BREVE RECUERDO DE UN HOMBRE

El costado izquierdo

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Foto: ARCHIVO

 

Estanislao Giménez Corte

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I

Hoy, no voy a pedir auxilio a los maestros que descansan en la biblioteca, ni voy a recordar hermosas películas ni hermosas músicas, ni voy a traer a la página recónditos caprichos de la memoria. Hoy, voy a dejar a un lado el trabajoso, el pesado traje de autor que tan grande nos queda ¿no, amigo? Hoy voy a ser, quizás, un poco descuidado en las formas; voy a decir lo que tengo, sin ninguna pretensión. Es más, voy a abandonar mi texto acá mismo. Lo voy a poner a mis pies, depuesto, en rendición; en breve, pequeño homenaje. Voy a dejar acá la ropa gastada del cronista; las lentes de escrutar las tipografías y las fotos; los procedimientos habituales; las copias de papel; la corrección posible. Voy a salir de mi texto, ya, ahora. Hoy, sólo quiero recordar a un hombre.

II

Voy a omitir sus datos biográficos, voy a eludir sus especialidades (que se me escapan), voy a evitar la elegía lacrimógena, voy a sortear las tentaciones emocionales, voy a escapar a la pátina trágica, tan acorde a las cosas argentinas, tan proclive en nosotros, personas que ocasionalmente escribimos, a las que las manos se nos van irremediablemente hacia el drama (herencia de los autores con los que hemos crecido). Es más: no voy a leer sus entrevistas, ni a adoctrinarme en sus maneras, ni a referir sus simpatías políticas, ni a elucubrar sobre amores y desamores. Voy a resistir la búsqueda de sus frases célebres, de los hitos de una vida. Más aún: voy a prescindir de la sola mención de su nombre. Apenas, un modo insuficiente de manifestar su ausencia. Sólo para ver, más acabadamente aún, su carnadura de representación de esta cosa pendular, difícil de decir, de entender: el talento argentino inserto en el absurdo argentino. El periplo, la odisea, su epílogo, que todavía nos interpelan, expectantes.

III

A un lado los datos, desechados; al otro los mecanismos del cronista, inútil estructura donde no caben los desvíos necesarios; en medio yo, despojado; y más adelante lo que querríamos decir. Allá el médico rural, de provincias, que propugna por doquier “la responsabilidad social” de su profesión (léase, no ver la medicina como una mera ecuación económica); allá el hombre que desarrolla un método novedoso y destacado en todo el mundo; allá el que obtiene reconocimientos y lauros; aquí el que crea una fundación con ese norte; aquí el que preso de la crisis pide, apela e implora; aquí el que no obtiene; aquí el que se da muerte rompiéndose el pecho, epílogo que él, cardiocirujano, ejecuta para que su simbología sea del todo brutal.

IV

Todo el tiempo, aun de maneras inconscientes, tapamos de palabras un nombre. Lo rodeamos antojadizamente, caprichosamente, injustamente. Lo atormentamos; lo abarrotamos de adjetivos y de indicios. Pero hay nombres cuyo peso, cuyo hondo sentido, se imponen por sí solos. El habla de las gentes transforma algunos nombres propios en adjetivos. Así una jugada es “maradoneana”, un texto es “borgeano”, una película es “fellinesca”. El apellido del hombre que hoy recordamos resiste esa transformación por su propia morfología, pero lo mismo despide a todos lados sus luces: de él salen términos varios que describen bellas cosas de las personas. Así lo recordamos. Acaso su mérito es que ni siquiera necesitamos nombrarlo, molesta conciencia que pregunta. Aún observamos lo sucedido como una operación del teatro insólito en que a veces se hunde el país. A la distancia, sentimos esta suerte de cachetada de la argentinidad: todo el tiempo en la desmesura, en perpetuo, imposible equilibrio entre el talento individual y el caos colectivo, entre la genialidad ocasional de alguien que choca con burócratas y advenedizos. No supimos, no pudimos, no entendimos, Dr.. El plomo percutido en el costado izquierdo dice todavía mucho y está caliente y húmedo. Ahora mismo palpita ese nombre, sobrevuela y nos mira.