Con un relator nada confiable

Lejos de las transgresiones y las piruetas verbales, Henry James se perfila cada vez más en el tiempo como uno de los autores modernos que ha llegado más lejos en las exploraciones (mejor sería decir en los “logros”, para no confundirlo con las aporías de los experimentos literarios). Lo hizo centrando su atención en el punto de vista desde el cual se cuenta una historia -ahí sí en consonancia con los más grandes exponentes de la modernidad literaria, de Proust y Kafka a Borges-, internándose con fidelidad intransigente en sus propias creencias y obsesiones, y en rico devenir que asimilió tanto la ascendencia estadounidense cuanto la europea. “Los papeles de Aspern” es uno de los espléndidos cuentos (“nouvelle”, en verdad) de James, que Ediciones Colihue presentó con una impecable traducción de Rolando Costa Picazo y una iluminadora introducción, de la cual transcribimos un fragmento.

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“Giudecca, La Donna della Salute y San Giorgio”, de Joseph Mallord William Turner.

 

Por Rolando Costa Picazo

En enero de 1887 James visitó Florencia, donde frecuentó a una escritora británica, Violet Page, a quien había conocido en Londres en 1884 y que le había dedicado una novela que James consideraba menos que mediocre. Page llevaba una activa vida social, y James concurría regularmente a su salón.

Allí conoció a su medio hermano, Eugene Lee-Hamilton, un poeta menor y ex diplomático, que estaba medio paralítico, y a la Condesa Gamba, hija de un poeta toscano, cuyo esposo era sobrino de Teresa Guiccioli, la amante de Byron en Venecia, que había heredado —según le contó Lee-Hamilton— muchas cartas del poeta inglés, que custodiaba con celo. Según la condesa, las cartas desacreditaban a Byron y, celosa de la intimidad del poeta, procedió a quemarlas. La condesa se enfureció cuando Lee-Hamilton le dijo que era su deber para con la literatura inglesa hacer públicas las cartas (Edel 3, vol. 1. P. 804). En su cuaderno, James apuntó esta anécdota que le contó Lee-Hamilton sobre la condesa y las cartas, y una segunda anécdota, sobre Miss Mary Jane Clairmont, también amante de Byron y madre de su hija Allegra, que todavía vivía en Florencia (en la Via Romana) a los ochenta años, o más, en compañía de su sobrina, una Miss Clairmont más joven, de alrededor de cincuenta años. Había un marino y crítico de arte, de apellido Silsbee, oriundo de Boston, que reverenciaba a Shelley y que sabía que las Clairmont poseían una serie de papeles muy interesantes, en su mayoría cartas de Shelley y de Byron. Silsbee vivía obsesionado por la idea de conseguirlas de alguna manera, y con este fin tuvo la idea de hospedarse como inquilino en casa de las Clairmont, con la esperanza de que, dada su avanzada edad, la mayor de las Clairmont muriera y él pudiera echar mano a los papeles. La menor de las Clairmont, que admiraba a Silsbee, le dijo que estaba dispuesta a darle las cartas si se casaba con ella. No tuvo suerte, sin embargo, ya que Miss Clairmont murió en 1879, cuando Silsbee había viajado a Estados Unidos (Edel 1, vol. 3, P. 166). James escribió la segunda anécdota en su diario, el 12 de enero de 1887:

Hay, por cierto, un tema allí, el cuadro de dos mujeres inglesas viejas, marchitas, raras, pobres, desacreditadas, sobreviviendo en una generación extraña, en un rincón con olor a humedad, en una ciudad extranjera, con estas cartas ilustres como posesión más preciada. Luego, el argumento del fanático de Shelley, su acechanza y su espera, y la manera en que él couvers el tesoro. El desenlace no necesita ser igual al del pobre Silsbee, y, de todos modos, la situación general es un tema en sí, y un cuadro. Me atrae sobremanera (Edel 3, vol. 1, P. 805).

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“El Condottiero Bartolomeo Colleoni”, de Verrocchio.Cuando James viajó a Venecia, el 22 de febrero de 1887, donde pasó siete semanas, ya había empezado a transformar las dos anécdotas en The Aspern Papers, que escribió a su regreso a Florencia en abril-mayo de 1887, en la Villa Brichieri, en Bellosguardo, que subalquiló a su amiga Constance Fenimore Woolson (Edel 3, vol. 3. P. 179), pasó a máquina en Londres, y publicó en 1888. Le fascinaba, sobre todo, el hecho de que Miss Clairmont aún viviera, como una especie de reliquia de pasado romántico, como dice en el Prefacio: su intención es recuperar “el pasado visitable”, todavía recordado por sobrevivientes, buscar la poesía de algo que se había ido. Igual que en Una vuelta de tuerca, opta por hacer que el protagonista (su versión de Silsbee) relate su propia historia, lo que lo hace un relator no confiable, que transmite al lector sus racionalizaciones, que debate sus propósitos e intenciones consigo mismo y que, en última instancia, revela su propia duplicidad. Es presa de un dilema moral: si es justificado, o no, invadir la intimidad de la vida privada de un poeta en beneficio de la historia literaria. En su vida, e igual que la Condesa Gamba, que destruyó las cartas de Lord Byron, James optó por preservar el carácter sagrado de su intimidad, quemando todas las cartas que consideraba inconvenientes. El tema tiene vigencia, hoy más que nunca, si se tiene en cuenta la curiosidad insaciable de algunos periodistas y biógrafos, que ahondan en los rincones oscuros de la intimidad de las personas “famosas” para revelar secretos que muchas veces habría sido decoroso callar. En este sentido, como dice Leon Edel (Edel 3. II. P. 806), Los papeles de Aspern es una suerte de fábula moral para historiadores y biógrafos, a los que agregaríamos, entre otros, periodistas y autores de novelas históricas. Es Juliana Bordereau, que en la nouvelle se corresponde con Claire Clairmont, quien pronuncia el veredicto final sobre la estatura moral del narrador-protagonista: “¡Ah, canalla editor!”. Es un hombre egoísta e insensible, que está decidido a llegar a cualquier extremo con tal de satisfacer su obsesión. Igual que en la segunda anécdota, la sobrina le da a entender al narrador que, si se casa con ella, los papeles de Jeffrey Aspern pasarán a ser de su propiedad, pero el hombre -como habría hecho James en su propia vida- no está preparado a hacer semejante sacrificio y huye, espantado. Luego lo piensa mejor, pero ya es tarde. Como la Condesa Gamba, como el mismo James, Miss Tina ha quemado los papeles.

De hecho, los papeles no se materializan; pueden haber existido, o no; pueden haber sido quemados, o no. Constituyen una de esas brechas -secretos o misterios que jamás salen a la luz- que ocurren con frecuencia en la ficción de James, y que enfatizan el carácter inaccesible de la realidad: hay cosas que nunca sabemos, tanto en la obra jamesiana como en nuestra vida cotidiana. Igualmente -y también se trata de cartas- en Una vuelta de tuerca, el lector no tiene acceso al contenido de la carta que envía el director del colegio de Miles, ni al de la carta que le escribe la institutriz al tío de los niños, que Miles roba y destruye. En un sentido metatextual, lo inaccesible está relacionado con el sentido definitivo y final de la escritura, y constituye el vacío característico en el corazón de la narrativa jamesiana, la imposibilidad de reducirla a un significado que no esté cargado de ambigüedad.

James pone de manifiesto en esta nouvelle su sutil poder de compresión en el uso de la alusión funcional. Daremos dos ejemplos, el primero referido al título. Aspern fue el escenario de una batalla, en Austria, donde Napoleón sufrió su primera gran derrota. De igual forma, el narrador de la historia es vencido, pues no logra satisfacer su propósito de apoderarse de los papeles de Aspern. El segundo ejemplo ocurre cuando, después de huir de Miss Tina y su propuesta de matrimonio, el narrador entra en la iglesia de los santos Juan y Pablo, contempla la estupenda estatua ecuestre de bronce de Bartolomeo Colleoni (c. 1482) —un bucanero que quiso poseer todo el oro del mundo— y reflexiona que la batalla que él ha perdido resultaría insignificante en comparación con la del heroico condottiere.

... sólo me encontraba mirando con fijeza al triunfante capitán, como si tuviera un oráculo en los labios. La luz de occidente brilla sobre su aspecto severo a esa hora, y lo convierte en algo maravillosamente personal. Él seguía mirando a lo lejos, sobre mi cabeza, contemplando la roja inmersión de un nuevo día -había visto muchos hundirse en el lago en el transcurso de los siglos- y si estaba pensando en batallas y estratagemas, éstas eran de una clase diferente de las que yo podría hablarle.

 
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“El Gran Canal”, de Canaletto.