Dos conventos de clausura perpetua

Tras los muros

Uno tiene más de cuatro siglos; el otro, “apenas” tres. Se trata de dos monasterios que se erigen en el área patrimonial de la ciudad de Arequipa. El primero es habitado por monjas dominicanas que siguen el ejemplo de Santa Catalina de Siena; el otro pertenece a las carmelitas descalzas, que viven según las reglas de Santa Teresa de Ávila, su fundadora. Como cofres del tiempo, sendos conventos atesoran invalorables testimonios de arquitectura, pintura, escultura, mobiliario y elementos de uso cotidiano que del otro lado de los muros fueron desapareciendo por las dinámicas de cambio de la modernidad. Pero aquí permanecen, documentan el paso de los siglos, y ofrecen al público senderos para desandar la historia, aprender de ella y gozar con la contemplación de bellos objetos elaborados por artistas y artesanos.

TEXTOS Y FOTOS. GUSTAVO JOSÉ VITTORI.

Tras los muros

Recorte nocturno de la calle Granada con la cúpula de la iglesia al fondo.

 

Ambos conventos están habitados por monjas de clausura perpetua. Se esconden detrás de pétreos muros blanquecinos construidos con “sillar”, bloques rectangulares cortados en las canteras del plástico mineral procedente de las entrañas del Chachani, a la vez volcán y nevado, gran montaña de fuego y de hielo que sobrepasa los 6.000 metros de altura y planta su robusto cuerpo de piedra como marca insoslayable del paisaje. También del Misti, “Señor” en lengua quechua, de menor altura y formato bien cónico, estampa clásica de volcán con su boquilla trunca.

Los milenarios vertidos de lava de uno y otro sobre la cuenca del río Chili -que en su recorrido atraviesa Arequipa, sede de los monasterios-, formaron canteras de material fosilizado que cortadores artesanales supieron convertir en un elemento básico de la construcción lugareña, a tal punto que se convirtió en un factor de singularidad urbana, en nota característica de la identidad arequipeña.

Con esa roca porosa y maleable los alarifes levantaron casas e iglesias, y los escultores labraron relieves en los portales de los caserones y los frentes de los templos, lugar de encuentro de la historia sagrada y los blasones de los europeos con las ancestrales creencias y costumbres de los pueblos andinos.

De esa materia están hechos los monasterios que me impulsan a escribir estas líneas. El más grande, próximo a la barranca del río Chili, ocupa dos hectáreas o manzanas, está dedicado a Santa Catalina de Siena y desde 1580 es habitado por monjas dominicanas cuya presencia se percibe pero no se ve. El otro, unas cuadras al este, es más “nuevo”; terminó de construirse en 1710 y desde entonces viven allí hermanas de la comunidad de Santa Teresa. Los complejos edilicios que albergan a catalinas o dominicanas y teresas o carmelitas descalzas se levantan dentro del “Cercado”, casco histórico de la mayor ciudad del suroeste peruano y excepcional conjunto patrimonial que integra la lista de bienes culturales de la humanidad.

La urbe donde nació el premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, fue fundada en 1540 por el teniente gobernador Garcí Manuel de Carvajal, en nombre del rey Carlos I de España y del marqués y gobernador Francisco Pizarro, conquistador del Perú. Alumbró como villa y al año siguiente fue declarada ciudad por el emperador. Se asienta en una geografía semidesértica, aunque a la vera del Chili, que corre sobre un lecho de cantos rodados, las tierras se visten con verdes intensos. El clima es benigno y parejo durante todo el año; y el cielo se ofrece, azul y despejado, como soporte óptico de un sol que brilla con la intensidad que puede esperarse de una deidad quechua. Sin embargo, no hay lugares perfectos. Y la falla de Arequipa es geológica. Por eso ha sufrido numerosos terremotos. El primero, muy destructivo, en 1582; el último, en 2001. Entre medio, algunos gravísimos, como los de 1600, 1784, 1958 y 1960.

Los daños ocasionados una y otra vez por los sismos han templado el carácter de los arequipeños, condenados a reconstruir cada tanto una ciudad en la que el patrimonio conservado pese a los destrozos da una medida de lo que se perdió. Aunque en vez de lamentar lo desaparecido conviene celebrar lo que aun atesora, que es mucho, cuenta que incluye a los monasterios de Santa Catalina y Santa Teresa. Empiezo por el más antiguo.

UN CERCO DE FE DENTRO DEL CERCADO URBANO

El complejo religioso que se alza frente a los ojos del visitante actual dificulta imaginar el momento inicial, la colocación de la primera piedra, el gesto augural, expresivo de la voluntad de levantar un convento sobre la tierra baldía.

La obra física empezará tiempo después de que una joven y rica viuda de 33 años, sin hijos ni otros compromisos, aconsejada por su confesor jesuita decidiera consagrarse a la vida religiosa. Se llamaba María de Guzmán, y por muerte de su padre y su marido -Diego Hernández de Mendoza-, ambos, hombres de fortuna, había acumulado una herencia importante para aquella época. Transcurría el año 1576 cuando por razones o impulsos desconocidos, ¿una conmoción interior?, ¿la presión de las circunstancias sociales? ¿el miedo a la soledad? O, por qué no, un genuino sentimiento religioso, instruyó a sus apoderados para que formalizaran con el obispo y el cabildo de la ciudad los términos requeridos para la fundación de un convento de monjas, proyecto al que por escritura pública aportará todos sus bienes.

Por fin, en 1580 se llevará a cabo la ceremonia en la que María tomará el velo negro de primera priora y prometerá “...obediencia, pobreza, castidad y clausura perpetua...” ante el vicario designado por el obispo de Cusco. En ese mismo acto serán admitidas otras tres religiosas, que junto a la fundadora integrarán el grupo originario que empezará a darle forma al monasterio. Dos años después, los edificios de Arequipa serán arrasados por un terremoto de gran magnitud. Y vuelta a empezar. Se sabe que por decisión del virrey Toledo y el obispo de Cusco, lo primero que se hizo fue cercar con un muro los 20.000 m2 del terreno, y perforarlo con una única puerta de entrada y salida que asegurara la vigilancia correspondiente a un convento de encierro.

UNA PEQUEÑA CIUDAD

Es probable que esos mismos constructores hayan levantado los embrionarios edificios de la futura ciudadela, aquellos que permitirán alojar a las religiosas y cubrir sus cotidianas necesidades de vida y de culto. Pero enseguida llegarán nuevos sismos y destrucciones. Cómo se rehicieron, cómo avanzaron a través de las severas restricciones que las dejaban solas con los despojos edilicios y los desafíos de la reconstrucción, son preguntas que no tienen respuestas precisas. Lo cierto es que a fines del siglo XVIII vivían intramuros unas doscientas mujeres -profesas, novicias, menores a las que se educaba para futuras religiosas, y mestizas y negras de servicio- y que el interior del convento había asumido el formato de una pequeña ciudad, con calles longitudinales y transversales, plazas y numerosas casitas individuales, construcciones que se sumaban al clásico trazado cuadrangular de los claustros (de las Novicias, de los Naranjos y Mayor), con sus arquerías, pasillos en galería y habitaciones perimetrales.

En este último, lindero de la iglesia, la galería contigua al templo daba acceso a los confesionarios incrustados en el muro común, donde las religiosas buscaban la absolución de sus pecados reales o imaginarios detrás de pantallas que impedían verlas. El mismo sistema funcionaba en el locutorio de la portería, donde la comunicación oral -incluso con familiares directos- se realizaba en pequeñas habitaciones enfrentadas, separadas por rejas dobles y elementos opacos, en tanto que el intercambio de mensajes escritos se practicaba mediante un mecanismo antiguo pero efectivo: un torno de madera ciega y cuerpo cilíndrico con estanterías para colocar papeles, que giraba sobre su eje con acceso interno y externo dentro de un muro ancho.

Todos estos aspectos, al igual que las huertas para producir alimentos, piletas para el baño periódico de las hermanas; una lavandería de gran capacidad, servida por una acequia de agua corriente que alimentaba a numerosas bateas constituidas por cuencos de tinajones cerámicos cortados de manera longitudinal, las cocinas y almacenes comunes, fueron descubiertos por los asombrados ojos de quienes en 1970, y después de cuatro siglos de clausura, entraron al monasterio con un proyecto de restauración integral y apertura al público.

CONVENCER PARA HACER

Pero primero hubo que convencer a las hermanas. Y no fue fácil. Al punto que para penetrar su secular blindaje, en 1968 el obispo promovió la llegada de nuevas religiosas españolas, con mayor apertura a las realidades del mundo contemporáneo. Al final las convencieron, y el resultado ha sido bueno para todos. En primer lugar para ellas, que mantienen su encierro en un edificio moderno, limpio, luminoso, con adecuados servicios y buenas condiciones sanitarias, sin olvidar su sustentabilidad en el plano financiero. En segundo término, para Arequipa, que con la recuperación del monasterio fortaleció su acervo patrimonial, incluyó con plenitud un motivo de orgullo histórico-cultural para sus ciudadanos y de fuerte atracción para los extranjeros. Por esta razón, según demuestran los números, potenció el flujo de ingresos procedentes del turismo internacional. Y además genera el dinero suficiente para el repago de las inversiones realizadas por la empresa Promociones Turísticas del Sur S.A. constituida al efecto. Buena fórmula, en suma, en la que convergieron decisiones de la jerarquía eclesiástica, de las autoridades públicas y de inversores privados para concretar una iniciativa que se creía imposible.

Pero volvamos al terreno, al sitio del monasterio, que aun exhibe partes destruidas por terremotos viejos, sectores que permiten calibrar la dimensión de los trabajos de reconstrucción y restauración ejecutados sobre la extensa superficie construida. Es que, como ya dije, se trata de un convento-ciudad de características únicas en el mundo. No hay celdas propiamente dichas, como en el formato tradicional, sino casitas de distintos tamaños y épocas que se asoman a calles y patios-plazas, edificios diversos en su composición y distribución interna; algunos, pequeños y simples; otros, de varios ambientes -incluidos dormitorio principal y de servicio-, patios internos, cocinas con fogones y hornos de barro, corralitos para la cría de cuyes, esos pequeños roedores que constituyen el gran plato de la cocina andina. Mas aún, hay casitas que tienen habitaciones de altos y terrazas; como dije, un monasterio fuera de lo común en el que las diferencias de fortuna y clase social de sus moradoras se manifestaban sin culpa en la textura edilicia. Entre tanto, en los grandes espacios comunes que nucleaban a las religiosas sin recursos -el refectorio y los dormitorios-, hoy se expone el grueso del patrimonio artístico acumulado a través de los siglos y compuesto por lienzos, imágenes talladas y piezas de orfebrería religiosa de los siglos XVII, XVIII y comienzos del XIX.

LABERINTO DE DUDAS

El recorrido de esta singularísima micro-ciudad suscita preguntas que los guías y los textos publicados responden a medias. Se sabe lo complicadas que fueron las negociaciones con las monjas catalinas para llevar adelante el proyecto, conversaciones realizadas a través de tabiques, celosías y las vueltas del torno ciego para intercambiar escritos. Se conocen las primeras provisiones virreinales para clausurar con una cinta muraria el espacio conventual. Pero la imponencia de lo construido y la calidad de algunas estructuras (acequias con pendientes perfectas, claustros de exacta geometría; bóvedas, como recurso constructivo antisísmico), revelan que fueron hechas por consumados alarifes. Cabe preguntar entonces quiénes, cuándo y de qué modo pudieron llevarlas cabo sin vulnerar las normas del confinamiento; cómo se planificó la secuencia de obras para no afectar la clausura, temas de estudio, en fin, para los investigadores locales.

Fuera del plano material, del ámbito de lo físico, la otra cuestión que suscita preguntas refiere a la construcción de la espiritualidad religiosa en mujeres confinadas de por vida y muchas veces ingresadas a los monasterios sin vocación. ¿Qué habrán sentido o padecido aquellas que se encerraron en busca de refugio, por huida del mundo o decisión familiar en épocas donde la autonomía de la voluntad femenina era, en el mejor de los casos, un espejismo?. Laberinto de dudas en el dédalo monástico.

No hay respuestas porque aquellos sentimientos y pensamientos desaparecieron con la muerte de quienes los experimentaron. Los que en cambio tienen registro, son los testimonios de las fundadoras de ambas órdenes, Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Ávila; italiana, una, española la otra, doctoras de la Iglesia ambas. La primera, del siglo XIV; la segunda, del XVI; las dos con reiteradas experiencias místicas, trances de comunicación con la divinidad, de traspaso del límite corporal -conocido como transverberación-, fenómeno que quienes lo vivenciaron describen como una flecha de fuego que atraviesa el corazón, un corazón que parece estallar a causa del extremo placer que produce la plenitud religiosa nacida de la unión con Dios.

Menos intensa y espectacular, más cotidiana y regular, es la vida de las reclusas en estos y otros monasterios, donde la misión principal de las religiosas es rezar por la salvación de las almas y la santificación de los sacerdotes, en suma, por un mundo mejor. Como se ve, el instrumento es, como hace siglos, la oración, repetida como un mantra individual o compartido en horarios regulares varias veces al día, un mantra que probadamente tiene la capacidad de transformar la interioridad de las orantes, aunque no haya certeza de sus efectos sobre el mundo exterior.

UN MUSEO EN AYUDA DE UN CONVENTO

Las carmelitas descalzas del monasterio de San José de Arequipa, conocidas alternativamente como teresas, tienen como objetivo “santificar la vida” a través de cada tarea que realizan. Se proponen entregar lo mejor de sí en cada pequeño acto o labor -ya sea en la preparación de hostias, la elaboración de jabones de rosas o de bocados dulces para la venta-, y hacerlo con humildad, en silencio y soledad, imbuidas del carisma teresiano.

Pero en el siglo XXI, la búsqueda de la perfección mediante la renuncia a las tentaciones del mundo y la autopurificación a través de la oración y la entrega desinteresada a Dios y a la hermandad, requiere de la cruda necesidad de su financiamiento. En un planeta regido por el dinero, mantener enormes edificios céntricos habitados por pocas personas sin ingresos no es sencillo. Tanto es así que las carmelitas, como antes ocurriera con las catalinas, luego del sismo de 2001 accedieron a ceder una significativa parte de su monasterio para que se ambientara el Museo de Arte Virreinal, decisión reforzada con el aporte de las seculares colecciones de objetos conservados por las monjas reformadas que, en 1710, iniciaron su vida religiosa dentro de estas paredes.

La conjunción de la severa arquitectura edificada con sillar y las coloridas obras de arte barroco, habilitaron el cobro de las entradas para visitantes, los servicios de guías, el alquiler de las salas para conferencias culturales, cursos y recepciones compatibles con los requerimientos monásticos. Este es un punto sensible porque algunos de los espacios que se visitan siguen siendo usados por las monjas, como la Sala Capitular y el Coro Bajo. En tal situación, la recorrida del lugar se suspende hasta que las hermanas concluyen sus actividades. Por ese manejo combinado de ciertos lugares de convergencia sin que se vulnere el régimen de reclusión, se define al complejo como “monumento vivo”. Es que no todo es montaje museológico. Bajo el mismo techo también hay vida comunitaria.

Como en el caso de Santa Catalina, este convento ha padecido los recurrentes deterioros provocados por los sismos y, también, los cambios resultantes de las sucesivas reconstrucciones. Pero al igual que aquel, conserva preciados bienes de arte colonial, con el valor añadido de una calidad más pareja y un criterio expositivo más moderno y elaborado. Baste mencionar al respecto la sala de interpretación, que recibe al visitante en el espacio de la antigua portería y lo introduce en las técnicas empleadas por pintores de frescos murales y de lienzos de caballete; imagineros, encarnadores y doradores (hábiles en el brocateado pictórico y el estofado escultórico). En suma, demostraciones prácticas de los distintos pasos que artistas y artesanos debían realizar en el camino que llevaba a la consumación de la obra.

EN TORNO A UN CLAUSTRO QUE SE LAS TRAE

Luego, en torno del primitivo pero reacondicionado claustro de las celdas y las oficinas, el visitante podrá disfrutar de un excelente acopio artístico con algunas piezas que descuellan, como el pesebre mestizo compuesto por unas 150 figuritas de doce centímetros de alto cada una, distribuidas sobre varios metros cuadrados de superficie dentro de la estructura de un baúl desplegable y portable. Es una expresión a gran escala de las tradicionales natividades andinas, formidable efusión icónica que ilustra doce pasajes de la Biblia y llegó al convento transportado a lomo de mulas desde Quito, Ecuador, en 1730, aunque se estima que el cajón-contenedor, por sus pinturas cusqueñas, fue hecho en Perú. En este país de caracterizados orfebres -desde los tiempos precolombinos hasta el presente- se destaca asimismo una gran custodia elaborada con metales nobles y piedras preciosas, considerada por expertos como la mas valiosa de cuantas se conservan en el país.

Hay también buenos cuadros, como el Éxtasis de Santa Teresa. O el Cristo en la Cruz, un Cristo moreno con una enagüilla blanca que la exageración del barroco convierte en faldón de encaje, y al que le entran por la herida del costado -como flechas dirigidas al corazón místico- veintiuna palomas blancas en vuelo, aves que además de simbolizar la paz y la pureza representan el número de religiosas que desde antiguo habita el monasterio. Deben mencionarse también algunas excelentes piezas de imaginería mestiza, pero sin duda lo que más llama la atención son las pinturas murales que tapizan la Sala Capitular.

Sirvan pues estas menciones como síntesis pobre y arbitraria del conjunto de unos mil objetos que ofrece a la consideración pública este museo poco conocido que integra el patrimonio histórico peruano y refuerza el sitial de Arequipa en el cuadro de honor de la cultura universal. Lo interesante, más allá de la permanencia de monjas de clausura perpetua entre los pliegues de sociedades abiertas del siglo XXI, es el ejemplo de Arequipa respecto de la conversión de activos histórico-artísticos en capital cultural retributivo.

Es el camino que también señalan ciudades como Florencia y Venecia, Roma y París, Brujas y Praga, Granada y Sevilla, Dubrovnik y Toledo, Coimbra y Salzburgo, Cusco y Ouro Preto, Quito y Potosí, Boston y nuestra Córdoba, entre tantas otras que, con la adecuada puesta en valor de sus activos tangibles e intangibles, atraen con fuerza el inagotable interés de la humanidad mientras ensanchan hacia adentro sus alternativas de desarrollo.

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Vista de los techos a dos aguas de las casas-celdas de las monjas dominicanas en la ciudadadela del monasterio. Foto: Del libro “Puerta abierta entre dos mundos”, de Eduardo Bedoya Forga.

(...) Las huertas, las piletas para el baño periódico de las hermanas, una lavandería de gran capacidad, las cocinas y almacenes comunes, fueron descubiertos por los asombrados ojos de quienes en 1970 entraron al monasterio con un proyecto de restauración integral y apertura al público.

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Acequia y tinajas de la lavandería.

HACEDORES

Luego de los terremotos de 1958 y 1960 se creó por ley la Junta de Rehabilitación y Desarrollo de Arequipa, norma que habilitó fondos y estableció procedimientos para reconstruir la ciudad y sus principales monumentos históricos. Sin embargo, dos bienes excepcionales quedaron fuera del alcance legal: los conventos de Santa Catalina -por sus atemorizantes dimensiones- y de Santa Teresa -aislado por la cerrazón de sus religiosas-. No obstante, con el tiempo también fueron recuperados y se abrieron a la ciudad y el mundo; el primero, en 1970; el segundo, en 2001. Pero para que ello ocurriera hicieron falta los esfuerzos de distintas personas, que a los efectos de esta breve referencia pueden concentrarse en dos nombres: el Ing. Eduardo Bedoya Forga, en un caso, y Franz Grupp, en el otro.

Bedoya Forga, empresario de la construcción e integrante del comité ejecutivo de la Junta de Rehabilitación, se empeñó a fondo para recuperar Santa Catalina; golpeó puertas locales y nacionales hasta que consiguió el apoyo de sus socios en la firma Inara SA, un sustancial aporte del Banco de Crédito de Perú, el visto bueno del arzobispo de Arequipa y de las monjas dominicanas -formalizado en un contrato de alquiler-, además de la aprobación del Consejo Nacional de Monumentos Históricos y el apoyo de la Empresa Nacional de Turismo. Esta conjunción de competencias y voluntades permitió realizar los trabajos de reconstrucción de edificios colapsados y la restauración de los deteriorados, tarea que se extendió a cientos de objetos históricos, como lienzos, frescos, tallas y muebles.

En Santa Teresa el volumen de las tareas fue menor, pero el malherido complejo fue integralmente recuperado, tanto como su infrecuente acervo artístico, repositorio del que unas mil piezas están hoy expuestas con impecable criterio museológico en las celdas y salones del convento, luego de ser puestas en valor por Grupp, ex alumno de los jesuitas, director del Instituto Nacional de Cultura de Arequipa y titular del Museo de Arte Virreinal ambientado en el monasterio de las carmelitas.

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Cientos de cuadros de la escuela cusqueña de los siglos XVII y XVIII fueron rescatados en ambos conventos y sometidos a rigurosos procesos de restauración. Aquí, un óleo anónimo de Cristo en la Cruz, rodeado por integrantes de la Compañía de Jesús, entre los que se destacan -por los sobrepellices blancos- San Ignacio de Loyola, a la izquierda, y San Francisco Javier, a la derecha. El lienzo integra la pinacoteca del Museo de Arte Virreinal de Santa Teresa.

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Estupenda pintura de la escuela peruana que reproduce el momento de la transverberación, en el que según su propio relato, Santa Teresa advierte sobre su lado izquierdo la presencia de un pequeño ángel que, como enviado de Dios, la

atraviesa con una flecha de fuego y la sume en una experiencia mística que la lleva al éxtasis.

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El lienzo, que a la manera cusqueña combina imágenes con un texto explicativo de la escena que se representa, muestra a Santa Teresa mientras dirige su palabra desde la cátedra a los doctores de la Iglesia que pasan del cuestionamiento a la admiración.

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Claustro principal del convento dedicado a la santa de Siena. Patio con piso en damero conformado con losas de claro sillar y de piedra negra, arquerías con gruesos pilares, lienzos amoldados a la forma de las lunetas interiores de las galerías y frescos decorativos con imágenes de flores y pájaros en las pechinas.

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Sombrío cuadro de San Gerónimo, anacoreta y doctor máximo de la Iglesia, en su clásica representación de teólogo rodeado de libros en una cueva del desierto. A sus pies, el león que lo custodia -de acuerdo con el canon iconográfico-, mientras él en actitud pensativa observa una calavera invertida que juega de manera casi especular con su calva cabeza. Se trata de un memento mori con indudable aire cusqueño.

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Cristo moreno en la cruz, con la singularidad de las veintiuna palomas blancas en vuelo -representativas de las carmelitas descalzas que habitaban el convento- que ingresan por la herida del costado.

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El contraluz ilumina la celosía del coro alto de la iglesia de Santa Teresa (Arequipa) y contornea la imagen de Cristo en la cruz. Como en toda construcción monástica de clausura, la presencia religiosa se manifiesta a través de veladuras espaciales. Solo sombras fugaces, el rumor de los rezos y las voces corales dan cuenta de mundos que laten a escasa distancia, detrás de los muros conventuales.

Foto: Gustavo J. Vittori

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DOS MUJERES

Por su naturaleza, un convento de clausura es habitado por personas anónimas. Sin embargo, en la historia de Santa Catalina hay dos mujeres -una religiosa, la otra no- que por sus singularidades merecen un párrafo aparte. Una, del riñón del monasterio, es Ana de los Ángeles Monteagudo, quien nació en 1603 en una casa principal de Arequipa, y a los tres años ingresó al convento. No era algo desacostumbrado en aquel tiempo. Como no había escuelas ni kindergartens, las niñas solían confiarse a las religiosas para que les enseñaran cuestiones básicas y las formaran en las disciplinas de los horarios y los quehaceres. En el caso de Ana, el plan de sus padres era prepararla para el casamiento con alguien de su nivel social y económico, Por eso, luego de unos años volvió al ámbito familiar. Lo que no imaginaban es que durante su convivencia con las monjas había surgido en ella una indomable vocación religiosa que la devolvería al monasterio, sitio en el que llegaría a ser priora. Con el transcurso de los años, su conducta ascética y una suma de hechos sorprendentes, como apariciones, predicciones y otros portentos le dieron fama de santidad. Murió en 1686, y en 1985 fue beatificada por el papa Juan Pablo II quien ese año visitó el monasterio.

La otra, en las antípodas, fue Flora Tristán, quien había nacido en París en 1803, y era sobrina de Pío Tristán, general en jefe de la fuerzas realistas en el Alto Perú durante las guerras de la Independencia, e importante político peruano en la transición a la república. Además, fue la abuela del pintor posimpresionista francés Paul Gauguin, cuyas obras revolucionaron las artes visuales en la segunda mitad del siglo XIX. Aunque nacida en una aristocrática familia arequipeña, Flora fue una joven rebelde que vivía en Francia y que conoció la pobreza luego de la muerte de su padre; que abrazó el socialismo, abogó por la emancipación de los trabajadores y las mujeres, fue reconocida por Marx y Engels y es la autora de la consigna “Proletarios del mundo uníos”. En 1833/34 durante un viaje a Perú en frustrada busca de su herencia, vivió una semana en el convento de las catalinas, experiencia de la que dejó registro, con ácidos comentarios incluidos, en el libro “Peregrinaciones de una paria”.

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Sor Ana. Imagen mortuaria de la religiosa beatificada por Juan Pablo II. Como era costumbre -lo mismo ocurrió con Santa Rosa de Lima- se pintaba de inmediato un retrato de la fallecida. El que reproduce esta foto se encuentra en una habitación de la casita que la priora ocupara en el convento en el siglo XVII. A la derecha, una litografía anónima de Flora Tristán en 1838.