La inagotable Jane Austen

Editorial Galerna acaba de publicar, con traducción y prólogo de Eduardo Berti, dos novelas de Jane Austen aparecidas recién después de 50 años de su muerte. A “Los Watson”, su autora comenzó a escribirla en 1803 ó 1804, y “Sanditon”, en 1817. Se trata de dos obras inconclusas, una por voluntad propia y la otra por la enfermedad que acabó con su vida. A modo de anticipo publicamos aquí un fragmento del aludido prólogo.

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“Retrato da viscondessa de Meneses”, de Luís de Miranda Pereira de Meneses (1820-1878).

 

Por Eduardo Berti

La sociedad que refleja la obra de Austen (la sociedad de la que proviene la obra de Austen) está llena de jerarquías y normas de conducta en público. Se vive el auge de los bailes y las cacerías. Las bibliotecas ambulantes son una relativa novedad, como se sugiere en Sanditon. El viaje y el turismo se han hecho de pronto habituales (cien años antes, en cambio, podía llevar tres días un viaje desde Londres hasta Southampton) y las ciudades se nutren de pobladores mientras el campo se vacía. Las mujeres, si no quieren terminar como maestras o gobernantas, se ven forzadas a casarse porque, fuera de estas alternativas, el universo del trabajo y el estudio les resulta inaccesible.

Si la principal redacción de su primera trilogía de novelas le consumió poco tiempo (de 1796 a 1799), algo similar ocurrió con su segunda trilogía, fruto de una intensa actividad entre febrero de 1811 y agosto de 1816. Al contrario, Austen escribió poco y nada desde 1800 hasta 1806. Como excepciones, intentó una adaptación teatral de la novela Sir Charles Grandson, de Samuel Richardson, y en 1803 ó 1804 se sentó a escribir Los Watson, la única prosa narrativa, aunque inconclusa, de esos años: poco más de 16 mil palabras.

Se calcula que Austen comenzó la historia de Los Watson mientras se mudaba a Bath y que la dejó de lado después de la muerte de su padre, en enero de 1805. Varios biógrafos llegaron a afirmar que ciertos hechos de la trama (principalmente, que Emma Watson queda huérfana) tal vez resultaron demasiado parecidos a lo que vivía la autora. “Todo da a entender que [Jane] amaba a su padre y que mantenía con su madre un vínculo más bien tibio”, ha especulado John Halperin.

Esa no es la única explicación. James Edward Austen-Leigh sugiere que su famosa tía Jane dejó inacabado este texto, porque había puesto a la heroína (Emma Watson), desde el principio, en una posición “muy baja”, muy próxima a la pobreza y la “oscuridad” y se sentía como el cantante que ha comenzado a cantar en un tono muy grave y, en determinado punto, no tolera el esfuerzo. Esta supuesta “bajeza”, por el contrario, es lo que más entusiasma a algunos lectores; por ejemplo, a una de las primeras biógrafas de Austen, la escritora Elizabeth Jenkins, quien detecta allí un “realismo tan sórdido como el de Flaubert”.

Tal como ocurre en otras novelas de Austen, encontramos en Los Watson a dos hermanas en el centro de la historia (Emma y Elizabeth, en este caso), entre hombres que, en su mayoría, resultan vanidosos, inconsistentes, antojadizos y materialistas.

Al inicio de la acción, Emma regresa a su hogar “tras vivir unos cuantos años”, escribe Austen, “con una tía que se había hecho cargo de su educación”. Era habitual, por entonces, que las hijas pasaran una etapa “educativa” en otro lugar, por lo común en otra ciudad. La propia Jane tenía unos siete años cuando ella y Cassandra se establecieron en Oxford, en la casa de una tal señora Cawley. La aventura se terminó en cuanto las hermanas contrajeron una suerte de difteria y debieron volver a Steventon. Sin embargo, más tarde, las enviaron a la Abbey School de Reading, donde fueron educadas por una mujer mitad inglesa, mitad francesa: cierta señora Latournelle. Allí había una biblioteca que resultó decisiva para Jane, no sólo por las obras de Shakespeare y Milton, sino también por las de Sterne, Goldsmith, Fielding, Ann Radcliffe, Walter Scott y su muy pronto adorado Richardson.

Se ha descripto a Los Watson como un texto revelador en términos autobiográficos, pero también como una especie de “campo experimental” para su futuro personaje de Emma Woodhouse, e incluso como “un estudio realista e irónico del lugar que la sociedad les reserva a las mujeres” (Joan Rees).

En la primera escena de la novela, Elizabeth Watson conduce a Emma Watson al hogar de los Edward, pues le espera un baile en el que tendrá su “presentación en sociedad”. Elizabeth no sólo aconseja e instruye a “su inexperta hermana”, sino que ofrece casi una declaración de principios sobre la condición de las mujeres por aquel entonces, una especie de contracara de aquella célebre frase que Austen plasmó a los veinte años al inicio de Orgullo y prejuicio: “Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa”.

“Bien sabes que tenemos que casarnos”, le dice Elizabeth a su hermana Emma. Y añade: “Yo me quedaría soltera muy a gusto... Un pequeño grupo de amigos y un bonito baile de vez en cuando serían suficientes para mí, si pudiera ser eternamente joven; sin embargo, papá no nos dejará la más mínima fortuna y resulta terrible envejecer, volverse pobre y convertirse en el hazmerreír de todos”.

En el momento de comenzar y abandonar Los Watson, Austen es una autora experimentada, sí, pero todavía insegura. Su vida sentimental no ha conocido, hasta el momento, más que frustraciones. Y ninguna de sus novelas ha sido publicada, pese a las gestiones perseverantes de su padre George.

En 1806, tras la muerte de George Austen, la familia se muda a Southampton y se establece en una casa “con una hermosa vista al mar”, según evoca el sobrino Austen-Leigh. Jane ha cumplido 30 años. Poco después, en 1809, se instala con Cassandra y su madre en el pueblito de Chawton, otra vez en el condado de Hampshire. Es allí donde vuelve a escribir y, más tarde, a publicar. Corrige la primera trilogía (no introduce más que ligeros cambios), completa la segunda y deja dos obras sin terminar: Sanditon y Plan para una novela.

Las casi 25 mil palabras que componen Sanditon empezaron a escribirse el 27 de enero de 1807. La interrupción llegó -se estima- el 18 de marzo, debido a serios problemas de salud. Los doce capítulos que hay en la única versión manuscrita están profusamente corregidos y garabateados casi a contrarreloj. No hay división entre párrafos, abundan las abreviaturas. “Es como si la novelista, sin aliento, no alcanzara a apuntarlo todo con la rapidez deseada”, observa Halperin. Si bien Austen se sentía agotada físicamente, no hay rastros de cansancio intelectual, afirman Joan Rees y Brian Southam. Éste último, de hecho, entiende que Sanditon es “la más vigorosa de las obras de Austen”.

Ni con su salud quebrada la escritora se permite la más mínima concesión a la ficción sentimental o al romanticismo fácil. La escena en la que Charlotte y sir Edward hablan de gustos literarios es una prueba fehaciente. Sir Edward se ha vuelto “un perfecto idiota”, concluye Charlotte, de tanto leer esas novelas que supuestamente “exponen con grandeza la naturaleza humana”. El propio sir Edward se entusiasma al describirlas: “Las que revelan lo sublime de todo sentimiento intenso, las que muestran la evolución de las más intensas pasiones desde su más temprana y propicia insinuación hasta el momento en que la razón parece destronada...”.

Al margen de esto, John Halperin da en el clavo al indicar que Sanditon plantea “el problema de la apariencia y la verdad, de los valores verdaderos y falsos” y que es, asimismo, un ataque contra los “embellecedores” y los “renovadores” que pretenden transformar el paisaje rural en un espacio urbano y “civilizado”.

Se cree que Austen se inspiró en dos pueblos concretos para la ciudad balnearia de Sanditon: uno llamado Worthing, que visitó en 1805, y otro llamado Sandling, en Kent, muy cerca de donde Joseph Conrad viviría bastante después. No hay que olvidar, sin embargo, que Austen había pasado ya algún tiempo en Bath, que no es una ciudad marítima, pero era famosa desde los tiempos romanos por sus aguas termales. A principios del siglo XVIII, Bath se había convertido en un centro turístico de lujo, frecuentado por la nobleza. Hasta entonces, la aristocracia había pensado que tomar baños era propio de gente pobre e inculta.

No asombra mucho que, en el marco de una novela interrumpida por una enfermedad mortal, la salud sea un ingrediente significativo. Claro que Austen no cae en el melodrama y se burla impiadosamente de la hipocondría de los Parker: “Las inusitadas dolencias y las repentinas curaciones parecían obra de un espíritu inquieto y ocioso, más que verdaderos dolores y curaciones. Los Parker, no cabía duda, eran una familia fantasiosa, de ardientes sentimientos”. Estos y otros pasajes hacen que Elizabeth Jenkins tilde a Sanditon de “farsa”.

Los biógrafos sostienen que la muerte de Jane Austen se debió a una suerte de tuberculosis que afectaba en especial a las glándulas suprarrenales. Lo que más tarde se llamaría “enfermedad de Addison”. Los dolores, al parecer, se volvían insoportables. Tanto es así que, al abandonar Sanditon, no volvió a tomar la pluma salvo para escribir unas cinco o seis cartas personales.

(De “Los Watson” y “Sanditon”, Clásicos Galerna, Buenos Aires, 2014).

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Jane Austen, según un retrato basado en un dibujo realizado por su hermana.