ojos llorosos, sentí que cerraba un círculo en mi historia personal. Fuera del Templo la bullanguera Jerusalem me esperaba. Había participado del ritual del domingo de Pascuas. Me sentí pleno, plenamente vivo. La controversia personal entre fe y descreimiento pronto retornaría. Pero esa es otra historia.

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