Digo yo

Paciente

Paciente
 

Natalia Pandolfo

[email protected]

Todo empieza con un dolor. Hasta entonces, el mundo de la medicina convivía con el propio pero subterráneamente: un mecanismo de ingeniería silencioso, dispuesto a ponerse en funcionamiento cuando se lo necesita.

Llegás a la guardia porque te duele. La espalda, pongamos. Buscás órdenes de consulta, carné y demás papeletas que, como el mundo de la medicina, están siempre allí, conviviendo con las cosas que sí forman parte de lo cotidiano.

Te recetan un inyectable y entonces pensás que Dios existe. Error.

Vas a la enfermería (¿por qué las enfermeras tienen ese rictus malicioso en la sonrisa?) y te piden la droga. Ahí caés en la cuenta de que los Reyes son los padres: que vos tenés que ir hasta la farmacia, comprar, volver y abandonarte a las manos de la doña, a sus medias morcilla, a su rodete.

Vas hasta la farmacia de la esquina, pero cometiste el error de enfermarte en Santa Fe a la siesta. La única disponible está a cuatro cuadras. Caminás encorvado, tratando de disimular la cara de dolor, que la dignidad es lo penúltimo que se pierde.

Llegás, sacás número. Ocho personas. Ocho. Los mirás y te preguntás si todos estarán tan urgidos como vos o si entre esos ocho habrá alguna que fue a comprar champú para cabellos teñidos. Te llaman, entregás la receta, el farmacéutico te mira, vuelve a mirar el papel y consulta por lo bajo al compañero. Vos pensás que es un complot de los dioses. Y entrás a paranoiquear con que alguien, en alguna otra dimensión, está gozando de tu desgracia.

El tipo te extiende el papel y te explica lo que tenés que decirle al médico para que la receta pueda ser utilizada. Vos te sentís ya caminando a tientas en medio del túnel -y sin vías de escape alternativas.

Volvés las cuatro cuadras, masticando la bronca descomunal y ciscándote en la dignidad, el dolor en la espalda, las recetas y la madre que los parió.

En la alucinación de la espera imaginás que el médico te recibe, te pide disculpas por su error, te pregunta si estás muy dolorido y hasta se ofrece, ser humano al fin, a facilitarte la medicina. Es tu turno, despertate. El hombre emite un par de sonidos guturales y vuelve a extenderte el papelito. Vos lo mirás a los ojos tratando de entender cuál fue el día en que estos tipos se enfermaron de complejo de superioridad.

Una vez que la aguja tocó tu piel volvés a creer en los cuentos de Disney. Al rato el dolor desaparece y la vida no te parece tan herida absurda. Error, again.

ESPERO, ERGO SUM

Superada la etapa dolor, estás en condiciones de pasar a la segunda instancia: los estudios.

Pedís turno al médico, llegás al consultorio, te sentás en la sala de espera. ¿En qué estaba pensando el tipo que le puso el nombre “sala de espera”? ¿Habrá supuesto que en esa especie de purgatorio aséptico, los seres humanos son en tanto esperan? ¿La espera es al paciente lo que el diploma al médico? ¿Cuándo fue el día que nos despertamos creyendo que es natural esperar horas a ese señor de guardapolvo blanco? Si el tipo te cita a las cuatro y llega a las cinco, ¿no es de bien nacido pedir disculpas? ¿Tan funesto es el sistema que promueve que vos, paciente, vayas a sentarte a una “sala de espera” a ver morir tu tiempo, minuto tras minuto, como si no valiese?

Finalmente te llaman. Hay dos o tres segundos en los que el tipo se siente realmente dios: es cuando toma su lapicera y escribe. Sabe que estás esperando, tiene plena conciencia de su poder, y vos suponés que saborea esos instantes como si en ellos le fuera la autoestima.

El tipo escribe y el silencio te doblega a una situación de vulnerabilidad: no hay comunicación, hay un discurso unilateral que, para colmo, acaba de interrumpirse. En esos segundos vos te jugás a que tenés algo grave. Te asustás. Dependés de lo que el fulano vaya a decirte. El tipo sabe, intuye, que una vez que pises la vereda vos ya no dependerás de su mano ni de sus palabras ni de sus silencios: la comedia habrá acabado.

Salís con el papelito en la mano. Al día siguiente, entre las miles de obligaciones, preocupaciones, intereses, ganas, deseo, proyectos, en fin, eso que llamamos vida, recordás llamar para pedir el turno para los estudios.

“No damos turnos por teléfono, tiene que venir personalmente”, escuchás. Otra vez a poner el cuerpo, a subirse a la calesita perversa. Llegás a la clínica y la escena es digna de una película de Alex de la Iglesia. En la planta baja, acomodadas como cajeras de supermercado, cinco secretarias reciben a los riñones, hígados y otros fragmentos de cuerpos que llegan dolientes a la línea de partida.

Hay quince personas delante. Observás el mecanismo: la secretaria recibe al señor, hace el trabajo sucio, anota datos, toma el dinero. Finalmente deposita al paciente (¿quién inventó las palabras del mundo de la medicina?) en una silla, desde donde será llamado por dios, que atiende en el primer piso.

“Mi médico está hasta las cinco y necesito los resultados antes de esa hora, porque si no hasta la semana que viene no lo encuentro”, intenta explicar una señora a la secretaria, que atiende gente con la misma dedicación con la que podría estar acomodando melones en un puesto de la feria.

En un momento sentís que si quemaras los papeles que tenés en la mano y siguieras tu vida como venía antes de ingresar al túnel siniestro, recuperarías la dignidad. Sentís que las horas de espera, el desgaste de los trámites y los papeles que se acumulan te envuelven con su rancio perfume. Te sentís enfermo: el sistema lo ha logrado.

(*) Hay excepciones, tantas y tan nobles. Pero estas escenas también existen: lo sabe cualquier impaciente.