Los argonautas

En uno de los veintisiete “Diálogos con Leucó” (1947), Cesare Pavese hace hablar a Jasón y a la oficiante (y ninfa) Mélita.

CUL1-FEUERBACH_MEDEA[1].JPG

“Medea”, de Anselm Feuerbach.

 

Por Cesare Pavese

(Traducción de Enrique Butti)

Jasón: —Descorre la cortina, Mélita; siento la brisa que la agita. En una mañana como ésta hasta Jasón quiere ver el cielo. Dime cómo está el mar; dime lo que está sucediendo sobre las aguas del puerto.

Mélita: —Oh, rey Jasón, todo es hermoso desde aquí arriba. Los muelles están colmados de gente. Rodeada de barcas, se aleja una nave; está tan sereno que se refleja invertida. Si vieras las banderas y las coronas, y cuánta gente. Se han montado incluso sobre las estatuas. El sol me da en los ojos.

J.: —Habrán venido también tus compañeras para despedirlos. ¿Las ves, Mélita?

M.: —No sé, hay tanta gente. Los marineros nos saludan, diminutos, colgados de las jarcias.

J.: —Salúdalos, Mélita, ha de ser la nave de Chipre. Pasarán por tus islas. Y dada la fama de Corinto y de su templo, hablarán también de ti.

M.: —¿Qué supones que pueden decir de mí, señor? ¿Quién supones que en las islas pueda acordarse de mí?

J.: —Los jóvenes tienen siempre quien los recuerde. Se evoca con gusto a quien es joven. Los dioses, ¿no son jóvenes? Por eso todos los recordamos y los envidiamos.

M.: —Les servimos, rey Jasón. También yo sirvo a la diosa.

J.: —Alguien habrá, Mélita, un huésped, un marinero, que suba al templo, para acostarse contigo y no con otras. Alguien que parte de la ofrenda la done sólo a ti. Yo estoy viejo, Mélita, y no puedo subir hasta allá, pero hubo un tiempo, en Yolco -tú no habías nacido aún- que habría trepado más de un monte para encontrarme contigo.

M.: —Tú ordenas y nosotras obedecemos... ¡Oh, la nave despliega las velas! Es toda blanca. Ven a verla, rey Jasón.

J.: —Quédate en la ventana, Mélita. Yo te miro mientras miras la nave. Es como si viera a ambas recibir el viento. La mañana me haría temblar. Estoy viejo. Vería demasiadas cosas si me asomara a mirar.

M.: —La nave se inclina en el sol. ¡Cómo vuela, ahora! Parece una paloma.

J.: —Y va solamente hasta Chipre. Desde Corinto, desde las islas ahora zarpan naves que surcan el mar. Hubo un tiempo en que este mar estaba totalmente desierto. Nosotros fuimos los primeros en violarlo. Tú no habías nacido aún. Qué lejano parece todo.

M.: —¿Pero es posible, señor, que nadie se hubiese atrevido a atravesarlo?

J.: —Hay una virginidad de las cosas, Mélita, que insufla más miedo que cualquier riesgo. Piensa en el horror de las cimas, piensa en el eco.

M.: —No iré nunca a las montañas. Pero no puedo creer que el mar diera miedo a nadie.

J.: —No nos daba miedo, en verdad. Partimos de Yolco una mañana como ésta, y éramos todos jóvenes y teníamos a los dioses de nuestro lado. Era hermoso navegar sin pensar en el mañana. Más tarde comenzaron los prodigios. Era un mundo más joven, Mélita, días como claras mañanas, noches de espesa tiniebla -donde podía suceder de todo-. Los prodigios eran a veces fuentes, a veces monstruos, hombres, riscos. Alguno de nosotros desapareció, alguno murió. Cada desembarco era un luto. Cada mañana el mar era más hermoso, más virgen. Se pasaba la jornada esperando. Después vinieron las lluvias, vinieron la niebla y las espumas negras.

M.: —Esas cosas se saben.

J.: —El mar no era el peligro. Habíamos entendido, de desembarco en desembarco, que aquel largo camino nos había hecho madurar. Éramos más fuertes y desinteresados de todo -éramos como dioses, Mélita-, pero precisamente era esto lo que nos instigaba a hacer cosas mortales. Desembarcamos en Fasi, en los prados cólquidos. Ah, era joven entonces, y confiaba en mi suerte.

M.: —Cuando hablan de vosotros, dentro del templo, se baja la voz.

J.: —Y a veces se ríe, lo sé, Mélita. Corinto es una ciudad alegre. Y se dice, lo sé: “¿Cuándo terminará ese viejo de fastidiar con sus dioses? Están tan muertos los suyos como los otros”. Y Corinto quiere vivir.

M.: —Nosotros hablamos de la maga, rey Jasón, de esa mujer que alguien llegó a conocer. Oh, dime cómo era.

J.: —Todos conocen a una maga, Mélita, excepto en Corinto, donde el templo enseña a reír. Todos nosotros, viejos o muertos, conocimos a una maga.

M.: —Pero, ¿y la tuya, rey Jasón?

J.: —Violamos el mar, abatimos monstruos, pisamos los prados cólquidos -una nube de oro resplandecía en la selva-, y sin embargo todos morimos por el arte de una maga, por el encantamiento o la pasión de una maga. La cabeza de uno de nosotros terminó golpeada y cercenada en un río. Y hubo uno que ahora es viejo -y te habla-, que vio a sus hijos sacrificados por una madre furiosa.

M.: —Dicen que no está muerta, señor, que sus hechicerías han vencido a la muerte.

J.: —Es su destino, y no se lo envidio. Respiraba la muerte y la irradiaba. Puede que haya regresado a su morada.

M.: —Pero, ¿cómo ha podido tocar a sus hijos? Debe haber llorado mucho...

J.: —Nunca la vi llorar. Medea no lloraba. Y sólo sonrió aquel día cuando dijo que estaba dispuesta a seguirme.

M.: —Y en efecto te siguió, rey Jasón. Dejó su patria y su morada, y aceptó la ventura. Fuiste cruel como un joven, tú también.

J.: —Era joven, Mélita. Y en aquellos tiempos nadie se reía de mí. No sabía aún que la sabiduría es la vuestra, la del templo, y reclamaba a la diosa cosas imposibles. ¿Y había algo imposible para nosotros, vencedores del dragón, apropiadores de la nube de oro? Se consuma el mal para ser grandes, para ser dioses.

M.: — ¿Y por qué vuestra víctima es siempre una mujer?

J.: —Pequeña Mélita, tú eres del templo. ¿Y no sabes que al templo -al vuestro- el hombre sube para ser dios al menos un día, al menos una hora, para yacer con vosotras como si fueseis la diosa? El hombre pretende siempre yacer con ella -después comprende que estaba tratando con carne mortal, con la pobre mujer que vosotras sois, que todas son. Y entonces se enfurece -busca ser dios en otro lado.

M.: —De todos modos, hay quien se conforma.

J.: —Sí, quien envejece antes o quien sube hasta vosotras. Pero no antes de haberlo intentado todo. No, quien ha conocido otros días. ¿Has oído hablar del hijo de Egeo, que descendió al Hades para raptar a Perséfone -el rey de Atenas que murió arrojado al mar? (9)

M.: —Hablan de él los de Fáliro. Fue un navegante, como tú.

J.: —Pequeña Mélita, fue casi un dios. Y encontró su mujer más allá del mar, una mujer que -como la maga- lo ayudó en su trabajo mortal. La abandonó en una isla, una mañana. Más tarde llevó a cabo otros trabajos y gestas, y consiguió a Antíope, la lunar, una amazona indócil. Y después a Fedra, luz del día, y también ella se mató. Y después a Helena, hija de Leda. Y otras más. Hasta que intentó rescatar a Perséfone de las fauces del Hades. A una sola no quiso, a la que huyó de Corinto -la asesina de sus hijos- la maga, lo sabes.

M.: —Pero tú, señor, la recuerdas. Tú eres más bueno que aquel rey. Ya no has hecho llorar a nadie desde entonces.

J.: —En Corinto he aprendido a no ser un dios. Y te conozco a ti, Mélita.

M.: —Oh, Jasón, ¿qué soy yo?

J.: —Una pequeña mujer del mar que desciende del templo cuando el viejo la llama. Eres también tú la diosa.

M.: —Yo sirvo a la diosa.

J.: —La isla que tiene tu nombre, al occidente, es un gran santuario de la diosa, ¿lo sabes?

M.: —Es un pequeño nombre, señor, que me impusieron para divertirse. A veces pienso en aquellos lindos nombres de las magas, de las mujeres infelices que han llorado por vosotros...

J.: —Mégara, Íole, Auge, Hipólita, Ónfale, Deyanira... ¿Sabes a quién hicieron llorar?

M.: —Oh, pero ése fue un dios. Y ahora vive entre los dioses.

J.: —Así se cuenta. Pobre Hércules. Estaba también él con nosotros. No lo envidio.