Una perpleja benevolencia: modos de decir al otro

Una perpleja benevolencia: modos de decir al otro

En este nueva entrega de la serie “Santa Fe, ciudad partida”, los autores refieren al discurso periodístico que se arma para describir la realidad social que vivimos y advierten el nuevo papel que deberían cumplir los medios de comunicación para reflejar las diferentes problemáticas actuales.

 

TEXTOS. Estanislao Giménez Corte ([email protected]).

I

Cualquier lector más o menos atento de los medios de comunicación -sea su desempeño ocasional el de televidente, radioescucha o navegante- notará que, con bastante frecuencia, el discurso periodístico acomete con barbaridades diversas, yerros e imprudentes giros para referirse a personas, cosas o fenómenos que pareciesen ser “ajenas” o “extrañas” a su propia órbita de acción y de pertenencia.

Una frontera invisible pero acentuada en la palabra (en sus elecciones, en sus formas) sitúa a las personas que hablan en un lugar, pero al hacer ello se establece asimismo una posición similar a la que tomamos cuando decimos “nosotros y ellos”. La sorpresa a veces es mayúscula, porque el discurso periodístico no debería replicar y repetir ciertos deslices del habla coloquial y cotidiano, amén de la distancia en que pudieran situarse periodistas y sujetos de su discurso.

Muchas veces por desconocimiento, muchas por impericia, muchas por falta de una verdadera preocupación sobre las implicancias del discurso público, los medios aluden brutalmente (y con enfática brutalidad) a determinados acontecimientos porque no saben, porque no quieren, porque no pueden nombrarlos adecuadamente; se echa mano entonces a torpes adjetivos, elementales epítetos, lenguaje coloquial o vulgar inapropiado, nauseabundas metáforas.

Los supuestos profesionales de la palabra, así, tropiezan aparatosamente y de esos accidentes y quebradas salen disparados a cuatro vientos sinsentidos de diversa naturaleza. Alguien formado en psicología (lacaniano, posiblemente) diría que la elección de esas palabras es una representación profunda de lo que esa persona piensa a propósito de ello. En muchas ocasiones, por asociaciones inconscientes o por falta de formación del profesional a cargo, la forma de aludir a determinadas cuestiones de lo cotidiano deja traslucir estereotipos, prejuicios, lugares comunes, ignorancias varias. Todo un cúmulo que conforma una síntesis natural en los medios, pero como si este resumen acopiara sólo “lo peor de cada casa”. A veces es torpeza, a veces es ideología, a veces es un modo de editorializar.

¿Cómo dice, cómo nombra, cómo cuenta el periodismo problemas emergentes o tradicionales que se han metamorfoseado en los últimos años?: inmigración, modalidades laborales, cuestiones religiosas o de raza, orientación o elección sexual, pero sobre todo (el relato sobre la) pobreza marcan inequívocamente un síndrome actual de los medios y sus tropiezos discursivos y retóricos. Directa o indirectamente, los medios dicen “ellos” (los otros, los diferentes, los distintos, los de afuera). Una palabra inadecuada puede dejar al periodismo al borde de la xenofobia, otra al lado de la discriminación lisa y llana, otra da lugar y cabida al prejuicio de tipo sexista y así.

Una metodología de estudio como el análisis del discurso, en ciencias sociales, quiere pensar justamente qué y cómo dicen los medios cuando dicen (con determinadas formas, entonaciones, adjetivos) algo. El periodismo oscila todo el tiempo, al tratar problemáticas sensibles, entre la “corrección política” y la mirada propia del medio o del sujeto en cuestión (que a veces son contradictorias, a veces inconfesables).

En términos generales, pareciese haber existido durante mucho tiempo un mecanismo de asociación muy ligado entre diferentes patrones o pares opuestos que funcionarían en el marco de la relaciones de determinadas categorías con determinadas acciones: así, hemos visto cómo se emparenta pobreza a delincuencia/violencia/drogas; o la orientación sexual, por ejemplo, la homosexualidad, con patrones como promiscuidad/enfermedad/prostitución. Esas asociaciones se arraigaron por décadas en el inconsciente colectivo, pero aquí justamente el papel de los medios sería invitar a la reflexión en torno de esas problemáticas, correr del lugar el sentido común asumido y proponer, no la exclusión del discurso, no la negación, no la condena, sino un modo de formarse e informarse.

II

En uno de los relatos de las “Crónicas del Ángel Gris”, Alejandro Dolina refiere una reflexión sobre la literatura para niños que podemos traer aquí: “Escritos desde un mundo diferente, suelen referir historias que suenan falsas, protagonizadas por seres lejanos e incomprensibles. Ante su propia creación, los autores suelen afectar una especie de perpleja benevolencia, la misma que se usa en la descripción de las costumbres de los salvajes”.

Afectar una perpleja benevolencia. Algo parecido a ello es lo que muchas veces leemos en las crónicas periodísticas sobre la pobreza. El trabajo del periodista simula el de un antropólogo que describe algo insólito o novedoso (pero urbano y a la vuelta de la esquina). Consciente o inconscientemente, se lo cuenta desde esa distancia, a veces infranqueable. El discurso de prensa debería ser más cuidadoso, menos afectado, especialmente con las lecturas connotativas que “abren” sus usos: donde dice pobre no deberían decirse a la vez los atributos negativos que pudieran acopiársele.

Sucede, si lo pensamos según las categorías tradicionales, a ambos lados del espectro ideológico. Unos ven la pobreza con una lupa y tratan de diseccionarla a prudente distancia; otros, en el colmo de un ideologismo flagelante, actúan un compromiso que no se materializa en nada, sólo en un declamado “compromiso”.

La pobreza, la marginalidad, deberían ser dichas para entender, no para rechazar; no para estigmatizar, para ilustrar o describir. Sucede que a veces el periodista se encuentra jugando patéticamente al malabarista entre lo que “es posible decir”, lo que se “debe decir” y unas extraordinarias limitantes en su propio discurso, que dice como con un tono de parodia las muertes, con un tono de conmiseración el hambre, con un tono neutro los accidentes, y con la misma circunspecta cadencia pasa al tema siguiente.

Narrativas de lo marginal: más allá de las tensiones

Por Leonardo Pez

I. Los márgenes siempre han sido un objeto atractivo y escurridizo para el periodismo. Por eso, ponerlos en foco, narrarlos, fue un desafío que éste afrontó con la complicidad o la ayuda de los recursos propios de la literatura. El delicado límite entre realidad y ficción ha sido sometido a severas críticas al punto de que hoy en día no resulta extraño hablar de categorías en apariencia dicotómicas como literatura de no ficción o periodismo narrativo.

Desde “Las tumbas” (Medina) hasta “Cosa de negros” (Cucurto), pasando por Zelarayán y Blajaquis, entre otros, el eje de la discusión parece ser uno: cómo (¿con qué herramientas?) contar lo que sucede de un modo veraz y atractivo al mismo tiempo.

Cristian Alarcón (Chile, 1970) abordó la marginalidad desde un enfoque mixto, si se quiere un collage entre distintos géneros, con una fuerte impronta periodística. En dos de sus obras (“Si me querés quereme transa” y “Cuando muera quiero que me toquen cumbia”), el autor trasandino propone una narrativa fluctuante, en permanente movimiento (flashbacks, flashforwards, cambio de escenarios y de personajes, tránsito de un género a otro, etc.) y cercana al pulso del lugar y de las personas con las que interactúa. En todo momento, el tratamiento de la marginalidad en sus dimensiones “delincuencia” y “narcotráfico” se ejecuta a partir de la tensión entre pares tan paradójicos como sinérgicos: realidad-ficción, periodismo-literatura, narrador-personaje.

II. Alarcón es muchas personas y otros tantos discursos al mismo tiempo. Es el periodista que deja escapar una pregunta, o se vale de un discurso emparentado con la crónica o el suceso, es también el narrador que compara el cuerpo de Alcira (narcotraficante de Villa del Señor, 4 hijos) con el de un mastín napolitano, es el historiador que contextualiza el origen de los clanes de “transas” en el mencionado asentamiento, y es finalmente, el pibe copado que comparte con los vecinos un código común (un discurso coloquial o sociolecto). Esta multiplicidad de registros y de aproximaciones al mismo fenómeno, transmiten un espíritu de entrecruzamientos y deslices, no sólo espacio-temporal, sino también estilístico o de géneros.

Todo movimiento implica cambios y ajustes, desacomodos y reacomodos, resumiendo: tensión. En ambos libros, Alarcón activa un juego de tensiones entre dos polos: realidad y ficción. La realidad (o, si se quiere, la veracidad) se sustenta en una serie de investigaciones respecto al escenario en que tienen lugar dichas historias (las villas), sus habitantes y la red discursiva que se teje entre ellos. Así sabemos que Villa del Señor tiene unos orígenes ignotos, que allá por 1957 se levantaron “los primeros ranchos de cartón y madera sobre los bañados, solares de puro barro y laguna”. O que un 6 de febrero de 1999, a menos de un año del arribo del nuevo siglo, agentes de la policía asesinaban al pibe chorro Víctor Manuel “El Frente” Vital (2003).

La realidad está ahí, todo lo que Alarcón cuenta (o, mejor, devela) sucede en un aquí y ahora, bastante alejado por cierto de las luces de la capital federal del dolor. Al costado (y dentro) del relato flota el estilo, la impronta que el autor le da a la narración de los hechos, la ficción.

Alarcón puede describir cómo es un sábado típico en la villa, apropiándose de la voz y de los vicios del vendedor ambulante y combinándolos en un ejercicio de prosa poética contemporánea. El lenguaje es fragmentario: el narrador se transforma por momentos en protagonista, los personajes cuentan su historia, dan su testimonio, y ese discurso convive y se filtra con diálogos reconstruidos por los sobrevivientes, y entonces adviene una descripción metafórica del territorio en el que tienen lugar los hechos.

III. Los géneros periodísticos y literarios ya no son el agua y el aceite. Atrás quedaron las distinciones de manual y la oposición entre los objetos dilectos de unos y otros. El “nuevo periodismo” de mediados del siglo pasado y las discusiones más recientes nos obligan a plantear la temática en otros términos.

La literatura y el periodismo participan colaborativamente, como vimos, de las nuevas narrativas de lo marginal. Pero, ¿cuál es el rol o la función de cada uno de ellos? ¿Alcanza con el diálogo entre el frío archivo y el registro de los personajes? ¿Cuán representativa es la voz del narrador, interviniente e intervenida, por la realidad documentada?

Las preguntas no son pocas, las respuestas se están gestando. Quizá así sea cómo debamos pensar el escenario actual: desde la tensión y la incertidumbre. El tiempo dirá si lo que hoy estamos discutiendo es el collage entre diversos géneros o la emergencia de uno nuevo.