Lechería, el cuento de nunca acabar

por Néstor Vittori

[email protected]

Alejado desde hace algunos años de la producción lechera, observo con tristeza la inutilidad del esfuerzo de los productores y sus sucesivos dirigentes gremiales, por torcer una ecuación económica negativa que los condena al estancamiento y a ciclos de descapitalización.

En esta actividad de dos períodos horarios por día durante los 365 días del año, son los productores más pequeños quienes tienen comprometido el mayor sacrificio personal. Son también los que más sufren y los que ven cómo se les escabulle el futuro, cómo envejecen, y cómo sus hijos se ausentan ante la falta de proyección y de perspectiva.

La leche es un producto estratégico en la mesa de los argentinos, y el gobierno controla su precio, al margen de cualquier consideración de costos. Los productores son pocos, y su situación no gravita en un contexto político y social donde se crean distintos condicionamientos a su actividad para contrarrestar en el bolsillo de los consumidores las consecuencias que generan la impericia y la corrupción gobernantes.

La Argentina produce anualmente unos 10.000 millones de litros de leche, que se industrializan en distintos productos y presentaciones. El consumo interno argentino se sitúa en el orden de los 200 litros por habitante y por año, siendo este consumo prácticamente inflexible a la suba, motivo por el cual, tenemos un excedente anual de entre 1.800 y 2.000 millones de litros que deberíamos exportar.

Este excedente constituye para la producción una sobreoferta, situación que es bien utilizada por la industria y el gobierno para desenvolverse con toda comodidad y planchar los precios al productor. Es que como el volumen de producción supera el consumo nacional, la regulación de la exportación de lo que no se consume tiene un doble efecto: por un lado una increíble ecuación de aseguramiento de ganancias para la industria, y respecto del mercado interno produce en los hechos un congelamiento de precios alentado por el gobierno para abaratar la canasta alimentaria básica. En suma, funciona como un subsidio al consumo impuesto a los productores a riesgo de su propio quebranto. Esto no es nuevo, y el último ofrecimiento de crédito por parte del ministro Kicillof, constituye una oferta de oxígeno circunstancial que, al traducirse en endeudamiento, se transforma en una pesada cadena que ata al productor a la obligación de producir a cualquier costo.

Como a esta película la viví durante largos años en mis tiempos de dirigente rural, puedo decir que hubo un solo momento en el que productores y dirigentes pudimos sentarnos a discutir las condiciones en las que habríamos de producir. Fue cuando la producción anual de leche se había desplomado a menos de 5.000 millones de litros, lo que determinó que el gobierno se ocupara en serio de la cuestión y generara un arbitraje de intereses que fue conocido como el “laudo Alfonsín” a fines de los 80. A partir de las expectativas creadas por aquella acción política, la producción comenzó a crecer hasta más que duplicarse en años no lejanos.

Albert Einstein decía que es muy poco probable que haciendo lo mismo se obtenga un resultado distinto. Y lo que están haciendo la producción lechera y la dirigencia del sector es dar vueltas en el mismo lugar como “burros de noria”. Por lo tanto, es menester cambiar la óptica y elaborar otro enfoque sectorial que permita restablecer la perspectiva de rentabilidad en esta actividad, máxime cuando tenemos condiciones que no pueden competir favorablemente en el mercado mundial.

Si se mira lo que ha ocurrido con otras actividades del sector agropecuario -como la ganadería y algunos cultivos extra soja-, nos encontraremos con el hecho de que su rentabilidad relativa fue repuesta a partir de la escasez. La ganadería perdió un 20 por ciento del stock y el trigo tuvo su peor cosecha en 100 años. ¿Qué pasó luego? Que por la menor disponibilidad de hacienda el precio pudo repuntar, y el gobierno dejó de poder controlarlo mediante el manejo de las exportaciones.

Por cierto que el costo fue muy alto: cerraron 135 frigoríficos, y 10.000 obreros de la carne quedaron en situación de paro. En consecuencia, el daño laboral y social fue grande, daño que ilustra el costo real que en el mediano y largo plazo tienen las manipulaciones regulatorias cuando traspasan los límites de la razonabilidad.

Con el trigo comenzó a pasar lo mismo, pero luego de una situación crítica del stock del cereal, el año pasado la “zanahoria” de mejores precios impulsó a la producción y hoy, con las exportaciones frenadas por el gobierno, hay dos millones de toneladas sin vender y, a la vez, sin compradores internos, porque están abastecidos.

La solución circunstancial de la lechería en lo atinente a su rentabilidad, pasa, según mi criterio, por una reducción no menor del 20 por ciento de la producción anual. Esto se lograría mediante la dolorosa pero útil decisión de enviar el 20 por ciento de las vacas lecheras al mercado de carnes.

De este modo se eliminaría la sobreoferta y se colocaría a la industria y al gobierno en la situación de tener que cerrar plantas y despedir trabajadores, triste y extrema medida que parecería ser la única capaz de lograr un resultado. Así se evitaría una mayor destrucción de la producción lechera, lo que, de ocurrir, también impactaría sobre los precios al consumidor y, por consiguiente, el bolsillo de los argentinos.

Luego de tantas vueltas y mentiras, y de la patética negación de lo inevitable, éste sería el único camino para sentar al gobierno y los industriales en una mesa seria de negociación. En tal caso, la consecuencia debería ser la legislación de un paquete de reglas del juego permanentes, medidas que fluctúen con la sobreoferta y la suboferta, y generen un horizonte a futuro que permita que la lechería argentina aproveche la demanda internacional creciente, escenario en el que podemos competir con amplias posibilidades.

Un último dato, a propósito del reciente viaje a Nueva Zelanda de una comitiva santafesina presidida por el gobernador Antonio Bonfatti. A fines de los 90, ese país austral, que tiene 3.5 millones de habitantes, producía más o menos lo mismo que nosotros; es decir, unos 9.000 millones de litros de leche. Hoy produce 16.000 millones de litros y nosotros 10.000 millones, aunque esta es una cifra que tiende a retroceder.

De la mencionada producción neozelandesa, más de 15.000 millones de litros se exportan a los mercados asiáticos. Nosotros podríamos hacer algo muy parecido si alcanzáramos una producción semejante, lo que es perfectamente posible.

 

La solución circunstancial de la lechería en lo atinente a su rentabilidad, pasa, según mi criterio, por una reducción no menor del 20 por ciento de la producción anual.