Digo yo

Falso

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Natalia Pandolfo

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Te muestra su mejor cara, la sonrisa de coté: siempre hay algo, un algo que huele feo pero decís no, capaz que soy yo. Y decidís, humano al fin, darle su oportunidad.

Te acercás, abrís las puertas, dejás que merodee por tus rincones. Al poco tiempo adivina tus miedos, tus dolores, tus potencias, tus deseos. Husmea tus debilidades como perro que está al acecho.

Te ofrece sus mejores recursos: te sonríe, te palmea, te dice que sí -siempre te dice que sí- y vos te englosinás. Lindas, traicioneras esas relaciones en las que el otro siempre dice que sí.

Aprendés a ver sólo un costado, como quien anda por la vida con un parche en el ojo. No ves, no te es dado el don de tener el panorama completo. Te regala cosas. Te seduce, chichonea, te dice -sólo- lo que querés escuchar. Monta su gran espectáculo de cartón pintado -y vos creés que ése es el horizonte verdadero.

Canta tus goles, hace un esfuerzo titánico por mostrarse alegre si de vez en cuando la vida te besa en la boca. El almanaque avanza, a veces días, a veces meses, a veces años o décadas, y la sonrisa de coté ya no parece tan forzada. Acaso haya sido un prejuicio.

Vas caminando los pasos de la vida y la máscara deviene rostro. La primera intuición se difumina, ya no hay reparos ni refugios. El falso pasea por los recovecos de tu esencia como quien recorre el propio palacio; tiene acceso a los resortes más íntimos de tu ser. Está armado.

Con premeditación y alevosía aplica sus tácticas más crueles: caprichos, escenas de celos, planteos varios. Apunta sus flechas a tu entorno, a tu mesa chica: la familia -qué familia no es pasible de un arsenal de críticas-, los amigos -ídem-. Te aísla. Como quien construye un mito, se basa en verdades -tu vieja insoportable, tu amigo borracho, tu tío chanta- para erigir su castillo de naipes apócrifos.

Atrapado, descartadas las figuras que podrían poner en riesgo la perversa construcción, intentás complacer por todos los medios a ese ego que no encuentra paz, a esa aceitada maquinaria del reclamo permanente. Hasta que un día cae la ficha: una carta se debilita y el castillo se derrumba. Y volvés a oler ese primer impulso y decidís, en un rapto de lucidez, respetarlo. Y entonces, como en un dominó, cada pieza se desacomoda y desarticula el edificio. Y decidís entonces cerrar alguna puerta. Dejar algún rincón sin ocupar: sólo para vos. Decidís reconstruir, menuda empresa, la identidad herida. Decidís defenderte -contar con los de siempre, quitarles el manto de neblina.

Horrorizado, el falso ve cómo su búnker es dinamitado: años de trabajo arden en llamas. Espantado, percibe que hay un resquicio en el que ya no es dueño. Sacarse de encima el lastre implica un esfuerzo descomunal, una lucha de igual a igual contra uno mismo. Volver a tallar la propia imagen, vérselas frente a frente con ella, mirarse hasta el fondo de los ojos, encontrarse al fin, nuevamente, liberada el alma de ese gran container de basura. La farsa tiene un punto final; el recuento de daños es infinito. Malditos sean.