Crónica política

Una buena noticia

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Rogelio Alaniz

“Sostengo que cuando más indefensa es una criatura, más derechos tiene a ser protegida por el hombre contra la crueldad del hombre” (Mahatma Gandhi).

Con las buenas noticias no queda otro remedio que disfrutarlas. Mucho más cuando incluyen la justicia y la verdad. Sólo cuando se repara una injusticia muy grande es posible que de pronto nos una un limpio y generoso sentimiento de unanimidad. A todos los argentinos nos hacía falta vivir, aunque fuera por un instante, la certeza de sentirnos justos apoyando una causa honorable y alegrándonos por un desenlace feliz.

La felicidad de Estela Carlotto es hoy la felicidad de la inmensa mayoría de los argentinos y de todas las personas de buena voluntad en el mundo. Ella se lo merece, pero nos lo merecemos todos los argentinos. La presidente dijo que desde hoy todos somos un poco más justos. No me preocupa coincidir con ella, porque sé que todas las demás disidencias se mantienen intactas.

En estas horas de júbilo no me preocupa pecar de ingenuo o desconocer las reglas implacables de la manipulación política. Es más, me asiste un íntimo convencimiento de que noticias de este tipo son impermeables a las maniobras de quienes intenten aprovecharse de los genuinos sentimientos populares. Lo que es de todos, cuando es justo, no deja lugar a que nadie pueda hacerlo suyo. A la apropiación de bebés no le puede suceder la apropiación partidista de una causa.

Bienvenida la unanimidad de hoy, porque en los años duros, en los años de plomo, estas mujeres estuvieron solas. Entonces todas las puertas estaban cerradas y eran pocas, muy pocas las manos que se extendían para acompañarlas. Estaban solas, tenían miedo, pero no retrocedieron. Eran madres y abuelas que pedían por sus hijos y pedían por sus nietos. ¿Quién podía negarles ese derecho?

Les dijeron “locas” y ésa fue la imputación más liviana que recibieron. Paradojas de la vida, ironías de la historia. Un régimen alienado y criminal, integrado por personajes siniestros y asesinos delirantes calificaban de locas a las únicas personas que con su conducta respondían de manera sensata a la patología del poder.

Algunos políticos, algunos sacerdotes, algunos intelectuales las acompañaron. No fueron muchos pero fueron. Y sus nombres son un testimonio, un alegato a favor del coraje civil y de la más elemental decencia personal. También aquí las paradojas estuvieron a la orden del día. El primer diario que las apoyó fue The Buenos Aires Herald, dirigido entonces por Robert Cox. Sorprendente. Un diario inglés, escrito en inglés, para defender la vida de los criollos.

El primer diario local que se animó a publicar una solicitada denunciando los atropellos de la dictadura fue La Prensa, un diario conservador y liberal cuyos editores entendieron que no hay liberalismo económico sin liberalismo político. Cuando los militares ordenaron cerrar filas alrededor del terrorismo de Estado, la única voz que se levantó fue la de un general que desde 1950 en adelante participó en todos los golpes de Estado, pero no estaba dispuesto a que los oficiales de su ejército se transformaran en bandoleros y mercenarios. Se llamaba Alejandro Agustín Lanusse.

Cuando las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo miraron desoladas al mundo, descubrieron para su asombro que la solidaridad no provenía de Cuba o de la URSS, sino de los EE.UU. Y que Patricia Derian, Cyrus Vance o James Carter salvaron más vidas que Fidel Castro y los jerarcas del Kremlin, todos más interesados en hacer negocios con la dictadura que en defender derechos humanos, ideales en los que, para ser sinceros, nunca creyeron.

La causa de las Abuelas de Plaza de Mayo fue desde sus inicios la más irrevocable y transparente. Asesinar disidentes, secuestrar guerrilleros, someterlos a torturas y ejecutarlos con un tiro en la nuca, fue siempre un acto de terrorismo de Estado que los defensores de la dictadura pretendieron justificar en nombre de la defensa de los valores occidentales y cristianos. Ninguno de estos argumentos se sostienen en la actualidad, pero hay que admitir que en su momento gravitaron incluso en la conciencia de personas de buena fe. Pero el secuestro de bebés, la apropiación ilegal de niños, es un delito imperdonable, un crimen que clama a la justicia de la tierra y del cielo. Podemos discutir los ideales de un guerrillero o la maldad de un terrorista, pero lo que no admite discusión es la inocencia de un bebé. Pues bien, esa inocencia fue ultrajada y profanada por los militares.

A los caballeros no les alcanzó con torturar, violar mujeres y robar propiedades. Tampoco perdonaron a los chicos. Se los apropiaron, los separaron de sus madres y abuelas y los entregaron y vendieron al mejor postor. La jueza de Lomas de Zamora, María Delia Pons -que en paz descanse- expresó el pensamiento militar con palabras que deberían estar grabadas en las puertas del infierno: “A los asesinos yo no pienso devolverles los hijos, porque no sería justo hacerlo. No tienen derecho a criarlos. Estas criaturas están ahora en manos de familias decentes que sabrán educarlos como no supieron hacerlo ustedes con sus hijos. Sobre mi cadáver van a obtener la tenencia de esos niños”.

Es verdad, los militares mataron a los padres pero no mataron a los niños. Por lo menos ésa no fue la constante. Sin embargo perpetraron un acto horroroso: en lugar de restituir los bebés a sus familias, en lugar de cumplir con las leyes de los hombres y las leyes de Dios, optaron por entregar los niños a los verdugos de sus padres. Sólo a una voluntad enferma, a un alma desquiciada por el odio, a una inteligencia pervertida se le puede ocurrir semejante maniobra.

Con Estela Barnes de Carlotto podemos disentir, pero los objetivos de la institución que representa no admiten disidencias. A mí me molesta enormemente su identificación con el oficialismo y, sobre todo, su decisión de transformar a una institución como Abuelas en una oficina del poder. Pero mis disidencias políticas no incluyen la justicia de una causa y el respeto a una persona.

Estela Carlotto no es Hebe Bonafini. Otro estilo, otra cultura, otra manera de asumir los compromisos, otro sentido del honor, pero sobre todo otro piso ético. Estela Carlotto podrá estar equivocada políticamente, pero no es corrupta. Tampoco destila odio, grosería y mal gusto. No, no es Hebe Bonafini. Y el hecho de que esta señora no se haya sumado al júbilo colectivo, no hace más que confirmar las distancias existentes entre una y otra.

Ignacio Hurban no es el primer nieto recuperado y todos deseamos que no sea el último. Ser el nieto de Estela Carlotto le otorga al episodio una inevitable repercusión. Ignacio no es un nieto mejor o peor que los otros que recuperaron su identidad y su abuela no ha sufrido ni más ni menos que las otras abuelas que sueñan con reencontrarse con sus nietos. Que Ignacio sea el nieto de la mujer que con ejemplar empecinamiento organizó la búsqueda de los nietos desaparecidos otorga al episodio una previsible connotación y lo transforma en un paradigma.

La felicidad de Estela de Carlotto es también una responsabilidad hacia el pasado y hacia el futuro. Hacia el pasado, porque muchas abuelas han muerto sin poder darse el gusto de abrazar y besar a sus nietos; hacia el futuro, porque hay cientos de abuelas que aún esperan poder vivir ese momento de felicidad antes de morirse. En todas las circunstancias, la alegría de hoy no puede hacer olvidar el dolor de ayer.

Nunca los argentinos deberíamos haber festejado la restitución de un nieto, porque en un país normal el poder no secuestra a los niños. Los años han pasado, pero las heridas de la tragedia se mantienen intactas. Una abuela se abraza con su nieto después de treinta y seis años de ausencia. El abrazo no resucita a los padres asesinados y a una separación que este reencuentro mitiga pero no borra. Pero todo abrazo es siempre un reencuentro, una esperanza, la afirmación de que no estamos solos y que la vida a pesar de todo merece vivirse.