Digo yo
Digo yo
La jura
Natalia Pandolfo
Un par de pibes deambula, su botellita de coca y su gorrito. “Dale, boludo, que la directora nos va a agarrar de los pelos”, alienta uno.
Hay sol y hay payasos y hay maestras orgullosas y las hay también de las otras: las que juegan en la categoría nervio. Hay chicos de casi cien escuelas de esta parte de la bota. Van a protagonizar la gran ceremonia de los cuartos grados: la Jura de Lealtad a la Bandera, así, con mucha mayúscula.
“Seño, quiero hacer pis”, dice el oportuno que nunca falta. Al borde de la desolación, la mirada extraviada, la seño observa el baño químico que está a media cuadra como quien intenta hacer foco en la otra orilla del mar.
Unas chicas de cancanes coloridos llaman alborotadas a la payasa que reparte pañuelos celestes y blancos: los toman, se los prueban en la cabeza, los hacen flamear al sol. Los varones miran de reojo, uno se muerde el labio inferior y levanta las cejas.
De a poco, a medida que el reloj ubica sus agujas para que sean las diez y media, van avanzando las columnas de pequeños patriotas.
“Qué lindas que están peinadas las nenas”, dice la seño de una escuela de Alto Verde, y besa a sus alumnos uno por uno, en una sentida ceremonia íntima a la vista de todos.
Otra gran columna avanza, el pecho inflado: uno tropieza con un cantero bajito y los otros se caen en torre, para horror de la señorita que a esa altura hiperventila.
La hora se acerca, la locutora agita, los periodistas hacen notas. Los pibes practican la promesa una y otra vez, los pañuelos celestes y blancos juegan en toda la cancha y prometen una fiesta: un mar que pintará la plaza. Las madres van tomando forma de percheros: la consigna fue ir sin campera ni gorro ni bufanda y el solcito tibio, a esa hora, se lleva el premio al mejor compañero.
“¡Volvé a nuestra escuela, está rezarpada!”, gritan unos pibes a uno que se pasó de filas a principio de año y al que volvieron a encontrar entre abrazos y empujones. Las chicas lo miran de lejos: se tapan la boca, ríen, cuchichean.
Un vendedor de praliné intenta infructuosamente hacer su agosto: una bandita lo atraca en patota al grito de: “¿Nos regalás?”.
Los minutos pasan y las trenzas comienzan a liberar sus primeros mechones rebeldes. Las filas amagan desarmarse como un gran helado derretido: el protocolo está a punto de declarar su rendición. Finalmente, anuncian que el gobernador ha llegado. ¡Qué pelado!, dice uno de ojos grandes y sonrisa de granuja.
Allá están, en el escenario, todos trajeados: el gobernador, el vice, los ministros, los legisladores. El piano de Juan Candioti consigue el milagro del silencio para el Himno, y la voz de Patricia Barrionuevo colma la plaza y calma ansiedades con su bella intensidad.
La ministra habla desde allá a lo lejos. Habla de Belgrano y de los valores y de la importancia de la fecha y de algunas otras cosas. El enorme hombre calvo toma el micrófono y los chicos murmuran nerviosos. Finalmente, les formula la gran pregunta: si prometen por las cosas que más quieren, por sus amigos y por sus familias, por esta ciudad que los vio nacer, con su corazón y para siempre. Ellos escuchan en silencio esas palabras enormes, importantes; las toman en el aire y las devuelven con un “sí, prometo” que es un solo grito agudo, finito, estremecedor. Y la plaza se llena de pañuelos y hay tantas cámaras de fotos como padres presentes y la mañana se calza definitivamente el traje de fiesta.
Después, una gran pantalla reproduce un video con “Sube”, de Víctor Heredia, como fondo: es la oportunidad de salir a escena para las lágrimas que habían superado la prueba hasta entonces. La canción dice que los pueblos que cantan siempre tendrán futuro: una seño se ríe como loca y agita el pañuelo blanco siguiendo la música y sus chicos la siguen a ella, como pollitos.
Y con la resaca a cuestas van saliendo, una a una, parsimoniosas, decenas de banderas: pequeños próceres en fila, al son de la marcha del cielo refulgente, la frente al sol. La plaza late por un rato con un ritmo diferente. La magia se va a desvaneciendo de a poco: falta un rato para que juegue la celeste y blanca, las calles están cortadas y la ansiedad, a esa hora, empieza a copar la parada a bocinazo limpio