editorial

  • La descalificación oficial hacia los medios críticos demostró estar asentada ahora en un meticuloso monitoreo y peligrosa clasificación basada en la orientación de sus contenidos.

Las cadenas del discurso

Mientras el Congreso ensaya medidas testimoniales para continuar poniendo en escena el relato épico del combate contra los fondos buitres, y el gobierno acumula golpes de efecto al menudeo para mantener la ilusión del consumo y disimular la alarmante perspectiva económica, la presidente de la Nación reeditó también algunos de sus manidos recursos de comunicación: el uso recurrente de la cadena nacional y las imputaciones a los medios que sabotean su idealizada descripción de la realidad, difundiendo noticias negativas.

A la vez que ponía en marcha un plan para promover compras en doce cuotas y anunciaba la promulgación de la ley con la cual se pretende cambiar la sede de pago de la deuda con los holdouts, la mandataria insistió con el latiguillo de la “cadena del desánimo” y utilizó en su respaldo un meticuloso y pormenorizado relevamiento estadístico realizado por la Secretaría de Medios.

Con niveles porcentuales precisos, y medio por medio, Cristina Fernández de Kirchner demostró estar en condiciones de establecer la proporción de contenidos negativos que toma estado público en nuestro país. Pero, al hacerlo, reveló también la existencia de un dispositivo de monitoreo de medios, cuyo propósito difícilmente pueda quedar restringido a sostener con datos concretos el discurso oficial y sus imputaciones de animosidad hacia el periodismo.

Desde un punto de vista ideológico, resulta alarmante que el Estado utilice parte de su estructura -o incluso la genere- a los efectos de evaluar y clasificar a los medios masivos por la orientación de sus contenidos. Pero además, la existencia de este tipo de base de datos suele ser la herramienta más eficaz para desarrollar con solvencia las políticas que se le cuestionan en la materia, al distribuir la pauta de publicidad oficial con discrecionalidad y en ejercicio de un mecanismo de premios y castigos que fomenta el alineamiento incondicional y pretende disuadir el ejercicio de la crítica.

La cuestión volvió a ser planteada en su asamblea anual por Adepa, que a su repaso periódico de los hechos que afectan la libre circulación de la información y las medidas oficiales que influyen sobre la libertad de prensa, sumó una caracterización global de la relación entre el kirchnerismo y los medios periodísticos al hablar de una “etapa turbulenta”. Y sobre todo, cifrar la inocultable confrontación en una concepción que reniega del rol constitucional y republicano de la prensa, para imponer una visión de amigos y enemigos que se somete a las reglas de cualquier otra conflagración.

Que la presidente de la Nación insista con endilgar al periodismo esta suerte de “sabotaje anímico” de la población, o que sus funcionarios lo encolumnen sin hesitar en la fila de los enemigos de la patria, como hacen cuando los vinculan a los intereses de los demonizados fondos buitres, no hace otra cosa que continuar ensanchando y profundizando una brecha entre los argentinos que conspira contra la convivencia democrática.

Blandir de manera sistemática imputaciones de este tenor y descalificaciones airadas, apelando en muchos casos a la manipulación de factores emocionales o a la tergiversación de valores popularmente arraigados, son maneras -si no deliberadas, al menos temerarias- de alentar conflagraciones cuyas derivaciones siempre están al borde de salirse de control. La estadística de agresiones contra los periodistas es un acabado testimonio de ello, y debería funcionar como una severa advertencia.

La existencia de este tipo de base de datos suele ser la herramienta más eficaz para desarrollar una condenable política de premios y castigos.