Crónicas de la historia

El secuestro del estudiante Bravo en 1951

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Rogelio Alaniz

Un veterano del reformismo universitario me habló por primera vez del estudiante Ernesto Mario Bravo. Me dijo que en los años duros de la dictadura peronista el nombre del estudiante Bravo fue una consigna de la FUA y la Fuba. ¿Como el nombre de José Antonio Aguirre, el obrero azucarero de Tucumán bestialmente torturado en 1949? ¿O el de las trabajadoras telefónicas picaneadas -una de ellas embarazada- durante una huelga declarada ilegal? ¿O como el secuestro de Ingalinella? Más o menos así, me respondió.

En 1956 se filmó una película titulada “Después del silencio”. La dirigió Lucas Demare y actuaron Arturo García Buhr y María Rosa Gallo. La película era mala, pero la respuesta del público fue masiva. Todos querían recordar la historia del secuestro del estudiante Bravo. No fue la única película testimonial de aquellos años. También lo fueron “El jefe”, con Alberto de Mendoza y Leonardo Favio; y “El candidato”, con Alfredo Alcón y Duilio Marzio. El guión de ambas películas fue escrito por David Viñas, uno de los líderes de la movilización a favor de la libertad de Bravo.

Los hechos que nos ocupan ocurrieron en 1951, cuando Juan Domingo Perón era presidente de la Nación. Fue un año complicado. Arreciaban las huelgas. En septiembre se iba a producir un intento de golpe de Estado liderado por el general Menéndez. Y en noviembre se votará la reelección de Perón. En agosto, pocos días después de lo de Bravo, habrá una huelga ferroviaria que será reprimida sin compasión. Félix Luna, detenido y torturado en la comisaría de Boulogne, alguna vez recordará ese episodio.

La historia se inició el 17 de mayo, cuando Bravo fue secuestrado en su domicilio de calle Paysandú 1822, en el barrio de La Paternal. Su madre, Margarita Matarazzo, hizo la denuncia del caso, pero nadie respondió. Allí comenzó su peregrinar por redacciones de diarios, estudios jurídicos, despachos de jueces y fiscales pidiendo, no por la libertad de su hijo, sino por su aparición con vida.

Bravo militaba en el Partido Comunista, y al momento de ser secuestrado, era uno de los organizadores de un festival por la paz que se celebraría en Berlín del Este. Después se supo que los servicios de inteligencia habían considerado a ese encuentro como la fachada de un operativo conspirativo de la oposición para desestabilizar a Perón. Pero eso se supo después, porque en los primeros días del secuestro el silencio oficial fue absoluto: nadie sabía nada, nadie había visto nada.

La Fuba se puso en pie de lucha. Por entonces su presidente era David Viñas, y sus posiciones respecto a las “bondades” del régimen peronista eran conocidas. Comenzaron las asambleas, los actos relámpagos, las volanteadas por la ciudad. También la represión. La policía apaleó y encarceló a manifestantes. A título de anécdota puede mencionarse que en aquellas movilizaciones fueron detenidos, entre otros, el escritor Noé Jitrik y el historiador Darío Cantón. Para esos menesteres los muchachos de Lombilla eran eficaces

Los reclamos al rector peronista de entonces, Julio Otaola, designado por el Poder Ejecutivo y tinterillo de ese otro gran funcionario del peronismo que fue Ivanissevich, resultaron vanos. El caballero aseguraba no saber nada, mientras daba a entender que todo era una maniobra infame de los opositores para victimizarse. Típico. Por esas declaraciones y por esa actitud cobarde, David Viñas, cuyo temperamento era por demás conocido, le propinó una paliza en el patio de la facultad de Ingeniería de calle Perú. Más no se sabe de Otaola. Su destino fue el de esos personajes miserables que sólo por ese comportamiento llegarán a ser conocidos en el futuro.

Pronto, el nombre de Bravo estuvo instalado en la opinión pública. Entre tanto las movilizaciones continuaban y se extendían a otras universidades. Para la primera semana de junio, la Fuba convocó a un paro universitario para los días 12 y 13 de junio. Bravo llevaba desaparecido más de veinte días. Por cierto que sobraban los motivos para estar preocupados. Se sabía que el operativo policial había sido dirigido por el comisario Cipriano Lombilla, un apellido que ya para entonces se identificaba con la tortura y la picana eléctrica.

La presión social y política era cada vez más alta. El peronismo había aprendido a temer a esas movilizaciones estudiantiles que le ganaban la calle, conquistaban para su causa a las clases medias y altas y rompían con la pretendida unanimidad de la dictadura. Eso explica que el 13 de junio el régimen perpetrara una de sus típicas maniobras canallas. Un comunicado de la policía informó que el día anterior, en horas de la noche, un auto con cuatro o cinco personas arriba, había desobedecido órdenes de detención. Como consecuencia se habían producido una persecución y un posterior tiroteo. Finalmente, los integrantes del auto se habían dado a la fuga, y el único detenido era un joven que decía llamarse Ernesto Mario Bravo.

Al otro día el diario oficialista Noticias Gráficas publicó la siguiente nota editorial: “Bravo, que no estuvo ni muerto ni detenido, se tirotea con la policía. Quedó destruida la torpe maniobra de un suceso que nunca existió. Que diga ahora la oposición todo lo que expresó saber. Todo el pueblo argentino está en pie contra los traidores”. La prensa vasalla del actual oficialismo peronista no lo podría haber escrito mejor.

No sólo los diarios de Apold se prestaron a esa maniobra. También lo hicieron el partido del gobierno y su bancada parlamentaria. Todos cerraron filas a favor de Lombilla y de su teoría del simulacro. Para los mismos días en que la Fuba convocaba a un paro general universitario, la CGT a través de sus burócratas más distinguidos se movilizaba en contra de los estudiantes y a favor del régimen. “Paremos la maniobra comunista”, era la consigna combativa y proletaria de la CGT.

El juez de Instrucción que se hizo cargo de la causa fue Conrado Sadi Massué. No era mucho lo que se podía hacer en materia judicial en un régimen cuyo presidente de la Corte Suprema, Felipe Pérez, había declarado “que los jueces que no están a tono con la doctrina peronista no pueden continuar en el cargo”. Mucho menos en contra de un comisario como Cipriano Lombilla, que lucía orgulloso en la pared de su despacho un retrato de Perón autografiado por el general.

Los diputados radicales Silvano Santander y Miguel Ángel Zavala Ortiz también se movilizaban. Y Arturo Illia declaraba: “El gobierno premia con felicitaciones públicas a los delincuentes torturadores”. Ni gestiones judiciales, ni protestas, ni presentaciones políticas, parecían poder romper la maniobra del gobierno. Las señales de las torturas contra Bravo eran más que evidentes, pero se imponía la doctrina oficial.

Todo parecía concluir en la impunidad y la nada, cuando de la mano de Zavala Ortiz apareció el médico Alberto Julián Caride. Fue él quien informó que los comisarios Lombilla y Amoresano lo habían llamado para que atendiera a un detenido alojado en uno de sus aguantaderos. Según Caride, el muchacho presentaba un estado de conmoción cerebral y tenía golpes repartidos por todo el cuerpo. “Se nos fue la mano”, fue la justificación cínica de Amoresano.

Caride se negó a atender a Bravo -de él se trataba- en esas condiciones tan precarias. Después de renegar, logró que lo trasladaran a una quinta de Paso del Rey. Por supuesto, los policías lo intimaron a guardar silencio. De alguna manera estaban tranquilos porque Caride era muy discreto y, además, era un buen anticomunista. Sin embargo, para aquel católico practicante, la conciencia y la culpa existían. Por eso se comunicará con los legisladores opositores y declarará todo lo que sabía. Su quijotada no le saldrá gratis: Caride, con toda su familia, deberá exiliarse en Uruguay, donde vivirá hasta 1956.

Por su parte, el juez Sadi Massué llevará a cabo los procedimientos. Se allanarán los aguantaderos, la quinta de Paso del Rey y la propia Sección Especial, madriguera de los torturadores. Las pruebas serán tan contundentes que el juez librará orden de detención contra Lombilla y Amoresano. No iba a ser por mucho tiempo. El 1º de agosto la Cámara de Apelaciones los liberará. La “doctrina Pérez” se cumplirá al pie de la letra. Lombilla y Amoresano quedarán en libertad para seguir torturando. Veinte años después, los sicarios de las Tres A sabrán que contaban con ilustres predecesores.