SUBSUELO DE LA VIDA

El hombre que duerme en la calle sobre cartones

Luciano Andreychuk

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El charco de orina humedece los cartones. Se va abriendo en una mancha oscura y deforme que el esfínter uretral no pudo retener. Lo mejor es no pensar, piensa el hombre que duerme tirado en la calle. Y para no pensar ni en su yo ni en su circunstancia ni en la mal jodida noche que le aguarda, sigue bebiendo alcohol. Lo mejor es no pensar, y ese tetrabrick obtura su conciencia de realidad.

Las tripas le arden por el hambre, retorcidas como en un enjambre de gusanos y apretujadas por el vacío. Le quedan unos pocos bizcochos duros como una tosca que un vecino le dejó hace unos días. El hombre los mira y piensa en sus dientes, o en lo que no queda de ellos. Prefiere seguir así, con la cadera tiesa y dolorida sobre los cartones y boca arriba, contemplando el cielo que es su techo y su condena.

Un trago más. El olor a mugre de meses se mezcla con el aliento del tinto barato. Al hombre le llegan la náusea y el vómito. Se limpia con la manga del pulóver. Inhala un poco de aire frío de la noche y acomoda su mejor y única amiga, que es una manta. Comienza a rascarse el pelo frenéticamente. Serán piojos quizás; qué importa, piensa, aturdido por el silencio sepulcral de la cuadra.

Los parrales de uvas en Cruz del Eje y el olor a las hortalizas frescas de la huerta; su madre amasando el pan casero y el horno de barro humeando, sombreado por el hollín; Beatriz, ya en su juventud, cuánto te amé. Los niños, ahora grandes, qué será de ellos.

El trabajo en el puerto, cuántas bolsas cargaron mis hombros hasta rendirse dislocados. El telegrama de despido. La mishiadura de golpe, la crisis, la separación. Y hoy, aquí, ahora, la nada. Los recuerdos chicotean las sienes. Cómo llegué a caer debajo de la lona de la vida.

Unas siluetas negras se acercan de repente. En su nebulosa de pensamientos cree que son los emisarios de la Parca que vienen por él. Siente alivio, no miedo. Son unos jóvenes que le traen algo de comida.

¿Vas a comer algo calentito?, le dice la chica. El hombre que duerme en la calle abre el plástico que cubre la bandeja, y se engulle dos, tres, cuatro bocados. Los jóvenes le hablan, le preguntan si necesita ropa u alguna otra cosa. El hombre sólo atina a decir gracias, que Dios los bendiga. Y sigue embadurnándose de fideos con salsa la barba, rejunta con la cuchara de plástico lo que se le pega en los pelos sucios de la cara y se lo lleva a la boca. Truena su estómago, agradecido.

Beatriz, cuánto te amé. Se entreduerme, pero no quiere dormirse. Teme que le roben lo poco que tiene: una bolsita con yerba y otra con azúcar, una pava y un mate, un par de medias horadadas, un calzoncillo con el elástico vencido. Ya le robaron varias veces porque se durmió. Hay gente que les roba a los hombres como él que duermen en la calle. ¡Canallas!, reacciona. Dejaré mi bolso atado en lo alto de un árbol cuando me pueda levantar.

La claridad del alba y el rocío lo despiertan. Se pone de pie, destartalado por la rigidez del cemento sobre el que durmió. El día es más largo que la noche. Cuelga sus cosas en un árbol y se va a cuidar coches adonde lo dejen los “jefes territoriales” de las cuadras. Si no hay fuerzas, mendigará un poco. Pero es el último recurso para él.

El hombre que duerme en la calle orinado sobre cartones es el anatema de nuestro tiempo. Es el no, no tengo nada que largamos a diario y apuramos el paso. Es el rostro esquivo que mira hacia otro lado. Es la ausencia del Estado. Es el síntoma de la pérdida de humanidad y la exaltación del individualismo. Y es un emergente de uno de los tantos fracasos de la civilización moderna, que se jacta de sus ciencias, de su producción de alimentos en masa, de sus proclamas de inclusión. El hombre que duerme en la calle es el espejo donde no queremos mirarnos.