Si la guitarra se muere...

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Agustín Zapata Gollán (*)

La conmemoración de la Semana Santa en Sevilla pone ante nuestros ojos una dramática visión de la Edad Media con el desfile de promesantes y nazarenos encapuchados y descalzos arrastrando en las piedras de la calle cadenas de gruesos y pesados eslabones sujetas a los pies lacerados en largas horas de penosa y lenta procesión con cruces sobre los hombros entre blandones y faroles.

También se escucha el murmullo de los rezos interrumpidos a veces por el desgarrado y angustioso clamor de las “saetas”, que comienza con los días radiantes de la primavera la celebración de ferias, romerías y fiestas populares de una remotísima e ininterrumpida tradición vinculada, de ordinario, con alguna conmemoración religiosa, como las celebradas en Niebla, ciudad de Andalucía, en honor de la Santa Cruz de Arriba, o en Puebla del Río, también población andaluza, en el Día de Corpus.

Las romerías tienen también un origen y un motivo religioso; en cambio, las ferias, de antiquísima tradición árabe, lo tienen en la economía de los pueblos, aunque se las vincule asimismo a lo religioso, como la Feria de Sevilla y la Romería a la Virgen del Rocío o Virgen de las Marismas; y la Feria de Córdoba, que es la Feria de Nuestra Señora de la Salud.

Los moros acostumbraban a destinar el día jueves para celebrar sus mercados o ferias de ganado. Esta costumbre de reunir en un día señalado los productos de la ganadería, de la agricultura y de la industria doméstica de una región, se siguió en las poblaciones reconquistadas luego por los cristianos, con la concesión, en muchas de ellas, de privilegios reales. Así ocurrió, por ejemplo, con la Feria de Córdoba, cuyo privilegio arranca, según los autores, en la época de Sancho VI, el hijo rebelde de Alfonso X el Sabio, antes de mediar el siglo XIV.

A su turno, Carlos V autorizó la celebración de la Feria de Córdoba en la Plaza Mayor de la ciudad, pero a través de los años fue mudándose el sitio en procura de mayor holgura y conveniencia de los feriantes hasta celebrarla actualmente en la magnífica Avenida de la República Argentina y Llanos de Vista Alegre.

Antiguamente, en los tres o cuatro días de mercado, llegaban los labriegos de La Mancha en busca de mulos de buena alzada y fuertes para las duras tareas del campo; los ganaderos de Murcia, por los toros colorados; y los hombres de toda España, en busca de cerdos y lechones, caballos y buenos sementales.

Terminados los tratos entre los feriantes, seguían la inevitable corrida de toros y los bailes gitanos y los cantos flamencos, los pintorescos desfiles de carruajes primorosamente adornados de flores, y el paseo de jinetes y amazonas en los famosos caballos andaluces.

La Feria de Sevilla, que se realiza desde el 18 al 20 de abril a la salida de la ciudad, en lo que fue el ejido del prado de San Sebastián, fue en sus comienzos un activo mercado ganadero y agrícola donde pastores y ganaderos y pequeños agricultores traían los productos de sus huertas y la más lucida ganadería de la región.

Sin embargo, ahora, el aspecto económico ha desaparecido casi por completo de estas reuniones, suplantándose por el regocijo y la desbordante alegría de bailes y canciones al compás de “palillos” y “palmadas” en las abigarradas “casetas”, trasunto del patio andaluz, y el paseo de coches engalanados y de jinetes en los que luce su gracia y su donaire la mujer andaluza.

Pocos días después de la feria, y como si fuera su continuación o apéndice, se celebra la no menos famosa Romería del Rocío en honor de la Virgen de las Marismas, con una nutrida y pintoresca caravana de antiguas carretas de toldos en bóveda, tiradas por yuntas de bueyes, y escoltadas por jinetes con sus mozas “guapas” en ancas, ataviadas a usanza andaluza y en un espléndido alarde de gracia y de belleza.

En Lopa, un cortijo en el camino de Sevilla a la ermita del Rocío, la caravana se detiene; y de inmediato, al compás de palmadas y castañuelas —“los palillos”—, se oye el rasguido de las guitarras a cuyo embrujo no hay quién se resista ni hay moza que no olvide las recomendaciones e instancias de maridos o novios ausentes: “Cuando me fui te dije/ que no cantaras,/ ni que batieras palmas,/ ni que bailaras./ Llegaste a Lopa,/ y te bailaste un tango/ como una loca”.

Y mientras las bailarinas, ondulantes como las llamas de una hoguera, surgen y se yerguen entre un revuelo de faldas, las coplas van expresando los diferentes matices del alma popular, orgullosa y arrogante a veces: “Naide que no sea bien nasío/ Pué tomá por caridá/ Lo que tiene meresió”.

Ingenua y traviesa otras: “De caramelo, niña, de caramelo./ ¿Quién te pintó los labios de caramelo?

—Me lo pintó mi pare qu’es confitero.

—Yo no sabía,/ Que tu pare tenía/ confitería”.

O desenfadada, bajo apariencias de candidez: “Que yo no me la llevé./ Que ella se vino conmigo./ La culpa fue del queré”.

En la copla, la moza expresa el desvío y desamor hacia el “chaval” que la pretende: “El clavé que mi distes/ lo tiré a un pozo./ Yo no quiero claveles,/ de ningún mozo./ Lo que me pesa,/ el tiempo que lo tuve/ en la cabeza.

También, la ingenua devoción por la imagen venerada: “La Virgen del Rocío,/ como es tan alta,/ se le ven por abajo/ las enaguas blancas./ Y por arriba/ se le ven los collares de gargantilla”.

Y la pena por dejarla sola al volver los romeros a sus tareas: “La Virgen del Rocío,/ se queda sola./ Reyna d’estas marismas/ donde es Pastora”.

Aunque quisieran llevarla consigo: “Ya me voy para Puebla,/ adiós Reyna del Rocío./ Quién te pudiera llevar/ a hombro hasta el pueblo mío”.

Pero sin duda es la guitarra el alma de las coplas y de las fiestas del pueblo.

En la baja Edad Media, se usaron en España diversos instrumentos, algunos moriscos, otros cristianos o judíos, en los bailes y festejos populares. Había instrumentos de viento, como el albogue, el caramillo, el añafil —trompeta morisca—, la dulzaina y dos tipos de flautas que por su tamaño, y desde luego por su sonido, distinguían entre “medio caño” y “caño entero”, además de la trompa.

Entre los instrumentos de percusión se conocían el tamborete, el atabal, las sonajas y el panderete. Y entre los de cuerda, el laúd, el rabel, la cítola, el arpa, el salterio judío, la vihuela de péndola -especie de mandolín-, la vihuela de arco -precursora del violín- y la guitarra. Con estos instrumentos, se formaban “orquestas” que ponían una nota de alegría en las plazas de las aldeas o de las amuralladas ciudades medievales.

Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, experto conocedor de todas las expresiones del alma popular, que supo frecuentar el trato galante y festivo de troteras y danzaderas, de moras y judías, nos dice que formaban un conjunto, el salterio judío, la vihuela de péndola y el “rabel gritador”, que los pastores tomaron de los moros. El rabel concertaba también con las flautas acompañadas del tamborete, el pandete y las sonajas. La dulzaina y el albogue con el francés “odrecillo” —especie de mandurria—, mientras las trompas y los añafiles moriscos animaban la marcha de los hombres de guerra.

La guitarra, de origen moro, en el siglo XIV tenía ya en España una réplica “cristiana”, pues el Arcipreste distinguía entre “la guitarra morisca de las voces agudas” y “la guitarra latina”. Sin embargo, es a fines del siglo XVI cuando se la admite en los más elevados círculos sociales donde sus notas, como entre la gente del pueblo, acompañan las coplas que dicen los mismos pesares y las mismas ilusiones del alma femenina: “Mis vestidos son pesares/ que no se pueden rasgar”.

La guitarra sigue siendo en España el alma de la poesía popular. Pero...¿Y si la guitarra muere? Ya anda por aquí la guitarra eléctrica y la música “yeyé” ahogando a veces a la auténtica música española... Quizás por eso, la copla, presintiendo este acabar inexorable, ya pide que “Si la guitarra se muere,/ entiérrenla por el río/ Para que el agua la suene”.

Y habrá que enterrarla por alguno de esos ríos que, contumaces y relapsos, conservan con orgullo sus nombres moros: Gaudalquivir, Guadiana, Guadaira... para que sus aguas hagan sonar las cuerdas y le arranquen las notas de olvidadas canciones del Oriente. Quizás, las mismas que oyeron cantar a Zaidas y Zoraidas que paseaban hace siglos por los jardines de ensueño del Lindaraja, emulando los trinos de alondras y de mirlos.

(*) Artículo inédito enviado a El Litoral por el autor desde Sevilla a mediados de los 60.

La guitarra, de origen moro, en el siglo XIV tenía ya en España una réplica “cristiana”, pues el Arcipreste de Hita distinguía entre “la guitarra morisca de las voces agudas” y “la guitarra latina”.