Mesa de café

Violencia, juventud y “ni-ni”

 

Remo Erdosain

Marcial le hace señas a Quito para que le sirva un té con leche acompañado con galletitas; José, que acaba de llegar, pide su café bien cargado; Abel sigue con su cortado, mientras yo me arreglo con mi consabido café con leche con medialunas. La mañana está despejada y por la peatonal la gente pasa con su carga de problemas, esperanzas y aburrimiento. Un día más, como dice el tango.

—¿Leyeron lo de esa piba del secundario, me parece que era de Junín?... Las amigas la mataron a golpes porque era linda y se vestía muy bien -comenta Abel.

—Espero que esta vez no le echen la culpa al gobierno -reacciona José.

—El gobierno no es responsable de esta barbarie, pero admitamos que estamos metidos en una sociedad cada vez más salvaje.

—Yo realmente no entiendo lo que le pasa a los pibes -suspira Abel.

—En un país con cerca de dos millones de “ni-ni”, nada debería llamarnos la atención.

—Lo que sucede es que los que protagonizan estas masacres no son desocupados, son chicos y chicas de familias de clase media, no es el hambre o la ignorancia lo que los lleva a cometer esos delitos.

—Si no es el hambre o la ignorancia ¿cuál es la causa?.

—El consumo, la moral de estas sociedades consumistas -respondo.

—Lo más sorprendente de todo -agrega Abel- es que se trata de mujeres.

—Las mujeres también tienen derecho a perpetrar linchamientos -acota Marcial con su inefable sonrisa- sólo una despreciable cultura machista puede suponer que los hombres son los únicos llamados a cometer actos de violencia.

—Lo que vos querés decir -observa Abel algo asombrado- es que los nuevos derechos conquistados por las mujeres incluyen el derecho a participar en riñas callejeras y si mal no viene, matar.

—No exactamente así, pero algo parecido -responde Marcial.

—Terminemos con la joda y hablemos un poco en serio -reclamo-, matar o ejercer violencia sobre los otros es siempre condenable, pero en este caso se mata por envidia, por pequeñas miserias y convengamos que el hecho de que las autoras de esos crímenes sean mujeres le otorga al acto un toque novedoso de sadismo.

—Admitamos -interviene José- que lo que sucede es nuevo, porque en mis tiempos -y que cada uno haga memoria al respecto- podíamos pelearnos, podíamos hacernos los guapos, pero matar era una barrera infranqueable.

—Yo estuve mirando los archivos de Internet y los pocos casos de crímenes cometidos por adolescentes tienen que ver con graves patologías o con episodios delictivos tradicionales, es decir, un asalto, un intento de violación o algo parecido.

—¿Se acuerdan -pregunta Marcial- de Robledo Puch? Era un pibe y un pibe de clase social acomodada, y eso no le impidió matar a todo el que se le cruzara en el camino.

—¿Y se acuerdan del Petizo Orejudo? -inquiere Abel.

—Estamos hablando de enfermos -subrayo-, lo novedoso en este caso es que los criminales se presentan como personas aparentemente normales.

—¿Y no será acaso -se pregunta José- que matar no sea un atributo exclusivo de los enfermos, que también las personas normales pueden matar?

—Lo que quiero decir -insiste Marcial- es que desde que el mundo es mundo los viejos como nosotros decimos que los jóvenes están descontrolados y no respetan nada.

—Eso es verdad -asiento-, pero no neguemos los cambios generacionales.

—No sé adónde querés llegar -exclama José algo impaciente.

—Digo que hay comportamientos que la humanidad reitera, pero también hay diferencias entre una época y otra. Y lo que hay que saber distinguir es qué es igual y qué es diferente en cada momento de la historia.

—Demasiado complicado para una mesa de café -dice Marcial.

El problema -observa Abel- es que a nosotros se nos juntan todas las pestes. Los adolescentes matan, los adolescentes roban, los pibes de los barrios se dan con el paco, otros se hacen barrabravas, muchos no sólo que no estudian ni trabajan, sino que presienten que no van a vivir mucho tiempo, que antes de que lleguen a grandes los van a matar.

—¿No te parece que estás exagerando un poco? -exclama Marcial.

—Creo que no; es más, creo que en algún punto me quedo corto.

—A los jóvenes hay que darles ideales políticos, objetivos justicieros de lucha, esperanzas de que una sociedad mejor es posible -acota José-, hasta que eso no ocurra, los jóvenes seguirán caminando en falsa escuadra.

-Vos lo que querés decir -puntualiza Marcial mientras me guiña un ojo- es que los jóvenes tienen que incorporarse a La Cámpora.

—Ya empezamos con las gorileadas -reprocha José.

—Contestame lo que te pregunté.

—Por supuesto -responde José- el compañero Néstor y la compañera Cristina fueron los únicos que se preocuparon por darles ideales a los jóvenes, darles un objetivo de lucha justo.

—A mí me parece -señalo- es que hasta ahora lo único que se les dio es la oportunidad de cobrar sueldos formidables.

—Como me decía un amigo -resalta Abel- estos jóvenes revolucionarios de ahora no quieren pasar a la clandestinidad sino a planta permanente.

—Ustedes digan lo que se les da la gana -se encrespa José-, pero mientras ustedes mismos se quejan de que los jóvenes no creen en nada ni defienden nada, nosotros reunimos cientos de chicas y chicos de todo el país para hablar de política y defender la causa nacional y popular.

—Te adelanto -contesta Abel- que tus jóvenes oficialistas no son los únicos que tienen preocupaciones políticas, que también hay otros jóvenes que hacen política; pero con una diferencia, no reciben a cambio sueldos de privilegio.

—Y yo advierto -aclara Marcial- que la política no es el único camino para juzgar las virtudes de los jóvenes; que se puede ser inteligente, idealista y generoso, sin necesidad de meterse en política.

—¿Ejemplos? pregunta José.

—Muchos pibes que en lugar de quejarse de su condición de “ni-ni” , estudian, trabajan, es decir, hacen exactamente lo contrario de tus héroes: no dejan de estudiar y no dejan de trabajar; es decir son “no-no”, pero con una diferencia con respecto a sus pares “ni-ni”, no son rentados, no están subsidiados y en la mayoría de los casos se las tienen que arreglar solos.

—Son proyectos individuales, egoístas -califica José.

—¿Y qué tiene de malo? -pregunta Marcial- ¿o vos pensás que tus amiguitos de La Cámpora, defienden grandes proyectos colectivos?

—No tengo por qué no creerles -responde José.

—Vos creé lo que mejor te parezca -enfatizo- pero entiendo que un buen médico, un excelente ingeniero, un eficiente economista, pueden hacer más por el país que un militante repetidor de consignas y pagado con los dineros del Estado.

—¿Y no se pueden hacer las dos cosas?, pregunta Abel.

—No, no se puede ser un excelente profesional y un militante político.

—Se puede -afirmo-, pero en algún momento uno devora al otro. Además, lo que importa es entender que en la vida se puede elegir ser una cosa u otra, se puede elegir ser un “ni-ni” o ser algo mejor.

—A veces la vida no le da opciones a cierta gente.

—Puede ser -admito- pero me resisto a creer que dos millones de pibes no tengan otra alternativa.

—Lo que pasa -acentúa Marcial- es que resulta cómodo echarle la culpa al sistema, al capitalismo, a los padres o a la mala suerte, en lugar de proponerse salir a flote. Resulta cómodo victimizarse y esperar que te asistan; resulta cómodo, pero de alguna manera es muy indigno.

—No comparto -concluye José.

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